miércoles, 22 de noviembre de 2023

TEXTOS CONCIERTO CONMEMORATIVO DEL 125 ANIVERSARIO DE LA PROCESIÓN GENERAL

 


LA EXPIRACIÓN. EL NACIMIENTO DE LA MAGNA PROCESIÓN GENERAL.

Plañidos y lamentos, como la brisa salada que trae el viento desde lo más insondable del horizonte inalcanzable donde se unen cielo y mar. La muerte viene precedida del salitre sobre el rostro y el incesante murmullo de las olas rompiendo sobre la playa; la muerte nos avisa de su llegada como las copas de los árboles de la pronta lluvia, como el canto de la chicharra de la inhóspita tarde estival.

1897 y en Úbeda se abría de nuevo un sepulcro para acoger al cuerpo muerto de Jesús. La muerte de Cristo se hacía visible en la vida del cofrade ubetense.

La muerte narrada en los Evangelios no estaba sobre la ciudad. En la Soledad del Viernes Santo, que llegaba desde las entrañas de los hornos de la calle Valencia, la muerte ya había partido, e incluso se olvidaba entre la algarabía que acompañaba al paso de María. Y en el monte Calvario de la Trinidad, la muerte aún no quería llegar, quedaba apostada en los clavos sobre la cruz, en las sanguinolientas llagas que Jesús mostraba al pueblo compungido, en un último aliento que siempre quedaba en vilo. Vestida de plata, la muerte abría de par en par las puertas de Santa María, y la muerte llegó con un estruendo callado, nos cogía de la mano y nos invitaba a acompañarla. Así, el cofrade ubetense, entonando cantos de silencio perpetuo, vestido de las diferentes túnicas que blanquinegreaban el Viernes Santo, cambió horarios de salida de sus procesiones, porque era el deber quien los requería y la llamada de la Muerte de Cristo los convocó a la hora prevista de aquel Viernes Santo de las postrimerías del siglo XIX, para formar parte del cortejo doliente que toda muerte necesita. Desde Santa María hasta la Trinidad, con un trágico desfile silencioso y doliente, nacía la Magna Procesión General de Úbeda que, cerrando las cancelas de la Puerta de Juan de Mata en la Trinidad, significaba la instauración del silencio que sigue a la Expiración.

 EL SEPULCRO. EL CUADRO.

Cuando la Magna Procesión languidece, bajo la sombra de la Cruz de Hierro, un cortejo de penitentes de blanca gola de encaje pinta de sombras la calle Montiel. Una cruz barroca convierte a su paso las calles en tristeza. Sones tétricos de timbal y de tambor hacen temblar ventanales y van abriendo las camas en las alcobas tras el destierro. La cofradía del Santo Entierro de Cristo y Santo Sepulcro se desparrama entre ecos en la plaza Primero de Mayo. Si Úbeda tuviera que morir en algún momento de la Historia, lo haría sin lugar a dudas con esa plaza preñada de luces mortecinas, rostros de terciopelo negro y Cristo Yacente entre el fuego eterno.

Una belleza desmayada que se sustenta en los renglones de la historia de nuestra Procesión General. Porque Cristo Yacente en su Santo Sepulcro va de Montiel a Santa María cuando ya es Sábado de Gloria y con él bajan nuestros antepasados, los de aquel año 1897, que se aglutinaron bajo la Trinidad para acompañar un sepulcro de Plata Meneses hasta Santa María. Cofrades de todas las raleas, sin importar colores y escudos, formaron, en la tarde del Sábado de Gloria, un nuevo cortejo fúnebre que al desembocar en el Paseo del Mercado trazó sobre el lienzo de la ciudad una de las estampas más bellas que haya podido parir Úbeda: el cuadro.

Quizá no sea el espacio ni el instante, ni el entorno ni el momento de lanzar peticiones al respetable; pero cientoveinticinco años después siempre tendremos la oportunidad de regresar al pasado, cerrar los ojos para emigrar a aquel ubetense lejano que acompañando el cuerpo de Jesús muerto, lo rodeaba en círculos concéntricos en aquella plaza de antaño, mientras sonaban marchas fúnebres dirigidas por Don Victoriano, vistiendo la plaza de luto arremolinada junto al Sepulcro.

 STABAT MATER. LA ETERNA DESPEDIDA.

Adiós es una palabra que se escribe sin tinta, se dice sin aire y se aprende sin maestro. El adiós es la rúbrica a un pasado que no volverá a sucederse. Pero en Úbeda tenemos un adiós indeleble que se empeña en esconderse en el recuerdo, y sale a nuestro paso constantemente para decirnos que en Úbeda la Semana Santa es eterna.

La Magna Procesión General de Úbeda es un adiós tan rotundo a los días grandes de nuestra ciudad, es un final tan magistral a la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo, que dotado de tanta hermosura y excelencia se queda levitando en la conciencia de la ciudad para no marcharse jamás. La General es despedida sin ida, porque se queda presa en un Real de colores, sobre la plaza Vieja satisfecha; en el Claro Bajo de San Isidoro en un Desconsuelo distinto; en la lonja de la Trinidad en un Calvario anochecido; en la escalinata de San Pablo entre tambores latinos; en la vuelta a Santa María pintando en morado los cirios; queda sentada en una vieja silla de enea, bajo el suave cobijo de una manta de lana vieja y el sustento de un puñado de pipas.

Es un adiós que nace allá por San Millán, al caer de la tarde del Viernes, cuando, mientras en la ciudad se van llenando las calles de apoteosis, júbilos y frenesíes; un barrio entero se emplaza a los pies de la cuesta de la Merced mientras empieza a sonar una letanía de notas anónimas que se apoderan de la ciudad, al compás del parsimonioso paso de María en su Soledad. Es la paradoja de la Magna Procesión General que empieza a poner de gala a la ciudad con las tristes notas de un adiós anónimo que se quedará anclado un año entero a los pies de la Cruz de Hierro, mecido en la pleamar de nuestras almas por la gravedad de un imperecedero Stabat Mater.

 LA GENERAL. LA ESPERADA REUNIÓN.

Los barrios se van abriendo a la tarde. En la duermevela de la tarde del Viernes Santo, inadvertidos, una continua procesión de penitentes solitarios y anónimos va entregando tambores, trompetas y los necesarios hermanos de luz a las casas de nuestras hermandades que vuelven a abrir sus puertas para organizar un nuevo guion, el guion del cortejo fúnebre que naciera en aquel año 1897 y que a lo largo de los siglos ha ido mutando en una verdadera explosión de religiosidad, cristianismo y costumbrismo.

Es la vieja plaza, la de Andalucía, la de Toledo, incluso la del General Orduña, el vientre que parirá la mayor exaltación de magnanimidad y señorío que pueda vivirse en esta ciudad. En una plaza callada tras el último paso de la cofradía de las Angustias cuando la tarde amanecía, se vienen desde sus arterias las músicas que anuncian la llegada de las distintas tribus. El Rastro regresa al Jueves Santo trayendo desde Mágina los sones de Los voluntarios, desde Trinidad parece que el Domingo de Ramos se vuelve a modelar en los instrumentos de su banda, desde Corredera, desde Mesones, desde Don Juan, desde el cielo mismo si fuera posible, cientos de hombres con la música de las noches de Cuaresma, y la banda de los Romanos que venga desde donde quiera que todos los caminos comienzan en Roma. Y allí debatimos con nuestro yo si dejarnos erizar la piel, o dejar partir nuestros recuerdos en forma de lágrima, o sonreír cuando dos bandas se unen para tocar alalimón una misma poesía de notas musicales, o sentirse orgulloso del respeto que se tiene al paso de una banda del Viernes Santo o al paso de un trono camino de Santa María. Todo: la profusión de colores, la riqueza de olores, la exuberancia de sabores que la escena nos deja en el paladar; todo en la vieja Plaza, la de Andalucía, la de Toledo, incluso la del General Orduña, en la plaza de La General.

 TOQUE DE LAMENTOS. EL ECO DEL VIERNES SANTO.

Acaba de escucharse la Sentencia de Cristo allá por el Real y mueren los sonidos. Más allá de las cinco de la mañana, nace el Viernes Santo vestido de morado, en la miel macilenta de las tulipas de un guion eterno y en el rezo perseverante de los lamentos de trompeta. Una letanía interminable dueña de todos los instantes que se sucederán a lo largo del último día de Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo.

Son lamentos los que abren y cierran las cancelas y enrejados de nuestros templos, son lamentos los que abrirán el día entre el murmullo de los vencejos en la madrugada apostada sobre la Consolada, son lamentos que engrandecen la más bella plaza del mundo cuando Cristo comienza a caer, son lamentos que acallan la turba acomodada a los pies del Calvario para ver morir al Hijo de Dios, son lamentos en el Claro Bajo de San Isidoro llamando a la lluvia y buscando al llanto, son lamentos los únicos que no destiemplan el tiempo cuando el Stabat Mater se calla en el horno de San Millán.

Lamentos, corros de lamentos, hombres anónimos que rezan con lamentos, que entregan los lamentos para que se nos claven en el alma mientras asistimos febriles al paso de Jesús en su agonía. Lamentos que se adhieren a las paredes, que se mezclan con el retumbar de los timbales en la Magna Procesión General y nos van despertando del sueño vivido durante los días grandes de la ciudad.

Lamentos que se quedan en nosotros, como un eco eterno que regresa cuando quedamos a solas con Jesús, con ese Jesús de madera que todos tenemos en la mirada y al que rezamos en silencio con un tenue y suplicante lamento.

 COFRADÍAS UBETENSES. APOTEOSIS DEL CRISTIANO.

Y el todo son trocitos de retales que el tiempo y la costumbre van uniendo. Ya cada cofradía sin saberlo desanda los caminos del pasado y van pisando huellas por las calles que otros antes que ellos anduvieron. Santa María abierta va pariendo los Cristos de madera que encerraba, María bajo palio va acogiendo del hombre sus lamentos y plegarias. El Salvador lejano se engalana con los rayos de luz que ya postreros iluminan su divina portada, cuando el sol deja la piedra oscura y fría los cofrades van encendiendo sus candelas, a Dios se le calienta el rostro tibio, y la noche es azul y eterno el tiempo. Capirotes tapan rostros, costaleros levantan faldas, y siempre el Borriquillo es el que abre y siempre la Soledad sin soledad cierra el encuentro.

Se esparcen las pinturas entre las calles y el tiempo con su pincel las va ordenando, pintando en la noche un escorzo de lo que han sido los días extraordinarios ubetenses. Desde el Domingo de Ramos hasta la muerte de Cristo, seis días de desvelos, azoramientos y beldades, seis días de un Evangelio plástico exquisito, contenidos en un instante eterno sobre una ciudad absoluta. La catequesis de la General, la catequesis de nuestras Hermandades; la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo según Úbeda.

Y el todo que el tiempo y la costumbre ha ido uniendo se rompe en sus retales. Cada cofradía regresa hacia su templo, cada tribu con cansados andares se deshace en sus túnicas, el rostro anónimo se desvela y tan solo queda un hombre que vencido despide a Dios y su Madre en el postigo. Son mil las generales que renacen, una por cada cofrade que con la capa recogida, el capirote en el brazo, el tambor desmayado, el cirio desgastado, la corneta sin boquilla y el alma de recogida, regresa solitario hacia el hogar silbando entre las sombras de la noches el himno de la cofradía que lo ha acompañado todos los días de su vida.

 AGRUPACIÓN DE COFRADÍAS. NUESTRO COMPROMISO.

Ella está en nuestra mano. Tenemos un compromiso heredado en aquella tarde del año 1897. Pensar en los motivos que llevaron a la celebración de aquella Procesión General, no nos puede llevar a otra opción que la de acompañar al Santo Sepulcro en su procesión, y así, tan simple y espontánea como acompañar a Cristo debe ser la deuda que los cofrades de nuestro tiempo tengamos con la Procesión General.

Seamos leales a nuestra condición de ubetenses, de cofrades y de cristianos: es Cristo quien nos convoca en cada instante de nuestra vida a dar ejemplo con ella de los valores inmersos en el Evangelio, es Cristo quien nos llama a evangelizar con su paradigma de Amor; en la Procesión General tenemos el instrumento ideal para enseñar a Dios con nuestras imágenes y evangelizar con la Pasión y Muerte de Cristo. Nos convocan nuestras hermandades; ellas, más allá de nombres y cargos, necesitan de un cofrade limpio de chovinismo y protagonismo, somos hermandad y con ella debemos estar en todo lo que se nos requiera, no ser cofrades de medio pelo y participando en la Magna Procesión General tenemos otra oportunidad para demostrarlo. Y nos convoca Úbeda, la capitana de vientos y olivos, porque no puede quedar huérfana de la noche capital de su Semana Santa, porque sin ella perdería un acontecimiento anual que la matiza y la engalana y le da carácter y la apellido Ciudad de Semana Santa.

¿Tanto nos ha costado llegar hasta aquí? ¿Tanto peso llevamos en la espalda tras estos cientoveinticinco años como para seguir preguntándonos a veces si la Magna Procesión General tiene sentido en nuestros días?

Miremos hacia atrás, cojamos de la mano al cofrade de aquel año 1897 y hagamos solamente lo que él hizo. Caminar junto a Cristo cuando Él lo pidió. Caminar junto a Cristo en unión.

jueves, 2 de noviembre de 2023

La solidez de la memoria


Don Robustiano me sorprendió en el mismo momento que giré la esquina y me adentré trotando en el túnel de cipreses que lleva al cementerio. Él estaba a sus cosas, con las manos en la espalda y mirando hacia el suelo; pero me gusta llamarle la atención y sonsacarle un potente buenos días desde cualquier distancia y lugar. Venía del camposanto. Era uno más de los cientos de ubetenses que ayer llenaron de vida, paradójicamente, las calles y rincones de San Ginés, donde descansan eternamente nuestros antepasados, el último lugar al que llegaremos tras nuestra vida. Es un rito desandar los pasos imaginarios del último viaje para reencontrarnos con nuestro último aliento, porque quién no piensa cuándo llegará su momento y serán otros los que vengan a colocar flores sobre su tumba. Es inevitable pensar en la muerte y ayer ese pensamiento se hizo más presente al conectarnos de manera tan directa con ella.

La muerte moldea nuestras vidas y no porque alguna vez nos deba llevar de la mano, sino porque constantemente nos está robando algo de nuestro alrededor que conformaba nuestra persona. Y siempre nos relegará a estar echando de menos a alguien que se nos fue. Ayer, hoy, la muerte se viste de gala para recordarnos que hay que vivir profunda e intensamente, y lo hace pinchando nuestra memoria con el recuerdo de los seres queridos que ya marcharon. Y el recuerdo, a pesar de que intentemos disfrazarlo con tradiciones importadas de otros lares, más televisivas y cinematográficas, el recuerdo, digo, es más sólido que la muerte misma. Y recordar es un alimento que se toma en silencio, al abrigo del hogar con un buen plato de gachas sobre la mesa y las castañas tostándose en la lumbre. Recordar tiene figura de Don Robustiano, un andar firme y lento con las manos en la espalda, mirando atentamente el suelo de nuestras entrañas, entre cipreses centenarios y el piar de los vencejos que anidan en San Ginés.