martes, 26 de abril de 2011

Los Días de Úbeda



DOMINGO DE RAMOS

Atravesando el fino velo que separa las vísperas de su culminación, las emociones suspendidas en la recámara del recuerdo se desploman al alma de Úbeda por el peso implacable de los primeros clamores de cornetas que, en la mañana de cada Domingo de Ramos, se entremezclan con los suspiros de viejos olivos, aledaños a nuestras viejas murallas, para ir abriendo, desperezándolas, puertas y ventanas, frías verjas y vetustas cancelas que guardan tras de sí el tesoro más bello mejor guardado que esta ciudad debe entregar al mundo. Y en la tarde, cuando el febo está empezando a recorrer el camino de su exilio nocturno, esos torrentes de emociones llegan a desembocar, desde cada rincón de Úbeda, a esa Corredera de San Fernando que año a año se torna en el espejo donde la Semana Santa se viste con traje de gala; y en la tarde nuestro corazón arrancará otra hoja de su calendario, con el despojo de alegría y pena que conlleva ese acto, cuando la primera cruz de guía pise la lonja de la Trinidad, cuando un Jesús montado sobre un borriquillo, fruto de la gubia del maestro Palma Burgos, vaya marcando el camino que nos adentre en el museo en el que Úbeda se convierte en los días que van a llegar; nos muestre una Plaza Vázquez de Molina engalanada, un Real, un Rastro, una Ancha, una Nueva, calles que se vuelven reconocibles al hábil ojo del turista y el emigrante; un camino cuyo final es el preámbulo de la grandiosidad de los días que han de venir: un final de fuegos y ruidos que despiertan a los que escondidos dormían soñando su llegada.

LUNES SANTO

El Lunes, Santa María, abre con María sus puertas. Úbeda, tras sus usuales velocidades de comercio y trasiego, se dispone, entre azules y blancos, a ser testigo de la misión corredentora de María, la Llena de Gracia que, al son de las sempiternas maravillas del maestro Herrera y sobre la generosa filosofía del costalero, va acariciando los históricos adoquines de nuestras calles para adentrarse, entre rezos, saetas y lágrimas, en los recónditos rincones y callejuelas del barrio de San Lorenzo. Mientras, en la silenciosa y melancólica plaza de Santa Clara, un Cristo paciente, consumado en la pasión entre el barro y el fuego, incita a una sosegada y reposada oración entre balcones a medio abrir y a la cálida luz de los candiles de las esquinas. Y tan cerca, la Puerta de Granada que tan solitaria y bohemia ha recorrido el vaivén de los días y noches esperando a que aquella dolorosa perdida entre sinuosos callejones vaya asomándose, al paso del cansado costalero, al púlpito de la Cuesta de San Lorenzo, para quedamente ir descendiendo hasta un inquieto y anhelante pueblo que espera ver pasar a la Virgen de Gracia. Y el Lunes se torna en Martes sin dejar de serlo cuando la tribu asciende con María hasta el terrenal y, por mucho tiempo, vedado cielo de Santa María, que nuevamente abre sus puertas para, ahora, recibir el silencio, la oración y la lobreguez que sólo quedan interrumpidas cuando el palio de María se adentra con requiebros de bambalina en el claustro de la colegiata. Y con ella, se adentra otro Lunes en el baúl de nuestra historia.

MARTES SANTO

El maestro Palma Burgos tuvo la osadía de tallar con su gubia la madera para convertirla en oración, y la oración se hace presente en Úbeda en la noche del Martes Santo. Una oración clavada a la cruz que itinerante, año tras año, va sembrando de susurradores silencios todos los barrios y calles de la ciudad; silencios acompasados a golpe de báculo que, martillando adoquines, hace vacilar el ritmo continuo y pausado de los corazones que aposentados en las aceras esperan el paso de Cristo muerto con una persignación en los bolsillos. Noche Oscura, como en los versos de San Juan de la Cruz, en la que la amada no tiene mayor oportunidad de llegar al amado que acompañando a un Cristo que, con el peso de la pasión y el cansancio de la muerte, quiere abandonar la cruz para llegar hasta su pueblo; no hay mayor estado de sosiego y paz que acompañando a este Cristo mientras las estaciones del Vía Crucis se clavan en los sentidos y en las conciencias. Cada Martes Santo, en Semana Santa, en Úbeda se reza tomando como ejemplo los versos de San Juan de la Cruz:

En la noche dichosa,
en secreto, que nadie me veía,
ni yo miraba cosa,
sin otra luz ni guía
sino la que en el corazón ardía.

MIÉRCOLES SANTO

En la antesala de los dos magnos días ubetenses, al caer la tarde, se van cerrando celosías y persianas en las mercantes calles del centro, se preparan las viandas y comidas que servirán de sustento en el trajín que Úbeda guarda celosamente durante todo un año; y en San Nicolás se nos invita a la Última cena que será servida en la Corredera, en Real, en Vázquez de Molina y Montiel, entre cortinas de raso burdeos, a la luz de la típica tulipa ubetense y amenizada con los sones de la corneta y el tambor que con tantas sinfonías nos han obsequiado y tantos autores, tantos como ubetenses, han conformado sus filas. El pan y el vino, y el incienso, que hasta ahora había sido un viajero desapercibido, abren el telón de este teatro callejero donde se interpretará con magnificencia la Pasión de Jesús. Y mientras Judas, inquieto, se levanta de su cátedra en el sur ubetense, en el norte entrega con un beso al Hijo del Hombre que, sobre el cerviz de sus hermanos salesianos, viaja de lo nuevo a lo viejo, de lo amplio a lo angosto, del bullicio al recogimiento, siendo fiel testigo del prodigioso paso del tiempo pues, en su recogida, verá convertirse el Miércoles en Jueves.

El olivo de Getshemaní se adentra en el patio salesiano y las notas musicales que hacen bambolear sus ramas rompen letanías de sueños que, inmersos en una falsa quimera, despertarán con un mismo olivo, con una misma historia, con los mismos personajes pero en una ciudad distinta.

JUEVES SANTO

Con el verde y el blanco y el espíritu del olivar en las calles, Úbeda despierta y se engalana y se echa a la calle y se hace Jueves Santo, mientras desde Santa María, Cristo Orante y su Madre de la Esperanza, se elevan a través de calles que poco a poco van desperezando hasta transformarse en verdaderos cuadros bulliciosos. La mañana discurre entre caramelo de pirulí y niños jugando a ser penitentes, esperando a que la tarde sea anunciada con un ejército que, como emergido de las estribaciones de Mágina, se dirija hacia el claro bajo de San Isidoro donde al son de un desconsuelo se oscurecerá la tarde por etéreas nubes de incienso y la apacible sumisión del rostro del Flagelado. Celosas de su condición, las hordas romanas se entremezclan con el burgo, entre amarillos y granates, entre mantillas y palmeras, escoltando a la humildad de la gubia de Ruiz Olmos, trasladando a Úbeda a otro tiempo, a otros aires, a otras tierras. Es la estrechez de la calle Montiel fiel testigo de la sucesión de placeres plásticos: ella se convertirá en túnel por donde romanos y penitentes acompañarán a Jesús para mostrarlo en el salón de Úbeda al grito de “Ecce Homo”, “he aquí al hombre”; ella será testigo del anochecer del día cuando los balcones quieran rozar la columna a la que Jesús va atado y las paredes desaparezcan entre el hechizo embriagador de celestiales aromas mundanos; en ella resonará el eco de timbales y tambores salidos del aposento de San Juan de la Cruz, en ella sonará la Buena Muerte de Cristo a la que Úbeda guarda sus mejores estampas, sus mayores silencios: esa manera plausible de hacer oración antes de que el Jueves se escriba en el libro de historia de la ciudad.

VIERNES SANTO

El Viernes es mucho más que la prestancia presentada ante Pilatos en el Molino de Lázaro donde la música y el movimiento se suceden en intervalos de deleites y delicias para los sentidos; el Viernes es mucho más que una vuelta a casa tras la sentencia a la cruz entre melodías y silencios; el Viernes es mucho más que la serpiente de luz y purpúreo de un guión histórico y legendario camino de Santa María; el Viernes es mucho más que la espera de un rayo de luz iluminando la cara del Nazareno mientras el Miserere ahoga las aflicciones y los recuerdos de un pueblo y su diáspora; el Viernes es mucho más que la eterna caída carmelitana acontecida exclusivamente para volver a levantarse; el Viernes es mucho más que un calvario renacentista a los pies de San Juan de Mata y el varal cansado y destemplado del palio de los Dolores; el Viernes es mucho más que un regazo angustioso recibiendo a la muerte tras su descendimiento de la cruz; el Viernes es mucho más que el eterno tiempo de espera entre Santa María y San Millán, de calles vacías esperando volver a la plenitud; el Viernes es mucho más que una Soledad que huele a barrio, a barro y a saeta y a hombres sencillos y a amores inmensos; el Viernes es mucho más que la magnificencia de una catequesis plástica única y exclusiva de un pueblo sabio y respetuoso con su historia; el Viernes es mucho más que la fría lápida marmórea que recibe el cuerpo inerte del hombre. El Viernes es vivir cada minuto como si fuera el último pues el silencio apagado de los últimos tambores en Santa María someterán a las conciencias al peor destierro que Úbeda puede llegar a sufrir.

DOMINGO DE RESURRECCIÓN

Madrugadores cohetes anuncian que la Semana Santa aún no ha terminado: el rojo y el blanco pregonan que el momento álgido para todo cristiano ha llegado. Es hora de desplazar la rueda de piedra que selló con un estruendo la algarabía de los corazones en la oscura noche del Viernes Santo, de vestir los últimos atuendos festivos que se guardaban en el armario y echarse a la calle para celebrar la Resurrección. En San Nicolás, tal y como empezaba, empieza a morir la Semana de Pasión cuando el Cristo Triunfante del maestro Palma Burgos atraviesa el dintel gótico que se abre al último recorrido, al último itinerario, a las mismas calles de siempre que quedarán huérfanas de inciensos, de sones y bellezas. Himnos de gloria, himnos de paz, la última despedida de la Plaza Vázquez de Molina donde Cristo Sacramentado, instantes después, iluminará el renacimiento con el oro de la nueva alianza, el último paso por Real, Rastro, Ancha, Nueva y Corredera; la última marcha real, la última María que embriaga las razones con ese trocito de cielo inmerso en su mirada; la última puerta que se abre, la última puerta que se cierra; el último penitente que se esconde en su hogar.

Úbeda descansa, arrellanada en el sosiego del hogar, disfrutando de cada segundo soñado que se hizo realidad en el transcurso de los últimos días, deleitándose en los últimos reflejos esculpidos en la retina que, pasadas unas horas, formarán parte de los recuerdos guardados bajo llave en el baúl de la memoria. Úbeda descansa. Úbeda emprende el largo viaje de sus vísperas.


(Publicado en el libro de horarios de la Semana Santa de Úbeda 2011)


lunes, 25 de abril de 2011

Un cautivo, el Nazareno y un crucificado



En algún libro leí o en la calle escuché o en mi cama soñé aquel dicho que describe una Semana Santa como plena, completa y cerrada a aquella que entre sus imágenes dignas de devoción o procesionales cuenta con un Cautivo, un Nazareno y un Crucificado. Este dicho toma cuerpo y veracidad en esas grandes capitales que presumen de ser el ombligo del mundo en el primer plenilunio de la primavera: en Sevilla, entre crucificados y nazarenos, no sabría escoger el de mayor importancia o aquel que ostenta un mayor número de rezos y plegarias a lo largo del año, quizá porque no sea objetivo en un tema tan subjetivo como este, pero a todas luces y luminarias sobresalen de entre esa amalgama de barroquismo Jesús del Gran Poder como nazareno “tipo” y el Cachorro como crucificado “tipo”.

Ahondando un pasito más. Cada pueblo en el devenir de sus días, no sé si existirá alguna excepción, ha mostrado mayor devoción, mejor dicho, ha encauzado toda las devociones hacia la imagen de un crucificado, cautivo o nazareno. El ejemplo de Sevilla quedó claro pues de las dos imágenes anteriores a todos nos viene a la mente la imagen de ese nazareno moreno que llaman Señor de Sevilla; en Málaga en una primera mirada nos vamos al Lunes Santo para ver las lágrimas y flores surgidas al paso del Cautivo; en Jaén no habría duda aunque si la hubiese el Abuelo nos la resolvería en un abrir y cerrar de ojos; en Madrid nombramos al Cautivo de Medinacelli y podríamos seguir con dos o tres mil ejemplos más aunque para no extenderme en demasía necesito hablar de Úbeda.

Vivimos en una ciudad sin Cautivo, apéndice que nos desplaza de esa selecta comparsa de historias poseedoras de estas tres imágenes de Cristo; presumimos de tres Crucificados y entre ellos, a mi modesto modo de ver, emerge el recogimiento, la oración y la belleza que el maestro Palma Burgos nos entregó para la noche de Martes Santo; y por los siglos de los siglos llevamos dejando nuestra cruz sobre el piadoso hombro de un Hombre al que Úbeda llama Jesús. Por lo tanto, al carecer de una premisa (el Cautivo), la sentencia a la que nos referimos nos da la patada por respuesta: no estamos completos, nuestra Semana Santa no es plena, ni imaginemos por un instante que todo está consumado.

No nos rasguemos las vestiduras con el resultado: primero porque la tesis no ha sido elaborada bajo la censura de un auténtico método científico-semanasantero, y segundo porque el ubetense no necesita de adulaciones extranjeras, foráneas y/o exóticas para creer en la Semana Santa perfecta. Lo nuestro ha sido, es y será lo mejor, diga quien diga y caiga quien caiga. Preocuparnos deberíamos, sí, por ejemplo de la pérdida de nuestra identidad.

Se abrirá Santa María y Jesús volverá al lugar de donde nadie debió estar desterrado tanto tiempo. Y volverá Jesús, y no hablaré nada más que de Él, porque toca reflexionar sobre la imagen que durante los siglos de nuestra historia ha aglutinado la devoción cristiana en Úbeda. O el punto cardinal que nos marcaba el norte ha rotado o Úbeda se desboca, perdida en caminos y sendas señalizadas con otros signos. Durante siglos hemos guardado en algún cofre de algún rincón de nuestra casa una túnica morada, y aun sin haberla descubierto y haberle quitado las arrugas y el olor a rancio ha llegado la madrugada del Viernes y nos hemos enfundado el alma con esos ropajes, hemos desayunado envueltos en incienso con un rosco y un trago de anís; hemos bajado sin tulipa por la calle Real para reencontrarnos con Él, para reencontrarnos con nosotros mismos, para descubrir el único momento en el que Úbeda, y nosotros, ubetenses, ha sido fiel a su historia, a su costumbre y al verdadero sentir cristiano que deja de ser individual para en individualidades sentirse plural y único. Cuando muera nuestra memoria, esa que no siendo cofrade es de Jesús, cuando la diáspora ubetense desaparezca de la Plaza Vázquez de Molina momentos antes de las siete de la mañana, cuando esa plaza tan nuestra se vaya quedando vacía de silencios y rezos, de lágrimas y suspiros, y se vaya llenando de risas, jolgorio, resacas, coletazos de insomnio y falta de respeto, entonces, los que vemos la salida de Jesús como el termómetro de la salud de nuestra Semana Santa, tendremos de qué preocuparnos. Y últimamente, si pienso en mis años de chiquillo y los comparo con los actuales, me desvela y me entristece cuando en vuestras mañanas, que hice mías como acérrimo ubetense, llego a mi encuentro con Jesús y no encuentro problemas ni obstáculos para coger el mejor lugar para ver su salida.

¿Se pueden poner soluciones a este despojo que Úbeda y los ubetenses hacen de su pasado y sus costumbres y sus sentimientos y sus devociones? Si la respuesta la encontramos en cambios superficiales, en olvidar las ruedas y acordarse de costaleros, en inventarse músicas donde ha reinado siempre el silencio e importar menudencias que sólo pueden brillar como el oro en otros contextos y en otras hermandades, entonces andaremos (hablo en primera persona del singular porque me siento Jesús) despistados.

Esta cofradía de Jesús, la vuestra y la que debe ser de todo ubetense, es Úbeda en Semana Santa, como el Gran Poder es Sevilla en su Semana Santa, o el Abuelo es Jaén. Úbeda no será más Úbeda un Lunes Santo, o en el Desconsuelo del Jueves Santo, o en el Molino de Lázaro que abre la madrugada; no, esos momentos son apéndices de un busto tallado, a base de historia y respeto, todas las mañanas de Viernes Santo, todas aquellas en las que hemos esperado ese rayo de luz iluminando la cara de Él, en las que nos hemos emocionado con un Miserere sonando entre clamores de gorriones y vencejos, en las que han brotado lágrimas de destierro en los ojos tristes de nuestros emigrantes, todas aquellas mañanas llenas de silencios en las que Úbeda ha dicho, por los siglos de los siglos, hágase mi Semana Santa.

No está en vuestra mano, hermanos de Jesús, volver hacia atrás esta evolución/involución que nuestra Semana Santa lleva sufriendo desde hace algún tiempo atrás. Sólo podéis llegar a ser los únicos testigos de lo que fue y nuestros antepasados quisieron perpetuar como el instante idóneo donde el ubetense, en Semana Santa, debe decir Amén. Si esto ocurre y las siete de la mañana del Viernes se torna en un momento más ocurrido en siete días, de nada servirá que Úbeda tenga un Cautivo, un Nazareno y un Crucificado porque en vez de estar plena, completa y cerrada, se habrá vaciado de todo lo esencialmente trascendente que nos queda.

(Publicado en la revista Jesús 2011)