jueves, 9 de junio de 2016

Escenarios de quebranto


En estas largas tardes de junio, cuando el sol se apodera de todo: de la paciencia ante lo interminable, del cómodo cansancio sin recompensa; suelo sentarme en un banco de esta Úbeda recatada, con un libro entre mis neuronas y los juegos de mis hijos alrededor de su padre. Frente a mí, una vieja -como todo lo que constituye esta ciudad-, una vieja pared encalada, salpicada de retazos de adobe que el tiempo ha pintado en esa sucia pared, se convierte en el escenario por donde desembarcan, actúan y desaparecen ciertos personajes que desconocen el papel protagonista que mi atenta observación y mi mentefactura les concede.

Juan, Miguel y Ricardo apenas han atravesado la línea indeleble de los dieciocho años. Entre litros de cerveza y humo de marihuana esperan a la llegada de la Luna, discutiendo mientras tanto dónde seguir privando siempre que puedan permitirse comprar algo más de alcohol. Asomados al muro que sostiene la calle donde se encuentran, alguna vez han visto, sin pararse a observar, el lento deambular de Paula. Paula viste vestido enlutado, con zapatillas de paño y miles de varices en sus tobillos, tiene el pelo grisáceo que ella misma peina cada mañana. Ha cumplido ochenta y dos años y, como cada tarde, a la llegada de sus hijos tras la jornada laboral, abandona sus pisos y se dirige a su pequeña casa, tras un largo día al cuidado de sus nietos. Paula tiene una pequeña pensión que sirve de apoyo a su hija Amparo. Juan es el marido de Amparo, la hija de Paula. Todos los martes come fuera de su casa, en el bar del cruce que se ve desde este banco. Los martes y los días que se escapa con un billete en el bolsillo. Juan lleva ocho años parado y está hastiado de que todos sus días sean como los martes de asueto cuando aún trabajaba de camarero en algún bar. Amparo, su mujer, siempre los martes, y los días que llega a casa tras las dos horas de duro y mal pagado trabajo en la empresa de limpieza donde trabaja, y no encuentra a su Juan en casa, pasa por la pared acuarelada, camino del bar donde Juan, ya en la ventana, apura otro cubalibre y otro cigarro, apenas sostenido por sus beodas piernas. Tras largas discusiones, Amparo vuelve a desandar el camino y con lágrimas en los ojos mira, pero no observa, a Juan, Miguel y Ricardo tras oír el ruido que la chapa de un nuevo litro hace al caer sobre el asfalto a dos metros de ella.

Ahora, que pronto se encuentra el verano, una legión de actores secundarios ameniza la obra teatral que se desarrolla ante mis ojos. El butanero, recientemente divorciado, aplastado por el peso de la jornada, alargando la vuelta a casa por allí para así poder ver a sus hijos jugar; el desahuciado, también hijo de Paula, camino del hogar de su madre; la viandante impulsiva en su caminata vespertina, con su pañuelo en la cabeza, escondiendo las secuelas de las sesiones de quimioterapia, descontando los días que quedan para marcharse a su retiro de verano. Y todos, todos, con una historia que contar, con una historia que observar.

Esta tarde han tapiado la cal de la pared. Como forillo de mi teatro han dejado clavadas sobre el muro unas tablas de madera que servirán como soporte para los carteles que los partidos políticos pegarán como comienzo de una nueva campaña electoral. El morado, el naranja, el rojo y el azul romperán con el acalorado color de estas tardes de junio. Y las caras de sus líderes me mirarán, sin observar, con sus convincentes miradas. Y seguirán paseando sobre las tablas de mi teatro Paula, Juan y Amparo; sin pararse a mirar esos carteles que en dos días sufrirán las acciones vandálicas de los chicos de la cerveza. Y las caras de Mariano, Pedro, Pablo y Alberto seguirán ajenas a la obra teatral que en cada calle, en cada rincón, en cada casa de España, es escrita y dirigida por la pobreza, la falta de educación, las condiciones laborales y el abandono en el que nos tienen sumidos.


¡Si Luis Buñuel levantara la cabeza! ¡Viridiana sería nombre de tango!