Un hombre se aproxima a las mesas
recién colocadas de un bar asomado a las pétreas plazas del enjambre
renacentista de una ciudad recién estrenada por el sol, en un domingo más de
este verano que se empeña en ser aún protagonista a pesar del papel emergente
de las noches alargadas de agosto, plenas de brisas y consuelos para el amante de temperaturas más
ambles y civilizadas. La camarera, apoyada bajo el dintel de la puerta, espera
que el transeúnte tome asiento; este le pide un café solo antes de aposentarse
sobre la enea. Un escaso minuto transcurre entre el ruido de la cafetera y el
ruido de la taza sobre el cristal de la mesa, donde ahora descansa un teléfono
y una novela de Thomas Mann. Las palomas pintan con sus vuelos el cielo sin
nubes de la mañana. Otro hombre, vestido con camisa a cuadros, pantalón corto
de color gris y zapatos con cordones, sale del interior del bar con una cerveza
en la mano, tomando asiento junto a la mesa recientemente ocupada. No han
surgido saludos, cada uno a lo suyo; uno escribiendo en alguna red social, el
otro observando al primero. Se acerca un tercero, montado en una bicicleta, y
el hombre de la cerveza lo llama por su nombre. Se sonríen, exhibiendo el
recién llegado una dentadura mellada. “Me quedan dieciocho”, le responde
dejando el vehículo sobre la calle mientras saca de un bolsillo posterior de su
pantalón vaquero ajado y sucio una bolsa llena de cigarrillos. Saca uno y se lo
ofrece al hombre de la cerveza mientras le cuenta que la bicicleta se le
encontró ayer. Prende con la mecha de su mechero el cigarro regalado y se
marcha calle abajo sobre el regalo que la suerte le hizo; “Voy a seguir
haciendo deporte”. El tiempo transcurre. Una pareja de turistas ocupa otra mesa
de la terraza, y las moscas cojoneras de finales del verano incordian al varón
de la pareja posándose sobre la imberbe cabeza. Dos zumos de naranja, dos
tostadas, una con aceite y tomate para ella, otra con mantequilla y mermelada
de fresa para él. El fumador consume su cigarro con caladas distanciadas por amplios
instantes de tiempo, en ellos se ocupa de vigilar la correcta combustión del cigarrillo,
debatiéndose entre comprar o no un paquete de estos inhibidores de pasiones. El
libro aún sigue sobre la mesa. Su dueño, escondido tras unas gafas de sol,
degusta con breves tragos el café templado, mirando calle abajo, o por lo menos
eso indica la dirección de su rostro. Desde allí se acerca una mujer anciana,
embutida en un vestido rosa estampado con flores del mismo color, otras rojas y
otras blancas. Se sienta en otra mesa, y ocupa la silla frente a la puerta,
esperando la salida de la camarera. “¡Cafetera!”, así reclama su atención, “lo de
siempre, un café con leche y media tostada. ¿Tienes zumo? Sí, pónmelo aunque
sea de bote.” Y todo enunciado, exclamado e interrogado con la casi total
ausencia de consonantes. Sus pies están presos entre las cintas de unas
sandalias con plataforma de esparto. Sostiene sobre su regazo un bolso grande,
protegiéndolo con sus brazos ante posibles mangantes y maleantes, pedigüeños y
andrajosos. Aumenta el número de pasos hacia la iglesia del pueblo. El hombre
del café paga la deuda contraída con la camarera; guarda su teléfono en el
bolsillo y se aleja del lugar balanceando el libro en su mano derecha. Al final
no abrió sus páginas; se entretuvo excesivamente en admirar la escena de un
postrero domingo de verano sobre una plaza de un pueblo cualquiera. Y yo,
tumbado en mi chaise-longe me he
ocupado de observarlo a él.