LA EXPIRACIÓN. EL NACIMIENTO DE LA MAGNA PROCESIÓN GENERAL.
Plañidos y lamentos, como la brisa salada que trae el viento
desde lo más insondable del horizonte inalcanzable donde se unen cielo y mar.
La muerte viene precedida del salitre sobre el rostro y el incesante murmullo
de las olas rompiendo sobre la playa; la muerte nos avisa de su llegada como
las copas de los árboles de la pronta lluvia, como el canto de la chicharra de
la inhóspita tarde estival.
1897 y en Úbeda se abría de nuevo un sepulcro para acoger al
cuerpo muerto de Jesús. La muerte de Cristo se hacía visible en la vida del
cofrade ubetense.
La muerte narrada en los Evangelios no estaba sobre la
ciudad. En la Soledad del Viernes Santo, que llegaba desde las entrañas de los
hornos de la calle Valencia, la muerte ya había partido, e incluso se olvidaba
entre la algarabía que acompañaba al paso de María. Y en el monte Calvario de
la Trinidad, la muerte aún no quería llegar, quedaba apostada en los clavos
sobre la cruz, en las sanguinolientas llagas que Jesús mostraba al pueblo
compungido, en un último aliento que siempre quedaba en vilo. Vestida de plata,
la muerte abría de par en par las puertas de Santa María, y la muerte llegó con
un estruendo callado, nos cogía de la mano y nos invitaba a acompañarla. Así,
el cofrade ubetense, entonando cantos de silencio perpetuo, vestido de las
diferentes túnicas que blanquinegreaban
el Viernes Santo, cambió horarios de salida de sus procesiones, porque era el
deber quien los requería y la llamada de la Muerte de Cristo los convocó a la
hora prevista de aquel Viernes Santo de las postrimerías del siglo XIX, para
formar parte del cortejo doliente que toda muerte necesita. Desde Santa María
hasta la Trinidad, con un trágico desfile silencioso y doliente, nacía la Magna
Procesión General de Úbeda que, cerrando las cancelas de la Puerta de Juan de
Mata en la Trinidad, significaba la instauración del silencio que sigue a la
Expiración.
EL SEPULCRO. EL CUADRO.
Cuando la Magna Procesión languidece, bajo la sombra de la
Cruz de Hierro, un cortejo de penitentes de blanca gola de encaje pinta de
sombras la calle Montiel. Una cruz barroca convierte a su paso las calles en
tristeza. Sones tétricos de timbal y de tambor hacen temblar ventanales y van
abriendo las camas en las alcobas tras el destierro. La cofradía del Santo
Entierro de Cristo y Santo Sepulcro se desparrama entre ecos en la plaza Primero
de Mayo. Si Úbeda tuviera que morir en algún momento de la Historia, lo haría
sin lugar a dudas con esa plaza preñada de luces mortecinas, rostros de
terciopelo negro y Cristo Yacente entre el fuego eterno.
Una belleza desmayada que se sustenta en los renglones de la
historia de nuestra Procesión General. Porque Cristo Yacente en su Santo
Sepulcro va de Montiel a Santa María cuando ya es Sábado de Gloria y con él
bajan nuestros antepasados, los de aquel año 1897, que se aglutinaron bajo la
Trinidad para acompañar un sepulcro de Plata
Meneses hasta Santa María. Cofrades de todas las raleas, sin importar
colores y escudos, formaron, en la tarde del Sábado de Gloria, un nuevo cortejo
fúnebre que al desembocar en el Paseo del Mercado trazó sobre el lienzo de la
ciudad una de las estampas más bellas que haya podido parir Úbeda: el cuadro.
Quizá no sea el espacio ni el instante, ni el entorno ni el
momento de lanzar peticiones al respetable; pero cientoveinticinco años después
siempre tendremos la oportunidad de regresar al pasado, cerrar los ojos para
emigrar a aquel ubetense lejano que acompañando el cuerpo de Jesús muerto, lo
rodeaba en círculos concéntricos en aquella plaza de antaño, mientras sonaban
marchas fúnebres dirigidas por Don Victoriano, vistiendo la plaza de luto
arremolinada junto al Sepulcro.
STABAT MATER. LA ETERNA DESPEDIDA.
Adiós es una palabra que se escribe sin tinta, se dice sin
aire y se aprende sin maestro. El adiós es la rúbrica a un pasado que no
volverá a sucederse. Pero en Úbeda tenemos un adiós indeleble que se empeña en
esconderse en el recuerdo, y sale a nuestro paso constantemente para decirnos
que en Úbeda la Semana Santa es eterna.
La Magna Procesión General de Úbeda es un adiós tan rotundo a
los días grandes de nuestra ciudad, es un final tan magistral a la Pasión y
Muerte de Nuestro Señor Jesucristo, que dotado de tanta hermosura y excelencia
se queda levitando en la conciencia de la ciudad para no marcharse jamás. La
General es despedida sin ida, porque se queda presa en un Real de colores,
sobre la plaza Vieja satisfecha; en el Claro Bajo de San Isidoro en un
Desconsuelo distinto; en la lonja de la Trinidad en un Calvario anochecido; en
la escalinata de San Pablo entre tambores latinos; en la vuelta a Santa María
pintando en morado los cirios; queda sentada en una vieja silla de enea, bajo
el suave cobijo de una manta de lana vieja y el sustento de un puñado de pipas.
Es un adiós que nace allá por San Millán, al caer de la tarde
del Viernes, cuando, mientras en la ciudad se van llenando las calles de
apoteosis, júbilos y frenesíes; un barrio entero se emplaza a los pies de la
cuesta de la Merced mientras empieza a sonar una letanía de notas anónimas que
se apoderan de la ciudad, al compás del parsimonioso paso de María en su
Soledad. Es la paradoja de la Magna Procesión General que empieza a poner de
gala a la ciudad con las tristes notas de un adiós anónimo que se quedará
anclado un año entero a los pies de la Cruz de Hierro, mecido en la pleamar de
nuestras almas por la gravedad de un imperecedero Stabat Mater.
LA GENERAL. LA ESPERADA REUNIÓN.
Los barrios se van abriendo a la tarde. En la duermevela de
la tarde del Viernes Santo, inadvertidos, una continua procesión de penitentes
solitarios y anónimos va entregando tambores, trompetas y los necesarios
hermanos de luz a las casas de nuestras hermandades que vuelven a abrir sus
puertas para organizar un nuevo guion, el guion del cortejo fúnebre que naciera
en aquel año 1897 y que a lo largo de los siglos ha ido mutando en una
verdadera explosión de religiosidad, cristianismo y costumbrismo.
Es la vieja plaza, la de Andalucía, la de Toledo, incluso la
del General Orduña, el vientre que parirá la mayor exaltación de magnanimidad y
señorío que pueda vivirse en esta ciudad. En una plaza callada tras el último
paso de la cofradía de las Angustias cuando la tarde amanecía, se vienen desde
sus arterias las músicas que anuncian la llegada de las distintas tribus. El
Rastro regresa al Jueves Santo trayendo desde Mágina los sones de Los voluntarios, desde Trinidad parece
que el Domingo de Ramos se vuelve a modelar en los instrumentos de su banda,
desde Corredera, desde Mesones, desde Don Juan, desde el cielo mismo si fuera
posible, cientos de hombres con la música de las noches de Cuaresma, y la banda
de los Romanos que venga desde donde quiera que todos los caminos comienzan en
Roma. Y allí debatimos con nuestro yo si dejarnos erizar la piel, o dejar
partir nuestros recuerdos en forma de lágrima, o sonreír cuando dos bandas se
unen para tocar alalimón una misma poesía de notas musicales, o sentirse orgulloso
del respeto que se tiene al paso de una banda del Viernes Santo o al paso de un
trono camino de Santa María. Todo: la profusión de colores, la riqueza de olores,
la exuberancia de sabores que la escena nos deja en el paladar; todo en la
vieja Plaza, la de Andalucía, la de Toledo, incluso la del General Orduña, en
la plaza de La General.
TOQUE DE LAMENTOS. EL ECO DEL VIERNES SANTO.
Acaba de escucharse la Sentencia de Cristo allá por el Real y
mueren los sonidos. Más allá de las cinco de la mañana, nace el Viernes Santo
vestido de morado, en la miel macilenta de las tulipas de un guion eterno y en
el rezo perseverante de los lamentos de trompeta. Una letanía interminable
dueña de todos los instantes que se sucederán a lo largo del último día de Pasión
y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo.
Son lamentos los que abren y cierran las cancelas y enrejados
de nuestros templos, son lamentos los que abrirán el día entre el murmullo de
los vencejos en la madrugada apostada sobre la Consolada, son lamentos que
engrandecen la más bella plaza del mundo cuando Cristo comienza a caer, son
lamentos que acallan la turba acomodada a los pies del Calvario para ver morir
al Hijo de Dios, son lamentos en el Claro Bajo de San Isidoro llamando a la
lluvia y buscando al llanto, son lamentos los únicos que no destiemplan el tiempo
cuando el Stabat Mater se calla en el horno de San Millán.
Lamentos, corros de lamentos, hombres anónimos que rezan con
lamentos, que entregan los lamentos para que se nos claven en el alma mientras
asistimos febriles al paso de Jesús en su agonía. Lamentos que se adhieren a
las paredes, que se mezclan con el retumbar de los timbales en la Magna
Procesión General y nos van despertando del sueño vivido durante los días
grandes de la ciudad.
Lamentos que se quedan en nosotros, como un eco eterno que
regresa cuando quedamos a solas con Jesús, con ese Jesús de madera que todos
tenemos en la mirada y al que rezamos en silencio con un tenue y suplicante
lamento.
COFRADÍAS UBETENSES. APOTEOSIS DEL CRISTIANO.
Y el todo son trocitos de retales que el tiempo y la
costumbre van uniendo. Ya cada cofradía sin saberlo desanda los caminos del
pasado y van pisando huellas por las calles que otros antes que ellos
anduvieron. Santa María abierta va pariendo los Cristos de madera que encerraba,
María bajo palio va acogiendo del hombre sus lamentos y plegarias. El Salvador
lejano se engalana con los rayos de luz que ya postreros iluminan su divina
portada, cuando el sol deja la piedra oscura y fría los cofrades van
encendiendo sus candelas, a Dios se le calienta el rostro tibio, y la noche es
azul y eterno el tiempo. Capirotes tapan rostros, costaleros levantan faldas, y
siempre el Borriquillo es el que abre y siempre la Soledad sin soledad cierra
el encuentro.
Se esparcen las pinturas entre las calles y el tiempo con su
pincel las va ordenando, pintando en la noche un escorzo de lo que han sido los
días extraordinarios ubetenses. Desde el Domingo de Ramos hasta la muerte de
Cristo, seis días de desvelos, azoramientos y beldades, seis días de un
Evangelio plástico exquisito, contenidos en un instante eterno sobre una ciudad
absoluta. La catequesis de la General, la catequesis de nuestras Hermandades;
la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo según Úbeda.
Y el todo que el tiempo y la costumbre ha ido uniendo se
rompe en sus retales. Cada cofradía regresa hacia su templo, cada tribu con
cansados andares se deshace en sus túnicas, el rostro anónimo se desvela y tan
solo queda un hombre que vencido despide a Dios y su Madre en el postigo. Son
mil las generales que renacen, una por cada cofrade que con la capa recogida,
el capirote en el brazo, el tambor desmayado, el cirio desgastado, la corneta
sin boquilla y el alma de recogida, regresa solitario hacia el hogar silbando
entre las sombras de la noches el himno de la cofradía que lo ha acompañado
todos los días de su vida.
AGRUPACIÓN DE COFRADÍAS. NUESTRO COMPROMISO.
Ella está en nuestra mano. Tenemos un compromiso heredado en
aquella tarde del año 1897. Pensar en los motivos que llevaron a la celebración
de aquella Procesión General, no nos puede llevar a otra opción que la de
acompañar al Santo Sepulcro en su procesión, y así, tan simple y espontánea
como acompañar a Cristo debe ser la deuda que los cofrades de nuestro tiempo
tengamos con la Procesión General.
Seamos leales a nuestra condición de ubetenses, de cofrades y
de cristianos: es Cristo quien nos convoca en cada instante de nuestra vida a
dar ejemplo con ella de los valores inmersos en el Evangelio, es Cristo quien
nos llama a evangelizar con su paradigma de Amor; en la Procesión General
tenemos el instrumento ideal para enseñar a Dios con nuestras imágenes y
evangelizar con la Pasión y Muerte de Cristo. Nos convocan nuestras
hermandades; ellas, más allá de nombres y cargos, necesitan de un cofrade limpio
de chovinismo y protagonismo, somos hermandad y con ella debemos estar en todo
lo que se nos requiera, no ser cofrades de medio pelo y participando en la
Magna Procesión General tenemos otra oportunidad para demostrarlo. Y nos
convoca Úbeda, la capitana de vientos y olivos, porque no puede quedar huérfana
de la noche capital de su Semana Santa, porque sin ella perdería un
acontecimiento anual que la matiza y la engalana y le da carácter y la apellido
Ciudad de Semana Santa.
¿Tanto nos ha costado llegar hasta aquí? ¿Tanto peso llevamos
en la espalda tras estos cientoveinticinco años como para seguir preguntándonos
a veces si la Magna Procesión General tiene sentido en nuestros días?
Miremos hacia atrás, cojamos de la mano al cofrade de aquel
año 1897 y hagamos solamente lo que él hizo. Caminar junto a Cristo cuando Él
lo pidió. Caminar junto a Cristo en unión.