EL CUERVO
Una vez, postrado de rodillas ante el fiero pliego que
aboca al abismo, decidí que llamara a mi puerta. Saqué un trozo de incienso del
bolsillo, prendí el carboncillo de mi mesa y el humo que aserraba mi cabeza,
con esas lindezas que por aromas lleva consigo, quedamente se escapaba por la
puerta, llamando a la puerta del vecino. Ya ni recuerdo la noche en la que
sucedió; sólo me invaden recuerdos turbios de alcohol, un fanfarrón en la
lengua; y el toc-toc tras la puerta. ¿Quién será?, dije yo. Quizá el sol con su
resaca, quizá la luna con su fuerza.
Un lúcido recuerdo, atado ineluctablemente al más
corto mes del año: mis ardientes deseos de jinetes polacos me allanaban la
senda hacia la taciturna y pestilente taberna del íncubo cantinero. Allá
pudieran habitar libros, nuevos mares de tinta con rimas y mierdas; allá
pudieran la fama y la belleza coronarme en el bufón real de los fueros cultos y
culturales; allá pudiera matar la ilusión de ser docto en proclamas. Y el humo
sagrado se escapaba entre los resquicios de mis fronteras; el humo tan mío y
con su nombre. Lebonah, incienso puro de mi infancia, de mis principios y mis
comienzos; quedaba sin nombre: no existía.
Yo, que había vagado por la oscuridad y la soledad:
el silencio; paseaba sin desmayo por los abismos a donde llegaban los ecos
ingratos de la sátira y la ironía. Paseaba como siempre, oscuro y solitario; y
en ese impasse ante el espejo, mientras preguntaba a mi reflejo por la pasión
desmedida por la cobardía, oí los golpes sin dueño que aporreaban los cristales
de la ajada ventana. Será el viento del Norte, pensé yo, que viene a pregonar la
primavera con su partida. Y con un cigarro en la boca, y un chisquero en la
mano; me abalancé sobre el pomo de la lumbrera que en la noche brillaba de pura
negra.
Sin asomos de reverencia, sus alas libres ventilando
la estancia, su pico mordaz escondiendo el graznido; un cuervo zaíno y tolondro
puso a posar sus patas sobre el busto de la inteligencia y la sabiduría que
presidía mi alcoba. ¡Criatura del diablo, sal de esta casa!, apelé a la
fantasía de que los animales tuvieran entendederas humanas. La fresca seda de
las cortinas danzó de la mano del viento tenaz que se colaba por la ventana, la
pequeña pira que derretía la cera sobre la mesa titubeó. El cuervo, tras los
espasmos efectuados en la contemplación del nuevo hábitat, púsose a picar sobre
la frente de tan sabia sabiduría. Y acostumbrado, como estaba, al canto de los
vencejos sobre las plazas moradas de amaneceres nazarenos, no tuve otra
respuesta que el miedo hacia lo extraño y lo desconocido. Aquella sombría ave,
ahora me miraba con sus anaranjados ojos, invitándome a una conversación
inexistente en la razón y pendiente en la imaginación.
-
¡Oh,
mística criatura de plumaje negro! Sombra de brujas y
muerte; pozo de risas y llantos. ¿Cuáles son tus intenciones? ¿Cuál es tu
nombre? ¿Acaso yo te invoqué?
Y la criatura dijo:
“Carnaval”.
Y así me fui acercando
hasta la mesa, venciendo la distancia que me había separado de ella, mientras
el cuervo me observaba con sus traviesos ojos iluminados en la oscuridad de su
penígero cuerpo. Me sumergí en el delicado mar del papel, intentando describir
lo que los tácitos graznidos del negro cuervo despertaban en mi conciencia. La
noche, a su lado, envuelta entre las luces y las sombras que iban y venían al
compás del viento y el fuego; fue maquillándose con mágicos segundos eternos.
Nada permanecía ya sosegado, tal y como había sido hasta siempre. Los fonemas,
que habían surgido continuamente ajenos a la rima, nacían ahora armoniosos y
musicales, perfectamente encasillados en octosílabos, endecasílabos y versos
libres. De las tinieblas escondidas en las paredes, fueron surgiendo bemoles,
corcheas, blancas y negras que viajaban entre las cuerdas de una guitarra, que
dejaban sus equipajes en la atorada mente de un humilde aprendiz de
escribiente. Y la pluma me maldecía, celosa de que mis atenciones estuvieran
embarcadas en la góndola que el ave trajo consigo.
-
Serás ave de paso, viajera en un
descanso, que te has posado entre estas paredes para coger fuerzas y seguir con
tu camino. Pero estás dejando en mi alma la adicción a tu presencia, aun mucho
antes de que te hayas ido. Son verdes, los campos verdes, salpicados de los
seis colores restantes del arcoíris, los pastos que sobrevolarás con tu tétrica
silueta; y has decidido descansar, entre el silencio y la soledad que reina en
mi casa. ¿Qué buscas? ¿Qué manjar puedo procurarte?
Y el cuervo dijo:
“Carnaval”.
Y así, plegado a la
quietud inmensa que trajo consigo, el ave mora en mis adentros a través de su
mirada. Si silencio es lo que muestra, a mi alma sólo le entregó con él,
desasosiego y ansiedad en su presencia.
“Habita sombra entre
mis casas, queda en paz sobre esa inteligencia decapitada. Haz de tu graznido,
alimento para el eco perdido en las paredes. Yo te abrí la ventana, sabiendo
que te mimetizabas con la noche, y que harías de mis noches tu morada. Habita
entre mis casas, en la cocina o en la solana, allá donde un verso se escriba
con requiebros de guitarra. Quédate en mi vida, cuervo ingrato; otras almas lo
reclaman. Si tanto tiempo pasas a mi vera, si tanta muerte le donas a mi vida,
si tanto olvido quieres imponerme… habita entre mis casas, no tengas prisa: tu
marcha, por más deseada que sea, nunca pondrá un remedio a tu venida.”
Y el cuervo dijo:
“Carnaval”.
WILLIAM
WILSON
Permitan
que, por el momento, me presente como William Wilson. La página inmaculada que
tengo ante mí no debe mancharse con mi verdadero nombre.
Pienso que para que sea carnaval no hace falta que nazca febrero, las fechas
son una invención para atar al hombre a la presencia del tiempo. Mi primer
disfraz vino con la Navidad, a la pronta edad de no tener conciencia, en casa
de mis abuelos, antes de que sonaran las doce campanadas de un año ignoto para
la memoria. Aquella imagen virtual de un niño vestido de viejo, con un bigote,
unas gafas y una boina es el único recuerdo que tengo de haber vivido
disfrazado sin un sentido claro y definido. Todo lo demás tuvo su sentido: me
disfracé como cualquier niño en las calles de mi barrio: de bandolero siempre
que lo indios estuvieran persiguiéndonos; de estrella futbolística para marcar
infinitud de goles en la portería sin redes de cualquier cochera; de pirata con
parche en el ojo, escondiendo los tesoros más preciados que se pudieran
esconder: un mapa sin recompensa, un trozo de mármol brillante o la correa que
usarían los contrarios para molernos a latigazos una vez encontrada. Todo
disfraz tenía su sentido: el juego y la imaginación. No recuerdo el carnaval
vestido del frío de febrero. Ni siquiera en el colegio nos obligaban a
aprehenderlo. Nos dejaban libertad de elección, y yo prefería seguir disfrazado
de niño al que no le gustaban los maquillajes, los tules y los complementos.
He sido un niño de ese
carnaval, y no conocí más plazas y calles que las de mi imaginación; hasta que
me encontré de frente con el carnaval que hoy vengo a pregonar. Fue en la única
cabalgata que anduve de niño, y, aunque disfrazado de zombie, mi disfraz era
una idea y una crítica que un niño de once años gritaba y denunciaba de esa
otra manera que la sociedad me permitía. Era un niño de once años que, mientras
sus amigos de grupo iban y venían por las aceras asustando a los más jóvenes y
a las niñas, iba mostrando una pancarta en la que enunciaba la causa de mi
muerte, que no era otra que la subida inmoral del precio de la electricidad.
Ese fue el único carnaval de febrero de mi infancia, al que despedí en la plaza
1º de Mayo al son de una chirigota que se disponía a cantar las primeras coplas
de aquella fría noche.
He sido un ser
despreciable, enemigo de actitudes vanas y profanas. He vilipendiado a mis
amigos por el simple hecho de entregarse al sonido del bombo, la caja y el pito
de caña. Me he reído de ellos y de sus malas voces cantando las trovas celtas
de la Puerta del Sol. No entendía sus cuernos en la cabeza, ni sus pinturas de
guerra, ni sus viajes carnavaleros al centro de la ciudad; y por ello los
despreciaba y los ninguneaba, porque aún seguía pensando que disfrazarse era
hacer el paria y desaprovechar las oportunidades que la vida te brinda para
realizarte como una persona de provecho y decoro. El carnaval estaba vacío, era
un campo de batalla devastado por los fuegos de tanques y aviones, donde yacía
el cuerpo sin vida de la infantería. Sus chistes no me hacían gracia, sus
críticas caían en saco roto, su alegría sólo era comparable a la de un payaso
tonto y triste.
Era parte de una
sociedad que había vagado entre la censura y el miedo, y había aceptado que las
manifestaciones con las que se erguía de nuevo el carnaval, traerían lasitud y
atonía a las nuevas generaciones, entregadas al intenso trasiego profano que
volvía a cerrar tabernas y antros nocturnos. Yo, William Wilson, que me venía
al mundo mecido entre letanías de lamentos y tambores, tan distintas, entendía,
a los requiebros de guitarra y al platillo; osaba pensar de esa manera tan
retrograda y anacrónica, siendo censura sin haber sido objeto de ella. Y mi mal
provenía de esa costumbre española de criticar todo lo que no comulgue con
nuestros credos e ideales.
Cultura de estraperlo,
culturilla que no era merecedora ni tan siquiera de estar impresa en panfletos
y libretos. ¡Qué derroche de papel y de tinta malversada! Empezaba a seguirla
para detestarla, ahora sí, con argumentos basados en la experiencia y la
observación. Dejé atrás el barrio para civilizarme con nuevas amistades y
ambientes, y no tuve más remedio que chocar de frente con la retahíla de coplas
y disfraces que iban mendigando, como siguen haciendo ahora, por bares y
discotecas, aplausos y risas. ¿Pobre recompensa? ¿Baja autoestima?
Duró lo suficiente
nuestro encuentro, ahora no sé ponerle tiempo. A la par que fuimos
respetándonos, al fin y al cabo formábamos parte del mismo detalle del pueblo,
entendía los motivos por los que alzabas la voz y, con ella, tu canto. Una noche,
de febrero, por supuesto; me acompañó hasta casa un hombre recién hecho, que se
presentó como William Wilson, pongamos que también se llamaba así. Tenía rasgos
parecidos a los míos, era su sombra metáfora de la mía, y tenía la virtud,
siempre he pensado que esa capacidad más que un defecto es su contrario, de
hablar tan quedamente que casi susurraba. Siempre aparecía en las noches del
mismo mes, durante los años suficientes para no recordarlos, tras alguna sesión
de carnaval de la bohemia ubetense; me hablaba de carnaval, de las agrupaciones
que yo había detestado, de disfraces que dejaban atrás problemas, penas y
sufrimientos, de la oportunidad que brindaba el carnaval al vulgo para bien
sonreír ante las adversidades, bien rebelarse contra ellas; me hablaba de la afición
compartida por la escritura y la poesía, y el papel en blanco camuflado tras
las cocheras de ensayo, dispuesto a ser manchado con la verdad de la vida que
sólo podía escribirse en carnaval; de esa literatura llana y espontánea que
llegaba a todas las mentes y que tan obtusa me había llegado a parecer a mí. Eran
tan dulces sus insinuaciones que incluso llegué a pensar en tirar por la borda
largos años de ataques contra esta fiesta profana. Aquel William Wilson
desapareció en la bonanza de su mismo advenimiento, y no volví a verle hasta
aquella imborrable noche.
La misma en la que me
miraba en el espejo, inquiriendo a mis adentros una respuesta a mis dudas. En
el reflejo del cristal vi cómo se abría la puerta y la figura de mi semejante
se acercaba hacia mí. Y al igual que siempre, su susurro inquietaba mi
conciencia y aceleraba mi turbación. Harto de volver a verlo, rompí en mil
pedazos el espejo que nos reflejaba, y con un retazo de hielo abrí las entrañas
de aquel William Wilson pérfido y petulante.
Desde entonces sólo he
vuelto a mirar un espejo cada año. Su reflejo me ha entregado un elegido, un
constructor, un soldado, un mayordomo, un maya, un artista, un ladrón, un
duende, un fantasma, la muerte. Como cuando era niño y jugaba en las calles a
ser mil personajes. Entonces, con aquella bendita inocencia, no necesitaba
disfrazarme para sentir el carnaval. Ahora, bendita locura, necesito ser
carnaval para no dejar de ser niño.
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Buenas noches,
bienvenidos. Carnavaleros todos.
Y yo pensaba que esto
sería como el pregón de mis sueños: que habría estado en la puerta del teatro,
saludando a todos los presentes y recibiendo los parabienes y ánimos que con
toda la sinceridad, o no, posible, saldrían de sus gargantas. Llevo una hora en
las entrañas del teatro, con la única compañía de tres personajes carnavaleros
que, en mala hora, propuse para presentar a este humilde orador. Uno Viedma. No
he conseguido hacerlo callar; que si el disfraz es un poco soso y
“acarnavalero”, que si Edgar Allan Poe no hizo nada por el carnaval ubetense
como para darle este rendido homenaje; que el decorado es demasiado pobre pues
unos simples libros no pueden dotar al espacio escénico de vistosidad febreril
y empaque comparsista; que el maquillaje es demasiado pálido para pregonar una
fiesta tan colorida y coloreada. Este Viedma, siempre en los detalles; como si
el pregón debiera de tener la categoría que a las comparsas ubetenses se les
presupone y se les requiere. El otro, el Canorras. Nada más que metiéndome prisa
y celeridad; que tiene ensayo con la tuna, que no nos podemos acostar tarde
para estar mañana a pleno rendimiento en la final, contándome que no sale en la
Gracia porque sería disputarle el puesto al Sito y, eso, son palabras mayores;
siempre con sus cosillas. Y el último, el Boni. Que le han traído de Madagascar
unos lémures que con el mueble del cuarto de aseo quedarían muy bien, que
posiblemente el próximo año tenga que perdonarle, que lo mismo vuelve con la
comparsa de sus primos, que lo entienda, que es mucha la presión, que lo mismo
cuando termine carnaval se apunta por fin al gimnasio. Los mismos chascarrillos
de siempre, los mismos que nos acompañan en la infinitud de noches en las casas
de unos y otros, a altas horas de la noche, cuando el hambre aprieta y nos
apretamos todo lo que el frigorífico de turno nos ofrece gentilmente. Es el
pregón de mis sueños, y en él siempre tuve claro que ellos serían los
encargados de intentar describir al indescifrable hacedor de estos primeros
párrafos. Está claro que uno de los principales motivos por los que soy
pregonero, es porque mis mejores amigos son carnaval; y lo son por el carnaval.
Gracias, hermanos, por vuestra amistad, por vuestra predisposición y por amar
tanto esta fiesta.
Pero a lo que iba. Y yo
que pensaba que esto iba a ser el pregón de mis sueños, y me veo aquí: más solo
que el cornetín del Santo Entierro. ¿Dónde está la Unión de Comparsa y
Chirigotas de Carnaval? Yo pensaba que esta proclama sería como la que se dice
en Semana Santa, siendo el protocolo cuasi idéntico. Ya me veía yo en el centro
del escenario, serio y complaciente, flanqueado por el ilustre presidente D.
Luis Cobo a mi izquierda, y a la derecha, como no podía ser de otro proceder,
de Su Señoría; siguiendo la estela, a izquierdas y derechas, cada uno de los
directores de las diferentes agrupaciones carnavalescas ubetenses, de mayor a
menor longevidad. Aquí, a este lado, el Cano; allí, en el otro, el Lechero; y,
sucesivamente, Quero, Koli, el Chinarro, Petos (suelta la cámara), Edu, Troche
o Moche, Carlos el Quemao, el Sito y la Sita. ¡Qué plantel, señores! Todos más
rectos que el Moyar el año que fue de gitano. Un poquito de incienso tampoco
hubiera estado mal. Todos muy serios, mientras el respetable (o sea, ustedes),
se iría levantando de sus butacas para oír el himno, sin parangón, del carnaval
ubetense: “Y ahora nos vamos ya de aquí, quien quiera que se venga, quien
quiera que se venga; pero vengarse no está bien”.
Nada ha sido como en
mis sueños sucedía. Sólo me queda esperar a que Santi sea presidente de la
Unión de Cofradías. Pero Santi, cucha que te diga, tampoco tengas prisa.
Este año todo han sido
prisas, lo entiendo y lo respeto. Pero de aquí no me voy sin que suene la
elección del pregonero.
Carnecita
de gallina se me puso aquella tarde
cuando
me chifló el Facebook:
vi
que Manolo Madrid, sin yo hacer ná, puso un mensaje.
Buenas
tardes Don Medina, en el móvil lo leí,
la
ACCU, se quedó en mantillas;
y
no encuentro medicina que me pueda socorrer.
Quiero
que seas este año el pregonero y no acepto negación,
y
una a una, fui contando cada luna
que
quedaba pa´l pregón. ¡Qué marrón!
Pasao
mañana, era “pa” pasao mañana,
por
mi madre y por mi hermana,
de
donde saco la letra, de donde saco un forillo.
¡Madre
que me entró cagueta!
Pasao
mañana. Vi que era poco tiempo,
igual
que el que llevo siendo del carnaval, majareta.
No
sé cómo quedará, si le gustará a la gente;
los
que fueron antes que yo pregoneros son la leche.
Que
sea como haya de ser, ojalá que fuera ayer
y
estuviera aún escribiendo.
Cierra
Rano el Ideal,
pero
deja el wáter abierto.
EL
GATO NEGRO
No
espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me
dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan
su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño.
Algún día he de morir, no soy inmortal como llegarán a serlo el Litri y
Zorrica; ni quiero hacerme dueño de ningún escaño vitalicio, como pretendía
hacer Marcos con la presidencia del jurado. Algún día he de marchar y bastante
tiempo anduve inmerso en la apatía social propia de la infancia y la
adolescencia como para desaprovechar cada segundo vivido sin denunciar y
maldecir las injusticias y mezquindades de esta vida. Si se piensa que la nobleza
y la bondad pueden arreglar los problemas del mundo, reduciendo los males y las
ofensas con su amilanado silencio, sin rumbo erraremos, abocados a la
esclavitud y al ostracismo. Y si algún día he de morir, la muerte, antes de
sacar mi alma por la ventana, llamará al
portón de mi casa y pedirá permiso para entrar.
La crítica inteligente,
la ironía escondida, la sátira audaz: idiomas del carnaval, lenguajes
subversivos ante el miasma de afrentas que la vileza imperante nos regala a
hurtadillas. La revolución permanente, la defensa de la libertad de expresión y
el menosprecio a la esclavitud de nuestras libertades. Tantas veces nos hemos
callado, tantas veces las hemos obviado, aborregados en el bienestar de nuestra
ufana existencia; las hemos maltratado, vapuleado, vilipendiado. Y nuestras
libertades ahí, observándonos, a nuestro lado, como el negro gato fiel que
espera ser acariciado por su amo, mirándonos con un solo ojo; huero el otro por
los golpes de nuestros silencios. Y qué es el carnaval sino la esperanza de un
mundo que observa al vulgo alzar la voz al vuelo y rebelarse contra las
miserias humanas.
No he entendido el
carnaval sino como el lienzo en blanco donde nuestras apatías y desalientos
puedan ser escuchados y leídos. La carnavalización de la literatura, como arma
arrojadiza del poeta anónimo y callejero. Y que somos nosotros sino simples
vagabundos mendigando una atención a nuestra palabra. A nuestra palabra, que al
fin y al cabo es la del mundo mundo.
Recuerdo a mi abuela,
sentada frente al televisor, en las tardes invernales en las que solía
visitarla antes de irme a ensayar con la comparsa. Me decía: a ver, hijo mío,
cuando tienes un rato y te cuento como era el carnaval de mi época. Nunca
tuvimos ese momento, por la mierda de tiempo sin tiempo donde nos movemos; pero
aunque no diera para escribir el libro que ella deseaba, si sirvieron sus
cantinelas para saborear el carnaval de otro tiempo; de ese otro tiempo sin
libertad, bajo el yugo de la censura y el despotismo. Me tarareaba, con su voz
temblorosa de bella anciana, chascarrillos melodiosos que los hombres y mujeres
de nuestro pasado cantaban por carnaval. Canciones valientes que sonaban en los
quicios de las casas, y en las calles abajo, plenas de vulgaridades propias de
la ignorancia y el analfabetismo. Chistes verdes y canciones para hacer sonrojar
a las mujeres eran la sonata eterna de un tiempo en esclavitud eterna. Mi
abuela pasaba hambre como cualquier madre con siete hijos, mi abuela no era
instruida, como cualquier madre de siete hijos; pero mi abuela cantaba letras
absurdas, en carnaval, para un mundo también absurdo. Tanto le debo a mi
abuela, como cualquiera de nosotros les debemos a nuestros padres y nuestros
hijos. Es por ello, que en este otro mundo también absurdo, estamos en la
obligación de evolucionar las canciones absurdas de otros tiempos: absurdas por
la opresión y la vigilancia a la que estaban sometidas. Nuestro tiempo, si otra
libertad no tiene, ostenta la falsa libertad de usar la libertad para alcanzar
la verdadera. No podemos convertir el carnaval en una farsa; no podemos
desnaturalizarlo mediante el pasotismo y la inmoralidad impuestos por las redes
sociales. Un libro, mi abuela nunca leyó un libro; un lápiz, mi abuela nunca
usó un lápiz; libertad de expresión que tampoco poseyó; más que un portal y una
calle abajo, oídos para nuestras palabras; carnaval nuestro gracias a sus
luchas y conquistas. Demasiado le debemos al pasado como para despistarnos y
destruir nuestro futuro.
Por mi abuela, la
literatura y los libros de historia nunca he tenido miedo a escribir para
carnaval. A pesar de perder amigos emparentados con mi otra gran pasión de la
Semana Santa, debido a la escritura de algún verso crítico hacia el nexo que
nos unía; a pesar de que mi cuenta de correo un día fuera usurpada por un tal
Mohamed el año que escribí la comparsa Alcazaba; nunca he dejado de escribir en
libertad y comprometido con la buena moral y la defensa del más desprotegido.
Ni siquiera el temor hacia un clan que convive con nosotros, pudo acallar un
pasodoble dolido e iracundo. El año que los Pikikis saquen una comparsa, tendremos
motivos para asustarnos.
Mentimos confiando en
la bondad del mundo, nos confundimos creyendo que los problemas serán siempre
ajenos a nuestra casa. Nuestra casa no son las cuatro paredes de nuestra casa;
nuestra casa es el mundo y nuestro prójimo es parte de nuestra propia
existencia. No hagamos del carnaval una boda sin Eucaristía. A Dios no le
gustan los lamentos ni las letanías. No es el típico comparsista dulce e
insensible que va perdiendo aceite cual enamorado zorrillesco a la luz de la
luna, cantando el “yo me enamoré de ti por culpa de los carnavales”. Dios es
más viejo que el mundo, y este no se ha creado en siete días como cantan los
tristes profetas. El mundo lo hizo Dios a base de protesta y condena, y es
nuestra obligación, como parte innata y creadora de su mundo, izar nuestra voz
y nuestros actos en pos de la salvaguarda de nuestros derechos y libertades.
¡Ay, estrellitas del
carnaval! Todas las estrellas del cielo sobre vuestras cabezas cayeran, cada
vez que una copla sin sentido emergiera de vuestras cuerdas vocales. El
compromiso social como carnavaleros debe empezar con un no, en el mismo
instante que leáis un pasodoble que empiece con la letra A, y termine con la
letra Z. La poesía debe ser camino, y no un fin en sí misma; el arte por el
arte, a veces es arte; aquí no, caballero. Y para aburrir o denigrar a la
inteligencia del mundo, ya existen artificios como Mediaset, el disco de
Paquirrín o un mitin político. Y amén con vosotros también, pueblo sabio y
libre, jurado feroz de las trivialidades en las que solemos caer los quijotes
carnavaleros; no os calléis una ofensa ante la ofensa de un repertorio huero.
Vivimos con la compañía
de un gato negro, nuestro compromiso social y la libertad de expresión,
ahorcado en otros tiempos precedentes. Y no hay otra acción íntegra y honesta
que la de acariciarlo, alimentarlo, proporcionarle cobijo y pasear con él por
la calle, ya sea el cielo raso o ennegrecido. Sus maullidos son nuestra
consciencia, y para bien o para mal siempre revelarán nuestros gritos y, para
más vergüenza, nuestros silencios.
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Este pregón es el arma
definitiva que Manolo Madrid ha creado para erradicar definitivamente el
carnaval. Los astros se han confabulado en contra de esta fiesta. ¿Qué hago yo
aquí y el Litri escribiendo el pregón del costalero? ¿Está este mundo en lo cierto?
Yo, que lo más parecido a un buen cuplé que haya escrito fueron mis primeros
pasodobles. Creo que mi problema reside en el lugar donde casi siempre me he
sentado a escribirlos: del wáter no puede salir nada bueno. Incluso este año,
cuando todo estaba de mi lado para ser el único que escribiera algo sobre el
accidente del caballo del Prendimiento, me quedo sin dar la exclusiva. Envidio
los cuplés de Jose Angel, de Poveda, del Lechero y su tropa, del Chirru y su
experiencia; envidio al letrista total que guarda Santiago Muñoz en su casa;
pero uno sabe cuáles son sus limitaciones y las acepta. El humor es una
cualidad de la inteligencia; creerse gracioso sin serlo es un rasgo de la
necedad.
Y si no puedo sacar la
carcajada, permitidme regodearme en haber podido dibujar sonrisas tontorronas y
soñadoras. Aquel “Y lo mejor de esperar el tren es cuando por el andén pasean
las muchachitas engalanadas, y con el aire que levanta el trenecito cuando
arranca me alegro yo la vista porque, ¿sabes lo que pasa?, a todas ellas las
faldas se les levanta”, nos valen mil cuplés, Antonio Tomás. O la Daysi,
Maikel; échale risas a la Daysi.
Ernesto Sopena: A MI ME
GUSTÓ MUCHO LA DAYSI, MUCHACHO.
Pregonero: OIGA, SEÑOR,
¿QUIÉN ES USTED?
Ernesto Sopena: ERNESTO
SOPENA, PARA SERVIRLE. NATURAL DE LA VIEJA, COMPARSA DEL MAIKEL.
Pregonero: SALGA AHORA
MISMO DE MI PREGÓN.
Ernesto Sopena: USTED A
MI NO ME VA A DAR ÓRDENES. YO HE SALIDO DE CUBA, MI HELMANO, Y TENGO TODA LA
LIBERTAD DEL MUNDO PARA DECIR Y HACER LO QUE QUIERA. BASTANTE REPRESIÓN TENEMOS
ALLÍ CON EL COMANDANTE CASTRO.
Pregonero: POR FAVOR,
NO VUELVA A PONER ESA MUGROSA GORRA EN MI PELO. ME ESTÁ DESPEINANDO. ESTO ES
ÚBEDA. HAY SERIEDAD.
Ernesto Sopena: LA
HABANA ES ÚBEDA CON MÁS NEGRITOS. ÚBEDA ES LA HABANA CON PEPE ROBLES.
Pregonero: BUENO ESTÁ
BIEN. ¿A QUÉ HA VENIDO?
Ernesto Sopena: A
DESPOTRICAR DE LA COMPARSA DEL CANO Y A METERME UN RATICO CON EL JURADO.
Pregonero: OIGA POR
FAVOR, ESTO ES SERIO.
Ernesto Sopena: LA
COMPARSA DEL CANO ES…
Pregonero: SALGA DE
AQUÍ.
Ernesto Sopena: Y EL
JURADO, ESE CHIQUITILLO DEL JURADO ME LA VA A…
Pregonero: PERO POR
FAVOR, TENGO AMISTADES ENTRE LOS MIEMBROS DEL JURADO.
Ernesto Sopena: PUES
ENTONCES, SI TIENE AMISTADES, MI HELMANO, MAÑANA NOS DAN EL PRIMER PREMIO, ¿NO?
Pregonero: POR FAVOR.
NO PIENSO SEGUIR SU PATRAÑA. YO SIEMPRE HE PENSADO EN LA HONORABILIDAD DE LA
GENTE.
Ernesto Sopena: MUY
BONITO TE QUEDÓ ESO, MI AMOL. DILE LO MISMO A LOS QUE SE QUEDEN SEGUNDOS
MAÑANA.
Pregonero: ESTÁ SIENDO
USTED MUY ATREVIDO.
Ernesto Sopena: SÍ,
COMO BAJAR A VER AL ALCALDE SIENDO DE UNA ASOCIACIÓN DE VECINOS.
Pregonero: MÁRCHESE,
SEÑOR SOPENA.
Ernesto Sopena: ESPERE
QUE AHORITA MISMO EMPIEZO CON LAS CHIRIGOTAS.
Pregonero: NI SE LE
OCURRA. ¡¡ES MI PREGÓN!!
LA
VERDAD SOBRE EL CASO DEL SEÑOR VALDEMAR
Andas moribunda, Úbeda,
como lo haces en los meses de la nada. Has parido al Dios de la Cuaresma y caes
rendida tras el parto, cerrando los ojos y el alma hasta la llegada del
incienso. Tus calles, atolondradas, se entregan al frío y al viento, a la
lluvia y a la noche, alimentando tu calma con más soledad de la que siempre
presumes. No eres andaluza, ni eres castellana; eres una ciudad sin patria,
llena de silencios y sombrías meretrices apostadas al calor de las candelas de
tus esquinas, rincones y plazas. Siempre te estás muriendo, Úbeda, soltando por
las rendijas de las cancelas y ventanas de tus palacios y tus iglesias,
alaridos y quejumbres tan frecuentes que, de tan oídas, ya ni son escuchadas. Y
cuánto se pierden los hombres, no yendo a tu vela; cuánta tinta se cuaja sin
elegías callejeras; cuán solitarios están tus bancos, y tus jardines, y tus laberintos,
y tus barrios, y tus piedras. No es que andes moribunda, es que tú misma te
matas en estos meses de aguardo sin fiesta que te acompañe. Pero antes de
morir, mujer bendita, siempre hay algo que te salva: te entregas sin pudor ni
decencia al hipnotismo, sometida al encanto de letanías y chascarrillos
escondidos en las trastiendas de las tabernas y bares guardados bajo tu falda.
Te hipnotiza el
flamenco rugir del pueblo amargo, te concedes a las dianas del pito de caña y
el matasuegras. Dejas de ser Úbeda tornándote en una parroquia sin nombre, con
hombres y mujeres sin nombre, enmascarados en la bohemia de vivir sin una
identidad propia. Sin repicar de campanas, ni salvas de cohetes para no enfadar
a nuestro Bobas; llega carnaval hechizando cada rincón, cada ventana, cada
puerta que había estado cerrada al inconcluso invierno. Pero llega quedamente,
para acunarte sin querer que te duermas; te va cantando nanas con dulces voces
desafinadas y en cuanto cierras un ojo te hace sacar la sonrisa con una ingeniosa
trova. Abres las entrañas de tu armario, inducida por las órdenes de mando, y
vas alumbrando a todos aquellos canallas que te hicieron, te hacen y te harán
tan distinta a como normalmente eres. Vas pariendo litris, sorias, jimenas,
copados, petos, calculines, barrancos, sebastianes, pacos, charlies,
navarretes, ciris y mil valientes más, que se quedan en el tintero,
reinventados año a año en un personaje del cuento narrado en tus calles. No
tendrán monumentos, no queda sitio en tus plazas para ninguno de ellos, pero en
cada esquina, en cada patio tuyo, en cada calle en la que estuvieran, sus
espíritus vagaran más allá de los siglos, cada vez que febrero los cite al
carnaval eterno.
Te gusta el carnaval, y
así lo has demostrado en el devenir de los últimos años. Ignoro los motivos de
la creciente afición al disfraz y a la máscara. Quizá sea, como no me canso de
decir, la tapadera con la que ocultar los problemas cotidianos de un mundo en
constante cambio, o tal vez la expresión de un hombre más feliz que su
precedente; pero no ignoro el auge que, de manera exponencial, ha experimentado
el número de ubetenses decididos a inventarse una realidad paralela. Escondes
tus volutas, disimulas tus colores, te quedas sin identidad para ser el
escenario necesario para cada uno de los actores que salen a tus calles. Ese es
el verdadero carnaval; ese y el de tus noches. El carnaval de cabalgata es el
aire fresco que inunda mi optimismo.
Así te quedas
hipnotizada. ¿No va a ser así? Con tanto color en las calles, con tanto calor
en las aceras; abrumada por el olor que trae consigo la felicidad y la
esperanza. Así, como tu sábado de carnaval, debería de oler el despacho del
médico Mercurio, mientras alguien se asomaba a la ventana, atraído por el ruido
y el murmullo de unos rostros ocultos tras la máscara y el antifaz. Te dejas
pintar las mejillas y sonríes al cielo sofocada porque, siendo tan seria en tus
días, no te acostumbras a verte tan espontánea y visceral. ¡Qué mayor
renacimiento que el de tus ciudadanos! ¡Qué mayor hermosura que sus júbilos!
¡Qué mayor conjunción que la tuya con la nuestra!
Úbeda, en carnaval,
eres distinta. Te dejas hipnotizar porque así te escondes en lo más hondo de ti
misma. Te vas quedando dormida, mientras aprendes a morir en calma. ¿Pero te
mueres, o te matan? Si de algo adolece tu carnaval y, por ende, tú misma, es de
confundir una fiesta sin dueño, una ciudad de todos, abierta al ubetense
conocido y al desconocido, incluso al foráneo prendado de ella; con la posesión
que algunos carnavaleros hacen de ti. Tú no eres mi comparsa, ni la otra; no
eres de la chirigota, o de la otra. Tú eres un mundo apostado en el alféizar de
nuestras ventanas, que espera pacientemente a que se abran sus cristales y pueda
inundar todas nuestras casas.
Úbeda, señora austera y
sobria. Nueves días quedan para la aurora. Vive esta noche hipnotizada por los
desvaríos de tus locos actores y poetas. Ya me dirás como sales de esta
duermevela. Ya me dirás si has dormido, o si cuando vuelvas, lo haces muerta.
EL POZO Y EL PÉNDULO
¡Qué pena tienen los
libros por no tenerte entre sus páginas, pasodoble! Estás hecho de poesía
invisible, de leyenda amarga para el paladar de los sentidos. Naces escrito, el
papel es la sábana que te acoge en los primeros compases de vida, pero allí
estarías condenado a una muerte silenciosa y solitaria que, aunque me duela
decírtelo, te llegará irremediablemente, de todas maneras, sí o sí, cuando todo
esto acabe. Te concibe la calle, el mundo, sus moradores; eres el resultado del
amor y el odio, de la alegría y la pena, de la justicia y la desesperanza; esas
son las semillas necesarias para tu futuro florecer. Pero no estás destinado a
perdurar, como regalo del carnaval y para el carnaval que eres, te marchas con
él, ardes en el fuego junto a la sardina, y te quedas levitando en la memoria
de los que te conocieron como un febril recuerdo destinado al eterno olvido.
Eres la poesía volátil de los poetas sin nombre, y quedas relegada al cajón
desastre de una casa llena de armarios con disfraces envueltos en olor a
naftalina. Y no es que no te queden febreros para seguir existiendo; es que se
borra la tinta del papel donde debieras ser al no haber oídos que te lean.
Me gusta cuando vienes
de medía. Ahí sí eres tú, sin circunstancias; que luego te vuelves un preso de
concurso consignado a ser evaluado por la avaricia y la ignorancia. De medía
vienes limpio, envuelto en la pureza de una notas musicales que aún no se han
manchado con el tizne del mal requiebro y el humo y el alcohol de los ensayos. Vienes
nervioso y tímido, tartamudeas en cada estrofa mientras tu hacedor va contando
las sílabas componentes de tus versos en los dedos de sus manos. Lo mismo no
dices nada que te eriges en el espejo donde se reflejarán todos los que vengan
detrás de tu escritura. Me gusta cuando vienes de medía, canalla, y me gritas
al oído que vuelvo a hacerme misterio de febrero.
¿Y dónde naces, sino en
un rincón de un hogar pobre y humilde de un ciudadano cualquiera con una vida
que de sencilla es igual a la de todos los hombres del reino de los hombres?
Entre cuatro paredes que rezuman trabajo y sueño, tras un día cualquiera de un
hombre cualquiera con horas de trabajo a sus espaldas y en sus manos, en el
silencio agradecido que se apodera del nido donde no han dejado de revolotear
los vencejos de la infancia. Naces cuando la somnolencia quiere apoderarse de
los últimos suspiros del día, y naces porque estos quieren merodear en las
fronteras del reino de la inmortalidad, llenando de vaho carnavalero y cultura
una casa escondida tras la fachada insulsa que cada mañana ilumina el largo día
de esta crisis inhumana que asola la faz de la existencia. Entre paredes sin
diplomas, o entre paredes con diplomas mudos que ningunean nuestro pasado.
Naces, pasodoble, en cada rincón donde habite una miaja de cultura y bizarría;
donde ambas yacen sobre el lecho vacío de coito placentero. ¿Dónde naces sino
en la nada de unas manos anónimas y corrientes? Pintores, mecánicos, maestros,
autónomos muchos de ellos, conserjes, incluso de médicos, ingenieros, abogados,
periodistas y arquitectos que no dejan de ser como los primariamente nombrados;
en fin, mano de obra de un mundo anclado en la injusticia y la desigualdad.
Eres sencillo porque naces sencillo, oculto entre cuatro paredes de cualquiera
de nuestras casas; donde el dolor te azota y el amor te sana.
En mi casa, al principio,
eres el viento pinturero que pregona la llegada del otoño. Llegabas en una
cinta sin cajeta, como decía la letra de aquel hermano tuyo y mío; como ahora
lo haces en un archivo “whatsappero”, envuelto entre el ruido de una mala
grabación y rimas de otros lares (no entenderé nunca la obsesión de Antonio
Tomás, Maikel y Legaña de meter en la letra de medía de sus composiciones las
palabras mar, bahía, barquilla, caleta y otros vocablos evocadores de Cádiz;
¡pisha, esto es Úbeda, y aquí hay que mamar!, valga la redundancia). Y ya no
hay mañana sin tu cantinela, sin tu tarareo, sin mis ganas de escribirte. Pero
las prisas nunca son buenas consejeras, prefiero pasear contigo en los parques
mientras me acarician las primeras hojas caducas de los pocos árboles de la
ciudad, entre el renacimiento amargo de tus calles en los días sin nada,
acompañarme de ti en mis entrenamientos diarios, verte en el rostro de Gabriel
y Daniela, olerte en la cama junto a Toni, ver tu reflejo en los ojos de mis
padres. Pero las prisas nunca son buenas. Me gusta soñarte, hijo mío. Fumarme
el mundo mirando al cielo mientras encuentro el primer verso que te verá nacer;
como he hecho con este pregón que empecé a soñar hace dos meses y comencé a
escribir el día de antes de ayer. Un mundo de diferencia entre el sueño y su
realidad, marcada su diferencia en la sabia manipulación del lenguaje escrito.
Me
gusta soñarte, hijo mío.
Así
es la única manera de tenerte.
Cuando
te quieres escribir, canalla,
me
das la muerte.
Me empujas a la
habitación. Ya sea la cocina, el baño, el salón, la oficina, la cama o el
patio; allí me empujas con tu fuerza, carnaval, y me gritas, sin yo quererlo,
poeta. Y siempre encuentro lo mismo: el péndulo imparable en el que la cortante
hoja del pasodoble va acercándose inexorablemente sobre la cama donde tanto he
soñado. Me invitas a volver a tumbarme sobre ella y vivir concienzudamente el
final de mi sueño. Junto a la almohada, un papel y una pluma. En otro rincón
del habitáculo, descubro un oscuro pozo al que la curiosidad me acerca. Está
muy oscuro. No se vislumbra su fin; ignoro si está vacío y la mortal distancia
acabará con mi vida o, si por el contario, el agua inunda su alma y, aunque sea
la que amortigüe mi caída, me postrará a un final más longevo pero con igual
resultado. Mientras en estos razonamientos me introduzco, observo como el paso
del tiempo hace que las paredes de la habitación vayan disminuyendo el área del
cuarto donde estoy. Es una pesadilla, quizá sea verdad; no lo sé. El tiempo
sigue cerrando el espacio, ya soy capaz de oler la humedad que despiden sus
adobes. El tiempo, sí, el tiempo. Malditas las elecciones que me ofrece. Vuelvo
a desplomarme en la cama y, antes de que el pasodoble colgado del péndulo me
hiera mortalmente con su acerada hoja, apreso con mis manos la pluma y el papel
que me acompañarán en la otra vida; ojalá la haya y pueda volver a entrar en
esta habitación tan familiar a mis sentidos. Aquí estoy, pasodoble. Aquí estoy,
carnaval.
Me
gusta soñarte, hijo mío.
Así
es la única manera de tenerte.
Cuando
te quieres escribir, canalla,
me
das la muerte.
PASODOBLE
Aprendiz
quijotesco sin más molino que el propio miedo.
En
Macondo un Buendía y en Mágina el viento.
Un
viejo marinero y el mar de olivos, el mar eterno.
Chocarrero
sin corte ni cortesía, pobre bufón.
Flamenco
de garganta revenida.
Actor
sin trama ni apuntador.
Borracho
de un poema de Sabina.
Un
jinete polaco de cartón.
Metáfora
del arte en negativo:
no
es el remedio a la pena, condena y castigo; es su enfermedad.
Creyente
y orador de barro
que
el fuego ponga y te quite lo que sea cabal.
Si
gané o perdí, tan solo tiene repuesta el destino
y
el día de mañana no está escrito.
Soy
mi pasado, soy mi presente. Aún soy camino.
Si
gané o perdí. Sólo puedo decir que tengo amigos,
que
conquisté a mi esposa y tuve hijos.
Y
que mis padres ven con orgullo mis desvaríos.
Dejadme
entonces ser poeta sin valía,
dejadme
entonces apostado en esta esquina
viendo
la vida como un triste bohemio con media muerte encima.
Dejadme
inmerso en este pasodoble sin principio ni final.
Es
lo que valgo y no di para más.
Dejadme
soñando otra letra pues dijo el poeta que la vida es sueño.
ALELUYA
Mañana
se hará tarde entre copleros.
Mañana
habrá una luna amanecida.
Mañana
guardarán todo el incienso,
mañana
en ningún templo dirán misa.
Mañana
hablará por fin la calle.
Mañana
el hogar quedará vacío,
con
una cama despeinada por la mañana atardecida.
Mañana
se nos vacían
los
bolsillos para guardar rencores,
los
miedos y los artificios.
Mañana
el corazón, tic tac,
versos
nativos con rima
de
la tribu del llanto, de la tribu de la risa;
rima
la esperanza, la ira, la furia, el reclamo; la vida.
Mañana
Cuba. Mañana Humanos.
Mañana
música, perrones.
Mañana
cita a las nueve,
correas
para escuchar latidos.
Mañana
Alemania pobre,
solidaria
con sus amigos.
Mañana
da lo mismo que nos desahucien,
hay
lunas sin fronteras ni compromisos.
Mañana
de trapo y polvo,
pasado
sin artificios.
Mañana
podemos hacerlo,
¿Podemos?,
podemos, niña.
Troche,
Moche, Petos, Gófer,
Alejo,
Edu, Jero, niñas.
Mañana
Ideal cerrado,
mañana
un Real sin prisas.
Mañana
entre alcohol y humo
iremos
hablando, vísperas;
de
un mañana y nuevos nombres,
de
una comparsa advenida.
Mañana
el año a la saca
mañana
sin mañana a la vista,
mañana
sin prisas la vida
quedará
en nosotros suspendida.
Mañana,
mañana, mañana.
Carnaval,
carnaval, carnaval.
El
cuento extraordinario y misterioso
que
comienza y pone fin con un disfraz.
Un mañana más. Bienvenido.
La oportunidad de estar vivo.
Quiero seguir dando gracias, al destino,
por permitir que muera esta canción.
Que muera al alba y al despertador;
al frío en la cara y al primer calor.
Que muera al guiño del rostro al primer sol del día.
Que muera en un paseo de parque
cuando el otoño me acaricia,
que muera perdida en las letras
de un libro, un poema. Que muera escondida
en los besos del recuerdo,
entre caricias y querencias;
que muera sin matar
al Dios de la vida y las pequeñas cosas.
Que muera, al caer la tarde, en familia y abrazos
o, al anochecer, abierta de nuevo al amor.
Que muera así siempre la trova;
no habrá eternidades que la llamen vieja.
Que muera al besar los errores que he cometido
y pueda olvidar aquello que dejé de ser.
Que muera así siempre la trova;
no habrá eternidades que la llamen vieja.
Esta es mi canción, mi revolución.
He dicho.
Úbeda, 12 de febrero de 2015