Mesas recién colocadas en la
terraza de la cafetería, es un día más de esta primavera rota que aún se agarra
a nuestras vidas. La camarera se asoma a la puerta y espera paciente que
alguien tome asiento. En el interior, la cafetera carraspea. Un minuto después
un expreso café con olor a café se posa sobre la mesa, junto a una novela de
Knausgard. Las palomas pintan con sus vuelos el cielo sin nubes de la mañana. Otro
hombre sale del interior. Se enciende un cigarrillo, mira al cielo y echa a andar
con los hombros encogidos mientras exhala la primera calada, como si de un
momento a otro fuera a llover. No ha saludado a nadie, nadie lo ha saludado a él.
Una mujer escribe atropelladamente sobre la pantalla de plasma de un teléfono;
un hombre la mira mientras su esposa le está diciendo algo, untando entre
palabras de margarina la tostada que van a compartir. Se sonríen, ambos, cada
uno en sus cosas. Un nutrido grupo de ciclistas rompe por un momento el
murmullo musical que sale del interior de la cafetería. Un perro guía a su
dueño, gira su cabeza, nos mira, el perro, y como si no nos hubiera visto, ajenos al cuadro de su mente,
sigue su paseo. El tiempo transcurre, la novela no quiere abrirse; a veces, en
la monotonía de nuestros días, descubrimos instantes y espacios que parecen
sacados del interior de un libro. Una mosca se posa sobre una cabeza imberbe
que se inclina ante el cáliz de café. Hoy también se habla de los datos de ayer:
fueron muy buenos, prometedores, ilusionantes. Como ilusionante es pagar el
desayuno, levantarse, alejarse, volver atrás la mirada y ver que la normalidad
vuelve a instalarse en las calles de la ciudad. Todo es como antes. La
mascarilla sobre el rostro de la camarera es lo único novedoso en la normalidad
recién aposentada. Suenan lejanos los repiques de campanas, el tiempo no se ha
parado. Sigamos.