Don Robustiano me sorprendió en
el mismo momento que giré la esquina y me adentré trotando en el túnel de
cipreses que lleva al cementerio. Él estaba a sus cosas, con las manos en la
espalda y mirando hacia el suelo; pero me gusta llamarle la atención y sonsacarle
un potente buenos días desde cualquier distancia y lugar. Venía del camposanto.
Era uno más de los cientos de ubetenses que ayer llenaron de vida,
paradójicamente, las calles y rincones de San Ginés, donde descansan
eternamente nuestros antepasados, el último lugar al que llegaremos tras
nuestra vida. Es un rito desandar los pasos imaginarios del último viaje para
reencontrarnos con nuestro último aliento, porque quién no piensa cuándo
llegará su momento y serán otros los que vengan a colocar flores sobre su
tumba. Es inevitable pensar en la muerte y ayer ese pensamiento se hizo más
presente al conectarnos de manera tan directa con ella.
La muerte moldea nuestras vidas y
no porque alguna vez nos deba llevar de la mano, sino porque constantemente nos
está robando algo de nuestro alrededor que conformaba nuestra persona. Y
siempre nos relegará a estar echando de menos a alguien que se nos fue. Ayer,
hoy, la muerte se viste de gala para recordarnos que hay que vivir profunda e
intensamente, y lo hace pinchando nuestra memoria con el recuerdo de los seres
queridos que ya marcharon. Y el recuerdo, a pesar de que intentemos disfrazarlo
con tradiciones importadas de otros lares, más televisivas y cinematográficas,
el recuerdo, digo, es más sólido que la muerte misma. Y recordar es un alimento
que se toma en silencio, al abrigo del hogar con un buen plato de gachas sobre
la mesa y las castañas tostándose en la lumbre. Recordar tiene figura de Don
Robustiano, un andar firme y lento con las manos en la espalda, mirando
atentamente el suelo de nuestras entrañas, entre cipreses centenarios y el piar
de los vencejos que anidan en San Ginés.
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