Hoy soplaba el aire desde el este, como si el sol lo
estuviera empujando mientras asomaba sus pestañas por las cumbres de Sierra
Cazorla. La bandera de Úbeda ondeaba hacia el oeste con cadencia andaluza y en
el cielo, rotas por una fuerza vaporosa, unas nubes esponjosas se arremolinaban
como si estuvieran esquilando a la mañana.
Son pequeñas recompensas que obtenemos aquellos que
descubrimos el paso de la noche al día cada despertar.
Hoy las calles desiertas de la ciudad estaban perfumadas de
otra manera. Olían a sal y arena, y entre el tímido canto de los vencejos iba y
venía el rumor de la olas rompiendo en la fresca orilla que ha vuelto a ser
marcada con las huellas de aquellos que la echaban de menos. Hoy había menos
persianas bajadas, menos camas vacías y más ubetenses en sus hogares. Se oía
aún el eco de los besos que llevaban tanto tiempo sin darse; de las chimeneas
brotaba el calor de los abrazos tanto tiempo deseados, el calor del verdadero
hogar.
Despertaba hoy un lunes distinto después de tanto tiempo, un
lunes cuasi perfecto, con las fronteras del tiempo a medio abrir.
Porque aunque las costumbres vayan cogiendo su silla y la
normalidad vaya haciéndose un hueco en nuestros amaneceres, en Úbeda solo se
abrirán absolutamente las fronteras del espacio y del tiempo cuando la noche se
convierta en día en los ojos de los ubetenses apostados frente a la Puerta de
la Consolada en la mañana de un Viernes Santo que ya se acerca. Úbeda tiene que
venir levitando entre caminos de olivos, tras el tránsito nocturno de camino
hacia el Gavellar. A Úbeda le falta despertarse aterida por el relente húmedo
del arroyo y arrancarse el rocío subiendo hacia la aldea con una Virgen pequeña
y hermosa sobre los hombros. Porque Úbeda aún no es. Solo será cuando vuelva a
regresarse desde dentro de un claustro preñado de Jesús; solo será cuando vuelva
a regresarse desde la primavera apostada en el pequeño manto que mayo le teje a
María. Así ha sido siempre y ese siempre aún nos falta.