Juan ha envejecido. Lleva más de tres años paseando diariamente por las calles de la ciudad porque no aguanta quedarse en casa. Como lo hizo durante cuarenta años, abriendo la persiana del negocio que regentaba en la calle más comercial del pueblo, ahora cierra la cancela de madera de su hogar, a las nueve de la mañana, echando a andar por el empedrado histórico del centro. Nunca supo cómo sería envejecer, no tuvo tiempo para pensar en ello. Ahora lo hace y es consciente, mientras recorre las calles comerciales, antaño tan concurridas, descubriendo a cada tiempo una nueva persiana bajada, otro negocio que cierra, un nuevo cartel de “Se alquila”, una nueva arruga en su rostro.
Juan envejece y lo hace triste.
Piensa en su vida, su juventud, su pasado. Todo, absolutamente todo, orientado
a vivir; porque vivir era un futuro, porque vivir era una lucha por ser mejores,
porque vivió para dejar un mañana más amable y más generoso con las
generaciones venideras: la de sus hijos y la de sus nietos. Juan cambió un
mundo con reminiscencias de guerras y dictaduras, Juan le sonreía a los miedos,
Juan no tuvo espanto a los cambios, porque Juan y su generación son aquellos
hombres que fueron cambiando España sin darse cuenta, con el trabajo del día a
día, con el respeto y las sonrisas; porque los grandes cambios son aquellos que
no hacen ruido, no desestabilizan conciencias y se les hace un hueco en el sofá
del hogar.
Juan envejece y se enfada, porque
nunca pensó que el color de la vejez iba a ser el gris de nuestros días. El
gris del metal que cierra las fachadas de las calles por las que pasea, el gris
en las miradas de los parados en las colas del banco, el gris de las portadas
de los periódicos en el kiosko de la Plaza, el gris de las voces que retumban
en el Congreso, el gris de vencedores y
vencidos.
Y Juan pasea, pasea, buscando
dolorido el olvido.