De repente uno descubre que vive en una ciudad tan extraña y
mira hacia atrás buscando el momento preciso cuando todo empezó a cambiar.
Algún cambio ha tenido que sucederse para que la ciudad sea capaz de disfrazar
con un ropaje incorpóreo que despoja de personalidad al transeúnte que se
adentra en las entrañas históricas de una ciudad que poco a poco se ha ido
descalzando las zapatillas de pueblo.
Es verdad que repicaban las mismas campanas que pintan los
tejados con los distintos tonos del día, y el sonido es inconfundible pues son
los mismos olivos los que devuelven el eco amortiguado por su plateadas copas,
y el vagabundeo de mis pasos recorría los mismos adoquines que se han ido
limando a lo largo de los siglos; pero en una tarde de un sábado cualquiera, un
ubetense en Úbeda, digamos que fui yo, pudo constatar que hoy es posible pasar
totalmente desapercibido entre las arterias de la ciudad vieja y dorada. Como
un turista más, como un extranjero perdido mirando su ubicación en el mapa de
google, entre mesas de tabernas atestadas de humanos sedientos tras una jornada
de visitas y tournée interminables.
La ciudad ahora es capaz de arrebatarte el rostro, incluso hasta el punto de
verte reflejado en los ojos de amigos y conocidos, de coetáneos y compadres, de
ubetenses que han compartido infancia, adolescencia y madurez, y que esos ojos
no te reconozcan, desorientados entre la turba foránea que atesta las calles y
plazas del casco antiguo, entre la vorágine de los grupos de extranjeros con
auriculares en los oídos, entre la turbulencia de miles de teléfonos móviles
obturando una y otra vez para captar un momento único en una ciudad hermosa que
mañana solo será un recuerdo.
Pasear por Úbeda y creer que no eres de ella. Ahora es
posible. Algo ha cambiado, algo cambió. Todos nos alegramos aquel día, aquel
lejano día de julio del año 2003. El precio estaba claro: entregar la ciudad al
mundo, derribar sus murallas, y que el ubetense fuera desterrado a sentirse
como tal cuando la noche acoge a la ciudad y en el silencio se oye el quejido
de una Úbeda cansada de tanto ruido.
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