domingo, 26 de octubre de 2008

Cuando cansa el silencio


Han vaciado el pozo de mi locura, abocándolo a la soledad de un alma muerta en vida que quiere ser hombre para volver a morir; de repente, con la crueldad propia de un hombre que no entiende de noches en vela y un cerebro en el que durante meses se enciende la luz de la habitación de la bohemia, han aniquilado la verde y fresca selva donde llevaba tiempo reposando, en una hamaca tejida con el hilo de la locura, han segado el verde y me han ofrecido la yerma alfombra de un desierto aburrido y caluroso en la que deambularé como un muerto que quiere volver a la vida. Yo no he sido nunca un muerto, tampoco estoy muy seguro de poseer eso que algunos llaman alma; cómo pueden mis manos escribir como un espíritu, cómo siente un ánima, cómo acaricia un cadáver, a qué lugar pertenece lo que no es. Me han robado el derecho a volverme loco, han conseguido lo que no sabré nunca si deseaban: me han matado.

Hasta el popurrí todo es toro. Lidiaré con algún que otro pasodoble que alguno que otro no querrá cantar, me tragaré el poco orgullo que me queda en este mundo cuando un sinónimo cambie todo el significado que he querido dar, y lo que más me apena y me entristece: tendré que subir al paraíso burdo, tosco y cómodo del vocabulario que algunos dicen que es el que vale en Febrero. Me arrancaré la piel que siempre va conmigo, esa que está calada por poros de poesía, y me mostraré como algo que nunca he sido y nunca llegaré a ser. Diré todas esas falacias que empujan mis silencios hacia fuera.
Ahora, por los siglos de los siglos, he conseguido estar en paz conmigo mismo, susurrar al oído de la única persona que se merece mis silencios; he conseguido volver sobre los mismos pasos que he estado dando estos años y he visto el camino lleno de baches que tuve que saltar y vadear a cada momento para llegar a mi ciudad de Oz, esta ciudad que ahora, cuando mis pasos me han acercado a ella, no puedo ver. ¿Ha valido esta travesía? Me quedaré pensando en eso, buscando la forma más sencilla de decir gracias, nunca adiós, mientras miró con nostalgia la fachada de Santa María o sueño con las esperanzas que ha cobijado algún banco de estación.