sábado, 31 de enero de 2009

La sonrisa del pobre


Esta noche, en algún rincón de esta España en crisis, duerme Manuel bajo el novelesco y bohemio tejado de una estación de tren, sin más almohada que su petate y más manta que la piel desgarrada por la tristeza y la ansiedad que las manecillas del reloj le van regalando. Quizá alguien más comparta esa terminal y lo vea como uno más que espera la llegada de su tren, pero Manuel mañana recogerá sus cosas y partirá, un día más, hacia un horizonte de desesperanza y desolación, en una España que le ha tocado habitar en este tiempo que nos ha tocado vivir. Y a mí, en esta nueva noche que nos regala otra larga borrasca, se me ha helado el alma con la historia de Manuel, tocando con las yemas de mis miedos al miedo mismo.

Manuel no puede dormir pensando que en el mundo transita la misma riqueza que antes de la crisis, pero que ahora está menos repartida, y menos conlleva a decir mal; es más, sabe que el Estado, por medio de su gobierno, ha inyectado más riqueza si cabe a unos bancos que, paradójicamente, teniendo más, menos sueltan; y no puede dormir, irremediablemente, porque no puede entender que cuando más dinero y riqueza existe en el mundo, él se tiene que aguantar con el peso de unos bolsillos vacíos, a mil kilómetros de su mujer y su hija, con la única ayuda de la solidaridad de la gente que todavía lo ven de buen ver para darle limosna, con la que comprará un bocadillo que ayudará a su espíritu a seguir luchando contra la vergüenza de oírse llorar sin un espejo al que mirarse.

Esta noche, Manuel, me ha enseñado que tenerle miedo a la muerte, hoy en día, es un privilegio pues significa que aún se conserva la dignidad y el honor que todo hombre debe poseer para serlo. Esta noche, la historia de Manuel me ha recordado que el Tercer Mundo lleva mucho tiempo recibiendo a la muerte con una cansada sonrisa.

martes, 27 de enero de 2009

Este año... Vandelvira



Cuentan las viejas lenguas que, cuando Cancerbero nos mece en la barca que nos hace cruzar las pantanosas aguas de la parca para desembarcar en la otra orilla de la vida, no nos vamos eternamente, sino que entre los viejos bosques en los que hemos deambulado se queda impresa nuestra esencia. Y si nosotros, anónimos polizones, partimos dejando el recuerdo de nuestros pasos, que decir del artista, que añade a su memoria el epíteto de lo tangible: piedra, formas, letras, pintura, colores… belleza.

Y si hablamos de artistas, por cercanía y “ubedanía”, hemos de hablar de Don Andrés de Vandelvira, que se hizo grande por lo que Úbeda le dio, y Úbeda se hizo grande con lo que Don Andrés la agració. Y así habla esta comparsa de Don Andrés de Vandelvira, disfrazando esa esencia que deambula por nuestras calles, que por estar rodeada de su obra, casi se siente revivir o renacer en los silencios de la noche. Y así hemos osado vestirnos con la piel de esta esencia, permitiéndole al artista tornarse en hombre que habla, dice y canta a su obra, a la ciudad donde emerge su obra y a los hombres a los que dejó el legado de su obra, requebrando a sus piedras, entristeciéndose por los males que le aquejan y despertando las conciencias de los ubetenses, para que sean el cofre que guarde el inmenso caudal de las dichas de esta ciudad.

Aquí está esta comparsa; aquí está este Vandelvira que no habla de su historia, ni de formas geométricas que dieron origen a tanta belleza, ni de piedras amontonadas de tal manera que se erigieron en las puertas del paraíso; aquí está esta comparsa camino de sus diez años, envuelta en un Vandelvira a nuestra manera; aquí está un Vandelvira que habla de Úbeda, para Úbeda y por Úbeda con la fuerza del carnaval: el corazón, rabia y alegría, y el sentimiento.

Para lo demás, a quién quiera saber, ahí están los libros. Esto es carnaval.

viernes, 23 de enero de 2009

La vieja María


Hay una anciana en mi pueblo, que por vieja perdió la vista, abandonada a la rutina de las prendas desoladas por el negro color del desconsuelo. Todos los días, aún cuando el febo no ha escalado el abismal precipicio de la noche, se la ve postrada en el mismo lugar donde descansan sus días; ya cuentan las malas lenguas que es incluso el mismo sitio donde ella se hizo su alcoba para soñar con sus tiempos, ya cuentan las ignominiosas lenguas que es allí donde siempre ha sido, incluso antes de que Santa Lucía la abandonara, pues dicen que antes de la ceguera también anduvo un poco loca. Pero dejemos las absurdas descripciones de un lugar que siempre ha habitado y que mi triste prosa nunca sabrá ponerle un emplazamiento en la mente del desconocido lector, y miremos a esta anciana de mi pueblo, que por vieja perdió la vista, a los ojos del sol, cuando ya la Aurora, de rosáceos dedos, ha iniciado el camino de la mañana. Al calor del día, el viandante que camine a su vera quedará hechizado por la belleza de sus rasgos, pues, aunque vieja, sigue guardando en su piel la lozanía de su pasado, fruto de unos padres que dicen mezclaron sus sangres en lecho sin cancela, la materna moruna y la paterna cristiana, y esa belleza es tan grande que, aquel que no haya cruzado palabra con esa anciana de mi pueblo, no es capaz de percibir el luto que la viste, ni la ceguera de sus ojos. Al calor del día, si generosa es la poesía de su triste figura, mil veces generoso es el viento tripulado por la cantinela de sus relatos, pues, aunque ella sabe que nadie la escucha, siempre está hablando a los que pueden escucharla. Dicen que loca está cuando el romance que es en sus labios alardea del amor que muchos reyes le profesaron, y los duelos que por su querer dignos y honorables señores libraron, derramándose noble sangre sobre el suelo de sus pasos; y por ello la tachan de loca, sin darle el beneplácito de la duda pues nadie sabe de sus años y vecinos más longevos que ella no pueden esclarecer la verdad sobre sus relatos. Tuve la suerte un día, recordado será en los días de mi vida y hasta en el día de mi muerte, de poder aposentarme sobre la caliza de unos de los bancos que hay a su alrededor y donde ella nunca se sienta, y escuchar una historieta distinta a la que estoy contando que de sus labios nació y parecía que solo a mí estaba hablando; me contó que constantemente, detrás de esos gatos que siempre la están mirando, oye murmullos de hombres que día a día, año tras año, siempre se refieren a ella, a su ceguera y a sus largos años, buscando la luz que a sus ojos los libre de la remembranza del olvido y el desconsuelo que mancha la perpetua belleza de su rostro; tuve la suerte un día de escuchar el llanto de esa anciana de mi pueblo, que por vieja perdió la vista, pues dice que esas palabras la seducen y la esperanzan con el deseo de volver a mirar al sol, pero nada es cierto en esas retóricas del viento, pues tras ellas oye la cercanía de unos pasos que se silencian a pocos metros de ella y que se alejan tras el tintineo de una moneda que golpea los adoquines sombreados por su vieja figura. Y es que la anciana de mi pueblo, que por vieja perdió la vista, da realismo a los comentarios que la tachan de falta de cordura, pues ese día allí postrado me contó que loca está desde el día que unos cuatreros, viendo su ajada figura, le dieron propina confundiéndola con una mendicante.

Y allí, en ese lugar que esta triste prosa no supo dar medida, posterga sus ilusiones la que por vieja perdió la vista, pues me contó para despedirse una triste letanía de versos llenos de sombras que algún dios le dijo en el silencio de la noche: me dijo que algún día recobraría la vista pero que seguiría siendo ciega pues así lo quisieron unas propinas.

Dicen las malas lenguas que la anciana de mi pueblo, que por vieja perdió la vista, no tiene nombre que se sepa, ni un apellido de familia. A mí, cuando me despedí de ella, me dijo que se llamaba María. La vieja María.

miércoles, 14 de enero de 2009

Vísperas


Al anochecer de todo Lunes Santo, ya esté ataviado del amable Marzo ya traiga la endiablada duda de Abril, mi costal acapara todos los momentos que el año me ha regalado, esas vísperas que dejan de ser durante el corto camino adoquinado que dura menos de un cuarto de hora y que Nuestra Señora alarga en el breve tiempo de tres o cuatro. En el claustro de Santa María, bajo el palio, dentro de la parigüela, al amparo de su Gracia, cuando se levanta por primera vez, en ese mismo instante donde el uno es todo y todo se hace unidad, el costal me susurra a la mente todas las dudas de un futuro tan corto, pero tan intenso, en el que como cada año reviviré mis vísperas, sometiendo a mi corazón a los dispares bailes que marcan la esencia de aquellas.

Es en la primera revirá, la que danzamos sobre el arisco empedrado del claustro de la ajada Santa María, la que más incomoda porque aún no eres trabajadera, donde comienzan a acariciarme las primeras vísperas: las de la madrugada de Martes Santo, cuando se acaban de cerrar las puertas del templo y arranco mis entrañas del fértil huerto de mi trabajadera, donde tantos amistosos frutos acaban de germinar, cuando veo el manto de Nuestra Señora rodeado de rostros extasiados, unos mojados en llanto, otros iluminados por una cansada sonrisa que no podrá nunca expresar esa amalgama de gozos que el costalero cobija bajo su alma. Así comienza a despuntar el recuerdo de mis vísperas, acabando este primer capítulo con el más caluroso de los abrazos: el de una mujer vestida de nazareno que se agarra a mi maltrecho cuello para susurrarme tras un beso un reconfortante “te quiero”.

Pero en este mundo tan real también existe un rinconcito para la paradoja. Uno puede estar a media altura, sintiendo en sus rodillas el peso del universo, percibiendo sobre su piel cada vello que nos viste enaltecido por la emoción de ser los pasos que a Nuestra Señora la presenten ante su pueblo; puedo escuchar el clamor y las palmas de agradecimiento de un pueblo entero y sumergirme a la par en mis vísperas, esas que son soledad, tristeza, vacío, silencio, las que empiezan a consumirme al despertar del Martes Santo cuando me doy cuenta de que todo se ha consumado. Es paradójico navegar entre esos dos mares, el de la algarabía y el de la soledad infinita; es paradójico acordarse en esos momentos de nuestras miradas cuando acompañamos a Nuestra Señora a su anual destierro a San Pedro, el peso de nuestros pasos por esos callejones tan distintos a los del Lunes; y si hablo de miradas no puedo callar el desconsuelo que siento cuando me ilumina la tristeza que Nuestra Señora dibuja en su rostro en esos primeros minutos en su capilla, mientras los más rezagados, los que nos apena dejarla tan sola, rezamos a nuestra manera. Es curioso que mientras doy mis primeros pasos sobre Úbeda al son de nuestra marcha me inunden esas vísperas tan llenas de vacío, las que son mientras languidecen los días de nuestra Semana Santa, que me golpeen el corazón los momentos tan fríos de un traslado de palio desde Santa María hasta la casa de Hermandad; la vuelta al mundo cruel y amargo donde comienzan las vísperas más agrias: esas donde ya no hay ensayos los martes y los sábados ya no huelen a incienso, cuando las noches ya no suenan a tambores y el viento es tan gélido porque el calor de las trompetas ha desaparecido. Cómo puede estar el corazón estallando en alegría en la primera arriá del palio y la mente acordándose y reviviendo esas cercanías tan distintas.

Y racheando el paso al compás de la música que acompaña a todas mis vísperas, voy comiendo calle, a veces recreándome, otras aliviando, desde la misma puerta del cielo hasta la esquina de la calle Juan Pasquau, secando el sudor de la salida con otro más limpio de intensidad y ansiedades. Quizá, mientras he descansado a la sombra de una saeta, he revivido los días de convivencia, pero no por ello despojados de trabajo y sacrificio, de nuestra Cruz de Mayo, o he sobrevolado un domingo de Mayo frente a Nuestra Señora justo antes de acompañarla en su Rosario de la Aurora; nunca sabré el número justo de reuniones de la Junta de Gobierno que he recordado y, en estos pocos metros que me quedan hasta la calle Juan Pasquau, me tomaré el merecido descanso de un verano con la única necesidad de bajar un día por semana a San Pedro para contarle mis cosas a Ella.

A Ella, a la que cada Lunes Santo se erige en reina de callejones como este de la calle Juan Pasquau que tras esta revirá se embriagará con Su belleza, con Su elegancia. Es el momento en el que mis ojos se cierran, mis dientes se enfurecen y mi cuerpo se entrega al sufrimiento desmedido que se siente cuando no puedes pero al quererlo lo haces. Cada milímetro de mis pasos, cada gota de sudor de mis poros, cada palabra que callo, cada esfuerzo desmedido que se realiza en esta angosta callejuela me transporta a las vísperas que se viven en nuestra feria; estos diez minutos de chicotá se convierten en diez o más días de feria, de trabajo silencioso, espontáneo y, gracias a los pocos hombros que te muestran su amistad, agradecido. Cada paso bien dado, firme y sin cinturita, capaz de evitar el roce del palio con algún balcón o alguna farola ingrata se transforma en mi mente en un fin de semana de traslados de la casa de hermandad hasta el recinto ferial, de sudor bajo el calor de una azada, del ruido de miles de bridas apretándose, quizá algún que otro mal momento, alguna discusión azorada, pero todos estos encaminados hacia un Lunes Santo que en estos momentos estoy viviendo y disfrutando.

Todo callejón desemboca en una plaza que dará vida a otro callejón, y este otro se hará Cava que nos llevará, a través de otra callejuela, hasta el balcón de nuestra cuesta de Granada; es aquí donde mi cansancio se agudiza y mis suelas ya no perciben el frío tacto del camino que cada año nos hace eternos. Un cansancio que me agota por el simple hecho de ser cansancio; no porque me duela, ni me duerma, ni me impersonalice, no, simplemente porque a lo que siento le he puesto el nombre de cansancio. Algo comparable a las vísperas que van desde feria hasta que llega nuestra ansiada Cuaresma, es lo que siento en ese terreno que no es de nadie y que me separa del momento álgido de los días previos al Lunes Santo: el cansancio de la espera, hastiados por el lento tictac de los días en donde se proyectan cosas para algo que veo aún lejano, esos días que se encuentran a la misma distancia de un pasado ya lejano que saboreas en el paladar de la memoria que de un futuro aún lejano que se agita con cada latido de tu corazón. Pero se acerca el abismo de nuestra cuesta y lo noto porque el aroma de San Lorenzo me embriaga los sentidos y el rumor de mi pueblo se oye ya cerca. Se apiada Dios de mi alma y nuestra cuesta se hace Cuaresma en mi mente: respiro incienso, recuerdo incienso, respiro cera, recuerdo cera, respiro arte, recuerdo arte, respiro Cuaresma en Semana Santa, recuerdo Cuaresma en Semana Santa. Bendita víspera la de la Cuaresma.

Y siendo costalero y amando con esta fiereza a la silueta del costal, hago respirar a mis pulmones y doy fuerza a mis músculos para subir el Arroyo de Santa María acordándome de cada momento que he vivido con los que ahora están a mi lado respirando el mismo aliento que yo. Llegará el día en que mi Cuaresma se desvista de las noches de ensayo, de las bromas, de las risas, de los piques, del silencio atado a la trabajadera y del sacrificio de la faja y el costal, pero mientras todo esto exista podré subir esta calle y revirar hacia Santa María rememorando las vísperas que han sido junto a los que portan conmigo a Nuestra Señora; junto a sus ilusiones, a sus miedos y a ese trocito de su vida que comparten conmigo. Por eso, cuando descanso frente a Santa María, en el tramo final de nuestros pasos, los miro y les doy gracias por este trocito de camino tan difícil de vuelta a casa que se ha hecho tan fácil saboreando cada momento que he vivido junto a ellos; porque cuando se abren de nuevo las puertas de Santa María y vamos entrando poquito a poco y sentimos de nuevo el peso del universo sobre nuestras rodillas, o quizá sobre nuestra alma, revivo las vísperas que hace unas horas saboreé junto a ellos, al abrigo de un café o un refresco, dándonos abrazos que nos libraran de la ansiedad o compartiendo un cigarrillo mientras el sol se ocultaba tras los campanarios mostrándonos el poco tiempo que nos quedaba de vísperas. Esas últimas vísperas que ahora, cuando Nuestra Señora ya descansa en el claustro de Santa María, cuando mi cuerpo va apagando el calor de la trabajadera, me inundan los ojos con su recuerdo: con los últimos paseos sobre Santa María, con los últimos abrazos con ellos, con el último calentamiento, con el último costal, con la última faja, con el primer aroma de nuestro incienso, con las últimas fotos, con las únicas miradas orgullosas que cruzo con los miembros de nuestra Junta de Gobierno, con la cobardía de mirarLa a la cara, con la última oración, con el primer silencio bajo Su palio, con la primera orden del capataz. Los últimos instantes de mis vísperas, los que he vivido hace pocas horas. Pero el ciclo comienza, resucita: cuando salga de la oscuridad ya no las recordaré; ya viviré otra vez ese primer capítulo de mis vísperas que ahora se diluyen en mi memoria: las de la madrugada de Martes Santo, cuando se acaban de cerrar las puertas del templo y arranco mis entrañas del fértil huerto de mi trabajadera, donde tantos amistosos frutos acaban de germinar, cuando veo el manto de Nuestra Señora rodeado de rostros extasiados, unos mojados en llanto, otros iluminados por una cansada sonrisa que no podrá nunca expresar esa amalgama de gozos que el costalero cobija bajo su alma. Y buscaré entre la gente a la nazarena que se agarre a mi maltrecho cuello, me dé un beso y me susurre al oído un reconfortante “te quiero”.