sábado, 16 de mayo de 2009

Tierra mojada

A tierra mojada. Así olería el vientre de mi madre Dolores durante los nueve meses que me hicieron sus entrañas, así es el aroma de la vida: tierra y agua: piel y sudor que provocaron mi llanto tan sólo al alejarme de ellos. Esa es la fragancia de nuestras alegrías y tristezas, de nuestra vida a fin de cuentas, pues ella es la que se desprende de nuestros sentimientos, de lo que somos, de cada una de nuestras lágrimas: las que brotan del alma para navegar por el mar muerto de nuestra piel o las que echan anclas en el abismo de nuestro ser.

Así huele el bálsamo con el que he ungido todas las prendas colgadas del armario de mi substancia: así huele la libertad, y no a barro, que es tierra mojada pisada por las botas de la esclavitud, que no huele u ofende los sentidos con su podredumbre; así mi soledad pues sólo entre papeles puedo encontrarla y el aroma que desprende un libro al abrirse se asemeja en mucho a las mañanas de niebla entre las serpientes de verde y plata; así el amor, anticipándome una eterna tormenta que nunca acaba de descargar sobre el desolador desierto de la pasión.

Y, como todo buen perfume, tiene la virtud de transformarse en pasado, en añoranzas, en partes de mí mismo, de lo que fui y por lo que ahora soy. Tan fácil como pasear entre las tinieblas de esta noche y volver a ser lo que fui en su presencia, hacerme amanecer a través de la ventana de aquella habitación de Sevilla que daba al Guadalquivir con sus rosáceos y grises reflejos; convertirme en niño que camina, con una viejas botas de fútbol colgadas al cuello, sobre el añorado albero de aquella Patera que tanto me hizo soñar; vuelve a ser el calmante en las madrugadas de invierno cuando su presencia en la terraza me hacía presagiar una mañana sin madrugón y un frío y gris día sin aceituna, al calor del brasero; me permite volver a besar a mi abuelo Blas, porque ese era su olor cuando venía cansado del campo con los bolsillos llenos de aceitunas pasas para su tentempié de media mañana, o puedo verlo sentado en el rellano junto a mi abuela, vendiendo las moras que traía de la casería Beteta y mirando a escondidas su cartera para darme los cinco duros de todos los sábados de mis visitas; y también me devuelve a mi otro abuelo, a Antonio, que vivía a unos metros de allí, y a todas las pelotas que me regaló y que perdí o rompí o me quitaron, y a su calle Blas Infante sin asfaltar y al abismo que se asomaba al pilón del León, con todos sus anaranjados atardeceres y las noches en las contaba pueblos por las luces que brillaban, y el corral de mi abuela Pepa con su higuera y sus sombras, y sus sombras y su pozo, y los ladridos de la perra y la ceguera de mi bisabuela Ginesa con su rosario entre las manos rezándole a Santa Rita, y la juventud de mi padre cuando entraba en ese patio para llevarme a mi casa de la Puerta del Sol, y atravesar las eras, que hoy son el Parque Norte, viendo como la ermita se iba haciendo más y más grande, por el camino de piedras hasta pisar el asfalto del barrio San Pedro en el que ya se perdía el olor a tierra mojada; me voy a Granada, hasta los jardines de la facultad de Biblioteconomía donde dejé de estudiar y de enamorarme por penúltima vez. ¡Me hace ser tantas cosas que fui en su presencia! Y tantos colores, y sabores, y tantos dolores, y tanto y tanto de mí…

Esto me hace pensar y creer en que todo ser humano tendrá una fragancia que se identifique con su vida, sus alegrías, sus tristezas, su pasado e incluso con su futuro. ¿Mi futuro? Mi noche, mi presente, huele a tierra mojada y en mi futuro solo diviso un vientre, como aquel que me acunó antes de nacer, en el que va llenándose de vida Gabriel: mi futuro, mi vida… Tierra mojada.