Hay lugares que se preñan del silencio. Espacios
prohibidos a la torpe percepción humana, más pendiente esta de lo ganado y lo
perdido, ajena a los sueños que se dejan sin luchar; espacios sin aire malsano
que los llene, sin viento tormentoso que los mueva, sin tibia y rala luz que
los ensombrezca. Hay lugares que surgen del silencio, de la incapacidad de ser
vividos; de esa cabezonería del ser humano de caminar de espaldas a las puestas
de sol.
Hay un silencio que nace en la madrugada, cuando,
con el último temblor, se cierran las puertas de la Trinidad; cuando ya parece
que fue ayer que acabaron las vísperas; un silencio en la noche, escondido tras
la Adoración, ataviado de calizas flores, regueros de historia y un cielo
estrellado que a saber si anda escondido y jugando con nuestra paciencia y
nuestra escuálida salud. Hay un silencio en la madrugada que sería más silencio
si las palomas pudieran, con su zurear, tararearnos las letanías que resuenan
en el interior de Santa María, a esas horas de la madrugada; y es que el
silencio se hace más brioso cuando tenemos constancia de su existencia.
Me aterra ese silencio: la concibo a Ella, a mi
Virgen de Gracia, en la penumbra de un claustro, sin la hermosa algarabía de
sus niños y el mimo y las miradas de sus adultos; sin la sagrada protección de
unos muros manchados con la barbarie y la insolencia humanas, tan extraños a lo
que fueron y que, aún, siguen siendo para el ubetense comprometido con su
historia y sus nostalgias; la veo así, tan Ella misma: tan desconocida como
siempre. La vena profana e idólatra palpita descompasadamente, cómo quisiera
arroparla, iluminarla, hablarle para romper ese silencio tan bello, por
añorado; y tan cruel, por desconocido. ¿Qué talante le muestra a la oscuridad?
¿Estará señoreada por la seria y altiva belleza que nos muestra en su capilla?
¿Estará sonriendo como hace algunas horas, igual que lo hacía en sus traslados
de antaño y en sus callejeos a la Aurora? ¿O simplemente estará durmiendo? ¿Durmiendo?
Ella nunca duerme; vela nuestros sueños.
En la oscura antesala de su amanecer, Ella no
duerme. Vela la túnica planchada que yace sobre el respaldo de un ajado sillón,
o cuelga de una descarnada percha agarrada a una puerta o al tirador del armario;
vela por el costal que la lleve, limpio como nunca, privado de las indecencias
de los ensayos y pleno de la virginidad de un nuevo lunes de primavera; vela
por el descanso de sus hombres, de sus amores, de sus costaleros, de esos
reclamos de la madera que en breve serán insomnio para luego volver al letargo,
al sueño; vela por sus niños, por su juventud, qué maravilla, por esa miasma de
luz que la mantiene en un constante estado de lozanía, de eterna frescura, vela
por los futuros cofrades, por el ejemplo que nos dan día a día, por su
inocencia nativa; vela por esas notas, aún en el mutismo de las tinieblas; vela
el baúl donde encontraremos nuestra medalla. Pero es Ella quién nos vela, o
somos nosotros los que volvemos a velarnos para custodiarla a Ella.
Pero dormimos. Y al despertarnos llegamos a ser
conscientes de que todo se está consumando: se nos ha vedado el amanecer. Aún
las cancelas cerradas, y nuestros sueños velándola; se nos ha escapado otro
nuevo amanecer en silencio. Miramos al cielo buscando la paloma que ha sido la
primera en despertar, la que se ha posado entre la cera para, en un zureo,
describirle como colorea el día tras su palio de belleza; y el color del fondo,
tras la figura del pichón, nos augura irritables horas o serenas esperas. Inauguramos
un nuevo día, en un mundo hostil y extraño empeñado en acabar con la bondad y
la belleza humanas, sabiendo que una vez más no estuvimos presentes ante la
magnanimidad del despertar de un nuevo sol en el claustro de nuestras añoranzas.
Pisaremos una y otra vez la losa más caliente del claustro y nunca sabremos
cuál ha sido, ni las tonalidades con las que el febo la dotó recién estrenado
el día; ni el murmullo del rocío evaporándose en el silencio, mezclándose con
los primeros rayos solares, con el principio de un nuevo día agraciado con la
gracia de ver la Gracia en la calle. Y se diluye la mañana, con los cantos de
pájaros volantones entre los árboles de las plazas; y se confunde con la tarde
cuando el silencio se escapa a través de esa cancela de la Adoración, que se
abre al primer enamorado que acude a colmarla de flores.
Somos producto de nuestros silencios. Sus cálidas
manos nos moldean en el torno de nuestros días. En ellos aprendemos la lección
que el ruido, el movimiento, los colores, los sabores, los olores, el mundo;
quieren dejarnos impresa en la plastilina de nuestro yo. Y tal como nosotros
somos, así hacemos a Úbeda, la asombrosa tierra donde Dios quiso colocarnos
entre todas las tierras del globo. Úbeda, en la tarde del Lunes Santo, no puede
sino quedarse en silencio, aspirando los segundos de la vida entre el vaivén de
nuestros recuerdos, nuestras profundas improntas de antaño. Úbeda reflexiona
sobre sí misma en la pausa de sus estrecheces y rincones. Y esa tarde, no es
una tarde cualquiera; es la de las horas previas a la explosión de júbilo y
emotividad que, la salida de Ella desde la médula de Santa María, hará surgir
en la cúspide de la loma; y aunque el silencio del recuerdo sea el mismo que el
de una tarde de verano enamorada, los nervios y el desasosiego de nuestras
almas le dan carácter malévolo, tambaleándose el alma con la triste emoción de
su pronta partida. Úbeda, nosotros, comenzamos a convertirnos en una salida en
potencia: ni hemos salido de casa, ni hemos doblado el costal, ni se ha
calentado el metal de la noble corneta; y llevamos media tarde ante la puerta
de San Pedro, en una ficticia Estación de Penitencia, implorando con nuestros
ruegos y rezos, que pasen pronto las horas y que no corran nunca, que se queden
levitando en el paladar del deseo. En San Pedro estamos, que más casa nuestra
ha sido y es, que la fría Colegiata a donde la postraron. San Pedro, su
espacio, esa húmeda capilla. Pena que el dinero todo lo pueda, todo lo compre,
y no hayamos podido ni tan siquiera, en sueños, convertir a tan recatada
iglesia en la eterna morada de Nuestra Señora. La oscuridad perenne del
interior del templo inunda el silencio que proyectan nuestros recuerdos; ya
vamos saliendo de casa y cada paso dado se convierte en una suave oración. Cada
metro andado es un metro soñado. Cientos de almas cierran sus hogares,
emigrando hacia el refugio de su manto. Cada metro andado, cada metro soñado. Y
nuestros recuerdos, con sus silencios, se adentran en el barrio de San Lorenzo,
a través de la rancia calle del Condestable Dávalos; se apostan en los balcones
para verla pasar, cada una y mil noches que su aroma ha rociado la lúgubre
estancia callejera; se arrellanan nuestros recuerdos en el alféizar de las ventanas
de tan angosta calle, cual trastornados poetas o Vicos “lunesanteros”, para
lanzar, a su imaginario paso, torrentes de versos y quieros, de silenciadas
saetas o efusivas caricias del alma al mecido terciopelo. Y no tienen otra
salida nuestros silencios para encaminarse hacia ese claustro donde nos espera
su palio, que el balcón de la cuesta de San Lorenzo; quién no ha paseado por la
calle Cotrina, en cualquier época del año, a cualquier hora del día, y ha visto
eclipsarse el sol con una turbadora luna que se asoma desde la sierra de
Mágina; quién no ha visto colorearse la calle de azul y blanco mientras un
murmullo invisible iba apoderándose de nuestros sentidos; quién no ha visto,
bajo la espadaña, el descanso de un palio que se asoma al abismo, el descanso
de la madera, del costal y la faja; quién no ha escuchado el lamento de las
murallas, o a la Madrugá doliéndose, o Pasa la Virgen de Gracia entre el racheo
y el crujir de dientes de esos héroes anónimos del silencio. El silencio de
Úbeda, nuestros silencios, vuelven a la plaza renacentista. Ya se nos olvidó el
amanecer, la tarde y su espera, y entre las rendijas del templo vuelve a
apoderarse del claustro el silencio.
Entre el tumulto de sus cofrades, la marabunta de
infantes ataviados con la túnica azul, su azul soñado; entre los abrazos y la
agitación contenida de sus hombres; entre el choque de faroles que van pasando
de mano en mano, entre cristales que se hacen añicos antes de ser alumbrados;
entre el humo de los últimos cigarros clandestinos, entre sus humos y sus
siseos; entre el bochorno de decenas de cámaras fotográficas que disparan
cientos de veces, entre sus flashes y sus largas exposiciones, entre los
cientos de dispositivos móviles que actúan como aquellas, qué espanto; entre el
repiqueteo de unas baquetas desganadas sobre el parche, la limpieza de
instrumentos, la excitable espera de unos músicos con cientos de minutos y
notas en sus destempladas noches de ensayo; entre el suave roce de unas corbatas
que se recolocan una y otra vez, presas entre el hastío y la alegría; entre
todos los rumores acopiados entre esas cuatro paredes y el cielo a lo largo de
una larga jornada de desvelos, prisas y llantos; entre todos ellos se erige en
Reina del silencio, Ella, la Virgen de Gracia, salvaguardada por un quieto
palio dispuesto a ser desvencijado por la pericia de un valiente racheo sobre
la afrenta de unos históricos adoquines y unas vueltas de esquina que requieren
revirás de espanto. Allí reposa Ella, en silencio, regalándoselo al alma que se
postra ante su serena figura reclamando un milagro, o dando gracias por el
regalo de verla otro año en su trono de pureza. Allí reposa Ella, en un
silencio donde es capaz de oírse el crepitar de la cera ardiendo, la lenta
muerte de unas flores que la engalanan, el crujir de la madera ante el
inminente calor del costalero. Todos los silencios del mundo contenidos en esta
divina estampa que muy pocos somos los agraciados de vivir y que hoy, se nos
muestra sobre la impresión en un despojo de la naturaleza.
Silencio. Esa palabra sonora tan bella y espontánea
que es el silencio. Todo lo que éramos y seremos antes y después de ser lo que
fuimos, somos y llegaremos a ser.
Pero el designio del silencio no es existir per sé, nos
necesita. Con tres golpes sobre la Adoración, se abren nuestras voluntades para
recibirlo de nuevo. Se abren la cancela y el alma, y con el primer acorde de la
orquestina, el silencio, va recogiendo sus maletas. Cientos de faroles
abandonan el descanso sobre las frías losas preñadas de historia, ordenes que
van y vienen, Pedro que se aturulla para imponer el preciso orden con el que la
hermandad señorea las calles, la última mirada tras el capuz de cada nazareno
que traspasa la puerta, todas brillantes, todas húmedas, todas en el anonimato.
Abrazos, palmas, rezos, risas, promesas, miedos, valentía para vencerlos: los
costaleros se hacen trabajadera espantando el silencio que habitaba bajo sus
plantas. Primeros golpes del llamador, primera levantá. Y como un tremendo
vórtice, el palio y su contenido, Ella, se apodera de todos los silencios del
mundo. Es el silencio andando, las barras de palio son de silencio, el racheo
es de silencio, las ordenes de Rafa son de silencio, las piedras ensanchan su
mudez, el cielo se queda sin estrellas porque el reflejo de la candelería anula
a cualquier astro. Es el silencio andando. Menos paso, izquierda adelante,
derecha atrás. Menos paso quiero. Oído, los dos costeros a tierra por igual.
Por igual. Más la izquierda, más la izquierda. Vale. Bueno, al cielo con Ella.
Y en una explosión sin límites, ya somos otra vez esclavos de nuestros
recuerdos. De nuestros silencios. Adiós, silencio.
Estimadas autoridades. Señor Presidente de la Unión
de Cofradías de la Ilustre ciudad de Úbeda. Señor Arcipreste de la ciudad de
Úbeda, Padre. Don Santiago Muñoz de la Torre, Hermano Mayor de la Hermandad y
Cofradía de Nazarenos de Nuestra Señora de Gracia, mi amigo. Jesús Mendoza,
enhorabuena. Señoras y señores, estimados todos.
Las inclemencias meteorológicas, desafortunadamente
acaecidas en la pasada noche del Lunes Santo, motivaron que las bases del
concurso fotográfico fueran parcialmente modificadas, debido a que el palio de
Nuestra Señora y sus hermanos cofrades, no pudieron realizar su desfile
procesional para celebrar la Estación de Penitencia a los pies de San Pedro.
Por ello se permitió la presentación de obras fotográficas realizadas en años
anteriores al aciago 2013. Y qué maravilla, que dulce alineación de los astros,
fue la presentación de esta fotografía por parte de Jesús Mendoza. Jesús,
ubetense de nacimiento, al cual le auguro un productivo y afamado trabajo en
las artes que domina; nos trajo una fotografía realizada en el año 2012, en el
interior del claustro de Santa María, momentos previos a la salida de la
hermandad a la calle. Es difícil, yo he descrito todas y cada una de las
situaciones que pudieron darse en el momento justo del disparo, saber qué
acontecía alrededor; mas lo importante, lo modesto en detalles, está impreso
sobre el papel.
Un cartel distinto, aunque no único en las formas.
Algún que otro icono en los años ochenta y setenta, se parece al que hoy
ejemplariza nuestra Semana Mayor. Es un cartel, valga mi sistemática
descripción, silencioso. Un cartel que busca la búsqueda de esa escena; un
cartel que llama a la oración, al recogimiento y a la reflexión. Es una estampa
que sale a la calle, que viaja por el mundo para mostrarnos lo de dentro, el
interior, esa parte del mundo cofrade que nadie ve y que nadie intuye; nadie de
fuera, claro está; y de la que todos, cofrades todos, deberíamos hablar
sistemáticamente a aquellos que dudan más que nosotros y que ponen en tela de
juicio nuestros actos y nuestras creencias. Es un cartel que abre las puertas
del templo aún más de lo que debieran estarlas. Es un cartel que sale de
dentro, que nos muestra el camino de otra Semana Santa con distintos acordes y
colores, en la que María, la Corredentora, nos presta su palio para cobijarnos
de la apatía y el laxismo.
El destino quiso que fuera así; Dios así lo quiso. Y
relegó la elección de otra típica escena costumbrista a otros años, a otras
Hermandades, a otras Semanas Santas. Todos pensamos, yo así lo hice, en un
cartel donde la Virgen de Gracia bajara por San Lorenzo; o tuviera el telón de
fondo de la Capilla del Salvador; o se vieran los pies de los costaleros, o un
desenfoque escandaloso de un farol con el palio al fondo. Pues no, y ya está
bien. Ya está bien de equivocarse y de caer en el error de persignarse en la
calle, no ante Jesús o su Santa Madre, sino ante el monumento de turno, o la
acumulación de gentes y sus fervores. Ya está bien de que se soplen cornetas y
se aporreen tambores, o se porte a Jesús o María sin conocer sus historias, su
misión redentora, su desprendido amor hacia el hombre y la pasión que
soportaron en ello. Por ello, un cartel así, sin detalles preciosistas que no
llevan a nada, es más cartel de Semana Santa, porque es la semilla de la que
florece todo el vergel donde descansaremos los próximos días que ya nos
anuncian. Es el arte por el arte, donde solo el arte muestra arte.
Es un cartel, que como todos los editados en los
últimos años, viajará en los próximos días a la Feria Internacional de Turismo,
para promocionar con énfasis las excelsas raigambres de nuestros días grandes,
por antonomasia. Empero, un servidor, se place en anunciar que este cartel
lleva ya tiempo en la calle y ha sido editado con mucha antelación al momento
que vivimos, y presentado en la feria internacional de la tristeza y el
abandono, celebrada en la calle a altas horas de la noche y a temperaturas
impropias de ser vividas entre cartones de esperanza. Es un cartel que los
cofrades de Úbeda han defendido a capa y espada, porque el nombre de Úbeda iba
en la buena defensa de sus valores morales. Es el mismo cartel de siempre, el
de las cofradías y cofrades de Úbeda, que tanto bien han hecho, hacen y harán a
la ilustre ciudad que nos cobija. Vaya desde este atril mi reconocimiento y mi
afecto. Una vez más me siento orgulloso de sentirme cofrade.
El esfuerzo, la generosa dedicación del tiempo libre
y de otro que no lo es tanto y que tantos quebraderos de cabeza nos cuesta al darlo.
Los minutos, las horas, los días, los años; sin esperar que nadie nos pague
nada, y si alguien así lo espera anda confundido de vivienda. La imparable
caída del tiempo, más amable si gastamos nuestras fuerzas en la construcción de
algo que pervivirá por los siglos de los siglos mientras el hombre así lo
considere. Toda una vida lleva este humilde orador; y diez años a la vera de mi
Señora del Lunes Santo, todos ellos entregados con desmedida fiereza y generosa
actitud; y en ellos he tenido la dicha de vivir aquellos gloriosos días en los
que la Hermandad cumplía sus bodas de plata. Una hermandad aún joven que ha
dejado profunda huella en los días de la ciudad, que ha creado momentos
esperados por su pueblo, la Luna y media Sierra de Mágina que se asoma por los
caminos de Granada; que ha forjado su leyenda sin mecenas, sin padrinos, con la
sola herramienta del querer de sus hermanos; que ha tenido grandes dirigentes y
otros que quisieron hacer carrera en el aula equivocada. Uno solo puede
sentirse orgulloso de ser graciero, y de haber descubierto tantos amigos buenos
en la convivencia amable que da el trabajo y cuando se exalta lo que se hace.
Hay que seguir en la brecha, en el trabajo, en la oración, en la educación de
los valores cristianos, en la Caridad, en la Formación, en el Culto; hay que
seguir coloreando las calles de Úbeda con el azul y el blanco que nos vestirá
en la eternidad. Aún queda camino por recorrer. Jesús nos mostrará el camino.
Queda pues, tras la humilde prosa de este tímido
orador, presentado el signo que significará nuestros anhelados días de la
Semana de Pasión. Quizá sea pronto para decirlo, pero para mí es tarde ya
anunciar que se van las vísperas: este no es el comienzo, sino un alto en el
camino donde tomaremos el merecido descanso y donde reflexionaremos sobre el
peso de los días que hemos de soportar en venideras jornadas. Se hace joven
nuestra Semana Santa, y nosotros envejecemos esperándola en el zaguán de
nuestra infancia. Ha llegado la hora de desandar el camino que nos trajo hasta
aquí, de ir sacando los silencios que hemos ido guardando en el zurrón mientras
sufríamos nuestro exilio en el desierto, y oír la ingente prosa que nos narran
los recuerdos contenidos en ellos. Comencemos, por ejemplo, con ese último nazareno
de túnica y capa blancas, con capuz colorado, que cierra la puerta de su hogar
tras de sí, dando comienzo, en un esbozo, a estas vísperas que hoy comienzan.
Hubo un instante en el que dejé de ser joven y, al
volver la vista hacia adentro, descubrí que había aprendido todas las cosas
importantes que se aprenden en tu vida. Desde entonces aquí me tienes,
escribiéndote cartas día a día, hora a hora, suspiro a suspiro; clamando al
cielo tu vuelta sin darme cuenta que eras tú, que era tu voz desde el zaguán de
la nostalgia la que me dictaba cada palabra, cada acento, cada rabieta
contenida ante el tic-tac de tu falta. Me sumí en la ignorancia, para no
tenerte cerca, para buscarte siempre. El tuyo y el mío es un amor intermitente;
no podríamos vivir por siempre entre las mieles de un plenilunio eterno: nos
cansaríamos el uno del otro, estaríamos a todas horas discutiendo, lanzándonos
diferencias a la cara: las cosas de un amor que se hace viejo. Es preferible
vivir así: el uno al lado del otro, amándonos en la distancia de estos días de
invierno, acercándonos cada día a esa puerta que nos separa y que ambos estamos
deseando abrir. Enloquezco en tu primavera, pero más lo hago en invierno. En
invierno aún es hora de acariciar esa palma que aún se empeña en no molerse,
aún el calor de los alfares es apacible y sereno para disfrutar de su Pasión,
todavía las calles siguen inmaculadas para escribir sobre ellas oscuros versos
del alma, para pintar cada aurora con nuestras lágrimas; cenáculos se
concelebran en los hogares brindando por el florecer de tus días; aún el olivo
está vivo para prender nuestras dudas y parar orar a escondidas; nos fustiga
con sus aromas el siempre humilde y santo incienso; me acuerdo de las muertes
que con bienes me colmaron en vida; aún resuena un viejo miserere que se empeña
en no ser sustituido por el nuevo; caen los días y las noches y el tiempo va
expirando hasta traernos la angustia de intuir que tendremos que volver a
vernos, romper nuestras soledades con un frío y tibio beso con amargos sabores
de entierro. Déjame en este invierno, volverme loco en Santa Teresa, sentado en
un frío banco imaginando que el Señor con sus Penas otra vez, y otra vez, y
otra vez por esa puerta otra vez, y otra vez, y otra vez están saliendo; déjame
hablar a solas con la Gracia, con sus silencios; en el sillón de mi casa, tras
sus muros o frente a Ella. Déjame decir Gracia, Gracia, Gracia; así mil y una
veces, a lo largo de toda una vida y en la eternidad del descanso; déjame
levitando en manos de mis amigos, en nuestros consuelos contigo, en nuestros
abrazos. Déjame con mis inviernos, que en ellos caliento mi sangre con el
costal y la faja, con mis hermanos costaleros. Déjame, amada déjame; que tras
querernos en primavera, siempre te marchas; siempre es invierno.
Señoras y señores, felices vísperas.
Muchas gracias.
Úbeda, del 14 al 16 de enero de 2014