jueves, 28 de enero de 2010

Memoria del miedo


Hablar del miedo es hablar del exterminio sufrido por el pueblo judío a manos del nazismo; si hay un miedo que llega a partirme la sangre es aquel. Un miedo que no se puede combatir tapándose la cara con el amparo de las sábanas del sueño, ni con las mismas sábanas de una cama, ni con taparse los oídos y cerrar los ojos; es el miedo en sí, el miedo que se apodera de la persona hasta hacerla desaparecer, hasta anularla. Un miedo que hace no tenerle pánico a la muerte, porque a la muerte se le tiene miedo sólo cuando aún se respira, cuando se piensa, cuando te duelen los tormentos.

Ayer fue el día de la Memoria. ¿De qué memoria? Qué memoria almacena en sus anaqueles el dolor y la barbarie sufrida por un pueblo, y en sus actos no se percibe ningún atisbo de arrepentimiento, cuando aún se siguen cometiendo actos parecidos, nunca iguales, gracias a quién sea, a los que se llevaron a cabo durante la Segunda Guerra Mundial. El mundo sufre de amnesia, el mundo se mira en el espejo de su historia y no recuerda todos los errores en los que es imperdonable volver a insistir: la ignominia humana, la animalización – la que me ha recordado que describió Primo Levi, el maestro Manolo Madrid – de una especie casi divina. Vuelvo a insistir. ¿Qué memoria? Es de apremio festejar o celebrar nuestra memoria cuando nos sintiésemos orgullosos de no haber vuelto a tocar el fuego del infierno, de no haber visto y consentido la barbarie de aquellos que han tenido el atrevimiento de coger el testigo del nazismo: consentimos, entre otros, el genocidio en Uganda y la opresión del pueblo kurdo por parte de Irak, sin nombrar lo innombrable, lo repugnante, lo inmoral de un conflicto palestino-israelí al que no divisamos horizonte porque, quizá, estemos mirando hacia otro lado.

No celebré el día de la Memoria, simplemente me acosté a la sombra viendo como empezaba a partírseme la sangre. Recordé, al igual que Manolo, mis lecturas de Primo Levi y Vassili Grossman, y reflexioné sobre lo que realmente se debería recordar: el miedo, este miedo que aún se huele porque merodea a nuestro alrededor, este miedo que se fragua en la inmoralidad de la clase política y el absentismo moral de una sociedad acomodada frente al televisor, acostumbrada a almorzar con la visión de una torres derrumbándose, o el dolor impreso en el rostro del pueblo de Haití. ¿Y debemos tener memoria de la barbarie de hace setenta años? No. Hay que tener una memoria más a corto plazo y dejar de consentir que campe a sus anchas el mismo miedo que hizo temblar los cimientos y las bases del mundo civilizado hace setenta años.

martes, 26 de enero de 2010

Vuelta atrás


Dar la vuelta atrás, volver al sendero en el que un día tus pasos dejaron de caminar, conlleva aprehender las estaciones perdidas, con sus ya invisibles colores y el olor difuso de las flores que rompieron y murieron lejos del conocimiento. Volver atrás soporta la pena de recuperar lo vivido con la nostalgia inscrita en los momentos que se perdieron.

Así torno al pasado, desandando la lejanía con aquellas, con estas viejas zapatillas negras que sucumbieron al cansancio de seis reposadas madrugadas, con la certeza de no conservar ninguna herida que me eche en cara el encanto de tibias lunas, y el anhelo de poder estar donde no estuve. Ahora vuelvo a aquellas tardes de sábado que tanto me recordaban a los días de partido, al café de la tarde al arrullo de la candela de un inquieto cigarro, al petate bajo el brazo y la glotonería de revirás pausadas y chicotás de embrujo.

Con más años, con el reverdecer de las primeras nieves en mi pelo, pero con aquella misma ilusión que cuando tenía los ojos cerrados y el corazón abierto, me dirijo a la vera de Aquel que estremeció mis cimientos cuando su figura hidrató mis humores, pero sin la venda en mis ojos y el corazón un poquito más grande. Vuelvo para oír su voz en los quejíos de la madera, a que me devuelva la gnosis perdida en los bares del arrepentimiento, que me devuelva mi vida: lo que me hizo, lo que fui, lo que soy, lo que seré y lo que nunca he dejado de desear ser. Con más años, pero con las mismas ganas de ser junto a los que siempre hice míos.

He dado el paso que ha cambiado de dirección. Vuelvo hacia atrás. Vuelvo al principio.

lunes, 25 de enero de 2010

Febrero sin voces


No puedo creerme la cantinela de que hay que escribir lo que la gente espera: lo fácil, lo sentimental, lo superfluo, la rima tosca melódicamente bien medida; no puedo afirmar lo que no me gusta: odio los repertorios bonitos, vacíos de carga social, repletos de miedos ante el que juzga, en fin, en conclusión, banales. No puedo creerme un repertorio que he escrito yo.

Que suceda esto, que llegue a gustar a los que este mes de febrero nos escuchen, no me importaría, incluso me alegraría por las alegrías que acarrearía a todos mis compañeros de comparsa, pero afianzaría aún más mis convicciones: no vale la pena implicarse en una nave que no me lleva a ningún destino.

A mi el carnaval me tira, me gusta, por la potencialidad que puede llegar a tener, las criticas y los mensajes que pueden enloquecerse en la tinta del que los escribe y en las voces de aquellos que los cantan; reniego de un carnaval pensado y añorado por los días de fiesta y desenfreno en los que cualquier cosa es válida con tal de erigirse en protagonista de noches de parranda y patetismo nocturno. Si no está permitido volverse mordaz y cruel con aquello que entristece y enfurece a esta sociedad, si sólo está permitido adular al que se lo merece y acariciar la cara de aquellos que nos insultan, tomando esto como pretexto para tomarse unas cuantas copas con gente a la que le gusta disfrazarse, entonces me quedaré en mi casa, ideando un disfraz para mi familia que dé rienda suelta al gusanillo carnavalesco de cada año.

Me pregunto si serán los años, mis treinta, o la consolidación de unos principios que hasta este momento no habían aflorado a la superficie del mar de mis convicciones, los que me han hecho recapacitar sobre la verdadera carga de mi tren carnavalesco, pero, si he de seguir disfrazando mi pluma con flores de mayo, entonces me revelaré en silencio en el retiro de mi hogar.

martes, 5 de enero de 2010

Recuerdo


Se levantó, sigilosamente, apretando los dientes para neutralizar el punzante escalofrío que penetró en ella a través de sus pies; pudo llegar hasta el tocador gracias a la luz que proyectaba su sedoso camisón sobre el espejo y, antes de que la neblinosa oscuridad desapareciera entre el frío reflejo y el calor reflejado, encendió la luz.

Él, entre las calientes sábanas, no se inmutó.

Tomó asiento y, mientras alisaba sus largos cabellos enmarañados, sonrió ante la belleza, la hermosura y el esplendor que manaban de aquella mirada y aquella sonrisa. Así transcurrieron los minutos hasta que un lejano ruido de pasos fue acercándose hasta la puerta.

Apagó la luz, todo se sumió de nuevo en la oscuridad. La puerta se abrió.

- Madre, vuelva a la cama. Hace frío. No despierte a padre.

Una mano agarró su brazo y le hizo recorrer el camino a la inversa, despojándole del frío, devolviéndole al lesivo calor del sueño.

La puerta se cerró y el ruido de pasos se alejó hasta perderse entre los chirridos de una vieja cama. Encendió la luz de una centenaria lamparita de noche y antes de retirarla pudo ver la vejez de su mano. Contempló el espejo y el reflejo le devolvió la belleza, la hermosura, el esplendor de una joven mujer que sonreía entre los marcos de un cuadro. Puso de nuevo los ojos sobre la marchitada mano que presionaba el interruptor. La luz se apagó.

- ¡Qué bella soy!

Él, entre las calientes sábanas, no se inmutó.