lunes, 1 de junio de 2020

Café, solo.



Mesas recién colocadas en la terraza de la cafetería, es un día más de esta primavera rota que aún se agarra a nuestras vidas. La camarera se asoma a la puerta y espera paciente que alguien tome asiento. En el interior, la cafetera carraspea. Un minuto después un expreso café con olor a café se posa sobre la mesa, junto a una novela de Knausgard. Las palomas pintan con sus vuelos el cielo sin nubes de la mañana. Otro hombre sale del interior. Se enciende un cigarrillo, mira al cielo y echa a andar con los hombros encogidos mientras exhala la primera calada, como si de un momento a otro fuera a llover. No ha saludado a nadie, nadie lo ha saludado a él. Una mujer escribe atropelladamente sobre la pantalla de plasma de un teléfono; un hombre la mira mientras su esposa le está diciendo algo, untando entre palabras de margarina la tostada que van a compartir. Se sonríen, ambos, cada uno en sus cosas. Un nutrido grupo de ciclistas rompe por un momento el murmullo musical que sale del interior de la cafetería. Un perro guía a su dueño, gira su cabeza, nos mira, el perro, y como si no nos hubiera visto, ajenos al cuadro de su mente, sigue su paseo. El tiempo transcurre, la novela no quiere abrirse; a veces, en la monotonía de nuestros días, descubrimos instantes y espacios que parecen sacados del interior de un libro. Una mosca se posa sobre una cabeza imberbe que se inclina ante el cáliz de café. Hoy también se habla de los datos de ayer: fueron muy buenos, prometedores, ilusionantes. Como ilusionante es pagar el desayuno, levantarse, alejarse, volver atrás la mirada y ver que la normalidad vuelve a instalarse en las calles de la ciudad. Todo es como antes. La mascarilla sobre el rostro de la camarera es lo único novedoso en la normalidad recién aposentada. Suenan lejanos los repiques de campanas, el tiempo no se ha parado. Sigamos.