lunes, 21 de marzo de 2016

Cruzar la puerta. (Prólogo de la revista Gracia Nuestra 2016)


La Misericordia de Dios. Es infinita, eterna y pura. Él es el ente misericordioso por antonomasia. Él es Misericordia porque en Él está la Misericordia.

¿En qué falla el ser humano en el camino de encontrar la misericordia que él mismo demanda? Aprehendiendo a Dios llego a entenderlo despojado de todo. La complejidad de Dios se exhibe en la pureza y candidez de su Humildad. Encarnado perdonó a nuestros ojos, cuando en su omnipotencia podría haber rehuido de la carne y de la sangre, de la voz y de la palabra; puede perdonar y lo hizo de una forma tangible, humana y llena de Amor. Un acto de Misericordia divina: hacerse Hombre y en esa igualdad, con los pies en la Tierra, mirar a los ojos al hombre y dejar preñado el aire con el vocablo perdón.

El perdón surge entre iguales: perdona el alma y se perdona al alma: alma: mendrugo de Dios en el mundo. No se puede perdonar la diferencia; y caemos en el desatino de llamar diferencia al error. Tampoco se puede perdonar desde la vestimenta artificial que el hombre se ha echado sobre los hombros: no perdona la izquierda la “ofensa” de la derecha, ni el maestro la “pifia” del estudiante, ni el padre el “garabato” del hijo, ni el cura el “despiste” del cristiano. Para perdonar, así con mayúsculas, hay que despojarse del “hombre” y desnudar al hombre con la piel de Dios.

Vagamos en un mundo de etiquetas. No somos nadie si no pertenecemos a un grupo, si no nos posicionamos a un lado de la balanza allá donde no debe de haber platillos donde arrellanarse. Dejar de ser distinto es una utopía, desde luego; y olvidar la identidad que en nuestra alma subyace desde nuestro primer grito es lo que aumenta nuestras diferencias.

El Año Jubilar de la Misericordia, proclamado por el Papa Francisco, en el que estamos inmersos, es una oportunidad –para ti y para mí- de volver al principio. Es el momento idóneo para mirar nuestras manos, nuestros ojos, oír nuestra voz, escuchar nuestras palabras, observar el camino que desandan nuestros pies y el horizonte que se abre delante de ellos, respirar el mismo aire de siempre y sentir que los vientos no obedecen al velamen de ningún navío. Es la oportunidad de emular a Dios: bajar del Olimpo al que nos hemos postrado y vestirnos del hombre denostado por la sociedad en la que vivimos. Es la oportunidad de sentirnos hombres estando rodeados de hombres: olvidar letreros, colores, vestidos y demás parafernalias sociales. Es hora de mirarnos a los ojos, de mirarnos el alma. Es en ella donde reside nuestra identidad y a la que solo le debemos un perdón.


Es hora de dejar de perdonar la diferencia y perdonar el error que nos llevó a sentirnos diferentes. Cruza la puerta.