viernes, 23 de marzo de 2018

La arpillera sobre la cama



Otra vez atravesaban los límpidos cristales de la ventana entrecerrada los rayos solares de la misma hora del día de aquella otra jornada; quizá la inclinación no era la misma, quizá hubiera una diferencia de semanas, él no lo recordaba y le aburría la idea de coger el calendario de su teléfono móvil para pasar las hojas del calendario hacia el pasado. Estaba claro, era un dato irrefutable, el reloj marcaba la misma hora que entonces, lo sabía, había hecho de aquel instante una liturgia en que los símbolos y los ritos, además de mantener un modo, debían tener un tiempo preciso en que sucederse. Quería pasar el tiempo hojeando el libro de sus recuerdos, ojear la figura de su alma, comprobar si había alguna diferencia con aquel ser humano que décadas atrás miraba la ropa extendida sobre la cama. Miraba la cama y se miraba en el espejo. Además de las canas sobre las sienes, un prominente abultamiento en el vientre le distinguía del muchacho que décadas atrás acariciaba la arpillera de su costal.

Los nervios de ayer estaban repletos de miedos y dudas, a pesar de esa valentía que reflejaban sus ojos en las últimas miradas al espejo. No había echado en falta, durante ningún periodo de la Cuaresma, que la túnica de su cofradía no colgara de las puertas de su casa, de ninguna de las perchas de sus armarios; había llegado el momento que nunca había pensado y que ese fantasma del azar había interpuesto en su camino. Hoy, sin embargo, el espejo le devolvía el contorno barrigudo de un hombre enmarcado por los colores de una túnica suspendida de la puerta de su habitación: el mate de la túnica, el brillo de la capa y el capuz, el peso del cíngulo; el miedo era otro, los nervios tenían otra raíz, hoy le agobiaba el hecho de tener que cubrir su rostro y descalzar sus pasos.

Había pasado las horas previas arrellanado en el sofá, ajeno al programa en el que Canal Sur exhibía su Semana Santa, mirando una taza de café vacía y el humo que ascendía desde el cenicero donde un cigarro se consumía en soledad porque su dueño vagaba por aquellos lugares del ayer, rodeado de costaleros con citas obligadas y costumbres sagradas que se abrazaban y besaban en las horas previas de la procesión en algunos de los bares donde se reunían, como los partícipes de algún baile sagrado, convocando al único dios profano de los días santos, al que alejaba los malos augurios, al que unía a los distintos, al que daba licencia para fumar sin pausa y beber lo convenido. Cerraba con llave la puerta de su casa y se colocaba el capuz instantes antes de que el aire hiciera bailar la capa de su traje.
Más nervioso que en años venideros, mirando una y otra vez la papeleta de sus cambios, intentando memorizarla para minimizar las consecuencias de una posible pérdida de papeles; bajaba o subía hacia el templo de salida, rodeado de otros congéneres de trabajadera, mientras la tarde languidecía o la noche se aproximaba, hablando sobre el óptimo o el pésimo entrenamiento que habían llevado durante el tiempo cuaresmal, observando la mala cara que llevaba Fulano tras el reparto de las papeletas, se lo merecía, decían algunos. Ahora los nervios se sosegaban con la oración mantenida entre los callejones de bajada o de subida al templo, mientras pasaban personas, edificios y material urbano por los agujeros de su capucha; el corazón solo se acelera cuando aparecen los primeros costaleros, los rezagados en la puerta que apuran el último cigarro, y no le saludan porque no es él, solo un penitente más debajo de un capirucho. Por mucho que hablen de la serenidad ante la muerte, en los instantes previos a su llegada, cuando se tiene conciencia de su cercanía, es inevitable que el corazón se acelere ante lo desconocido.

Le abrazan, le besan, conversan con él, como ayer, como antaño, como hace un momento recordaba que había sucedido siempre al entrar al templo. Apuraba el último cigarro, desenvolvía el enésimo chicle, se palpaba el bolsillo en busca del salvoconducto del inhalador y cruzaba, bajo su dintel, la puerta que ya solo cruzaría de nuevo sin ser él, ya siendo todo; lo buscaban: hazme el costal, vente conmigo, tú solo sabes ponérmelo como me gusta; viendo como otro año más era el último en confeccionar esas prendas que vestirían su tarde o su noche o su día. Le abrazan, le besan, conversan con él pero desaparecen como los fantasmas de un cuento de marineros en la niebla sobre el mar en calma, y despierta del sueño y siente el olvido que ha llegado tan temprano y sin clemencia. Llega así porque parece ayer cuando las faldillas del palio o del misterio se van a levantar para entregarle la oscuridad sepulcral donde la resurrección es una realidad tangible en cada instante sucedido tras la salida; llega porque su plazo ha expirado y una lucerna recién encendida en el farol o el cirio que sujeta su mano se lo recuerda, como la flecha recién salida de una ballesta que apuntaba al corazón.

Un paso se sucede a otro y una calle a otra, sin órdenes de ninguna clase, sin crujidos en la madera imponente del misterio o sin el porfiado alarde de las bambalinas de un palio. Ya no hay desgaste físico, no hay dolor piernas, ni de cuello, ni se duermen los dedos de las manos, ni sufren los juanetes de los pies; ya el dolor no es dolor: la comparación con el dolor divino es inefable. La respiración es pausada, monótona y armónica, nada que suene a la disnea y a la apnea en los momentos de esfuerzo supremo. Los pasos recorren una senda que se antoja eterna, entre el murmullo incalmable de unas aceras plenas de personas que antes, ayer, no veía entre los respiraderos del misterio o del palio, mientras anduvo por el camino corto y breve que acababa en cada paso dado, en cada paso ganado, un camino sin ventanas al exterior, un camino en el que se podían cerrar los ojos mientras se andaba y nunca caía en el peligro de perder el norte o tropezar y caer. El andar se hace eterno y en el reloj se van alargando los minutos hasta convertirse en una unidad de tiempo desconocida e ingrata que ha minado en el interior un pozo tan oscuro y pestilente al que costará horas y conciencias para darle luz y limpieza. Ya no llega, no llega nunca. Se ha quedado preso en un misterio o en un palio que ahora ve llegar y nunca llega, nunca llega porque él no llega nunca en ese palio o en ese misterio. Su misterio, su palio, no pertenecen a este tiempo que le han descubierto.

En su tiempo nunca llegaba a casa y se desvestía mirándose al espejo; en su tiempo se quitaba la faja y el costal a oscuras y se acostaba o se duchaba sin mirarse a la cara porque él ya sabía el cansancio y las sombras y la palidez y la sal que se adherían a su tez. En su tiempo nunca había lágrimas. En su tiempo la muerte andaba lejos o latente esperaba la llegada de este momento. Nunca había espejo que reflejara las canas de sus sienes, ni el prominente crecimiento de su bajo vientre, porque un costal y una faja eran elementos propios de dioses omnipotentes y sempiternos. Ahora se siente mortal, débil, expuesto a cualquier inclemencia espiritual, porque hoy ha muerto por primera vez en su vida, se ha desvestido de su hábito y ha visto en esa acción el comienzo de una cuenta atrás inexorable hacia la muerte. Pero él no podrá volver a morir, lo hizo mientras miraba a la cama recordando el áspero tacto de la arpillera que en otro tiempo descansaba sobre su cama.

jueves, 22 de marzo de 2018

Cambios de conciencia semanasantera




En este jueves de vísperas, si hay una palabra que se acerque a nuestros hogares, es el vocablo “cambio”. El cambio se instala en nuestras calles. Se han sucedido noches llenas de cambio, noches de traslados de tronos e imágenes, noches de ensayos donde hombres y mujeres han transmutado la calma y la paciencia inmersa en la oscuridad renacentista; la han llenado de notas musicales, de racheos y de trasnoches. El cambio de estación que, aunque el frío se haya instalado en los últimos días, ya reverbera en el alma, nos aboca a estos días de la Semana Santa que están bajo el alféizar de la ventana.

Y vemos el cambio en nuestra Semana Mayor. Solo hay que darse una vuelta por las redes sociales para darse cuenta que solo nuestras Sacras Imágenes han sido las que han permanecido indemnes al paso del tiempo. Los cambios de las dos últimas décadas, encabezados por el masivo cambio de las ruedas por el costal, y que se aupaba como el cáliz de redención de una Semana Santa -decían que estaba en declive-, solo ha servido para aseverar esta falta de entusiasmo por parte de esta sociedad actual. Pero los cambios más significativos se han producido en las aceras, donde antes no cabía ni un alfiler de devoción, y hoy hay lugar para amodorrarse tranquilamente con una cerveza en la mano. ¿Volverán a pintarse las estampas que se mostraron en la Semana Santa del 2017? ¿Volverán a transitar las cofradías, sobre todo las del Jueves Santo, entre bares atestados de personas con vasos en las manos; entre bares con las puertas abiertas y las músicas en el aire? ¿Volveremos a ser espectadores de la despedida ancestral de Soledad y Santo Entierro con el murmullo de fondo tras la Cruz de Hierro?

Estos, y no otros, son, bajo mi punto de vista, los cambios más significativos que repercuten en el lógico desarrollo de los días grandes de la ciudad. Metamos la mano en el pecho y hagamos examen de conciencia sobre nuestras conductas y nuestra predisposición al respeto cuando una cofradía deambula por nuestras calles. Si esto no se cuida, si el decoro no se impone en una fiesta que inevitablemente lo necesita, entonces habremos abierto la puerta al cambio más lesivo de todos los posibles.

Felices vísperas.

viernes, 16 de marzo de 2018

El signo sin significado


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Alrededor de ella todo olía a historia. Era testigo de las cabriolas que las carpas realizaban para pasar de un continente a otro en el pilar abrevadero de la Puerta de Granada. A sus espaldas se levantaba la espadaña limpia y centinela de la iglesia de San Lorenzo, esculpida sobre el promontorio al que se accede por una cuesta cuya iglesia pone nombre. La caliza piedra de la muralla árabe, a cuyos pies discurría el chorro de agua del pilar, recibía el aire, la luz, el alborozo y el lamento del valle del Guadalquivir, abierto a los pies de Úbeda, y la sobrenatural sierra de Mágina. Era una testigo envidiable del paso del tiempo; la calle Cotrina le entregaba los colores que certificaban el inexorable deambular del carro de Apolo por el cielo ubetense.

El hombre había otorgado un simbolismo a su silueta. Debía de ser así porque ningún vehículo traspasaba la línea imaginaria trazada desde el poste de sustentación y el punto opuesto de la otra acera. Tenía un nombre, se llamaba R-101, como salida de alguna de las películas de Star Wars, pero todo el mundo la llamaba por el mismo apodo; era la señal de “prohibido”. Aunque esa prohibición solo se refiriese a la circulación del tráfico, el hombre maniático por apocopar nuestro vasto lenguaje le había otorgado una excesiva carga de responsabilidad que no le correspondía.

Aquella tarde algo extraño estaba por llegar. Era Lunes; así con mayúscula, como todos los lunes con una noche mágica en torno a Ella. Había dejado de llover, las nubes empezaban a rajar su solidez y, entre las grietas que iban abriéndose, se asomaba Dios con una claridad excelsa, arañando con sus rayos los verdes campos de olivares que caían desde los límites de la ciudad. En el centro de la ciudad, si se permite ponerle centro a la belleza, empezaban a verse los primeros hombres de trabajadera, con sus ropajes blancos y sus cigarros eternos. En un instante toda la tranquilidad que preñaba aquel espacio abierto al tiempo se turbó. Llegaron con prisas, dos vehículos, algunos hombres se apearon y sacando una escalera que había en uno de los habitáculos se acercaron, herramienta en mano, hacia la solitaria señal de tráfico. Dos tuercas cayeron al suelo, dos tornillos se guardaron en un bolsillo y la R-101, la de “prohibido”, quedó relegada al interior del maletero de uno de los vehículos.

Eran “hombres de Gracia”. Habían ideado la manera de retirar por unas horas aquel elemento de señalización. El motivo no era otro que limpiar de distracciones el camino que la Virgen de Gracia debería recorrer horas más tarde, despojar de señales ajenas a lo que allí estaba por acontecer todas las filmaciones y los negativos que estaban por hacerse. Una acción plena de un simbolismo torrencial fuera de toda lógica mundana posible.

Ella se acerca a nosotros sin ningún tipo de barreras, Ella es amor sin medida, Ella es Misericordia, Ella sin leyes, Ella sin código, Ella… solo Ella. Aquella noche Ella quiso que nada “prohibido” floreciera en su camino, por eso “llamó” a sus hombres y sin mediar ningún papel escrito y firmado los conminó a retirar esa ridícula señal circular que tanto deslustraba su bello andar.

La R-101 volvió a ocupar su lugar una vez que las puertas de Santa María se cerraron tras un triste crujir de la madera. Volvió a realizar las funciones para las que fue fabricada, incluso llegó a entender que aquella noche, por tratarse de las cosas de Ella, su presencia no estaba justificada.

Asemejado este relato a cualquier leyenda, aseguro que este hecho llegó a producirse en la realidad. Hubo un Lunes en que la señal R-101 desapareció de la escena celestial que acontece cada año en la bajada de la Cuesta de San Lorenzo. Ignoro si se pidieron los permisos pertinentes para su retirada (lo de ignoro lo digo con la boca pequeña), solo se es sabido que el permiso de Ella lo tuvimos. El signo de esa señal pierde su significado cuando Ella aparece.