En estas largas tardes de junio,
cuando el sol se apodera de todo: de la paciencia ante lo interminable, del
cómodo cansancio sin recompensa; suelo sentarme en un banco de esta Úbeda
recatada, con un libro entre mis neuronas y los juegos de mis hijos alrededor
de su padre. Frente a mí, una vieja -como todo lo que constituye esta ciudad-,
una vieja pared encalada, salpicada de retazos de adobe que el tiempo ha
pintado en esa sucia pared, se convierte en el escenario por donde desembarcan,
actúan y desaparecen ciertos personajes que desconocen el papel protagonista
que mi atenta observación y mi mentefactura
les concede.
Juan, Miguel y Ricardo apenas han
atravesado la línea indeleble de los dieciocho años. Entre litros de cerveza y
humo de marihuana esperan a la llegada de la Luna, discutiendo mientras tanto
dónde seguir privando siempre que puedan permitirse comprar algo más de alcohol.
Asomados al muro que sostiene la calle donde se encuentran, alguna vez han
visto, sin pararse a observar, el lento deambular de Paula. Paula viste vestido
enlutado, con zapatillas de paño y miles de varices en sus tobillos, tiene el pelo
grisáceo que ella misma peina cada mañana. Ha cumplido ochenta y dos años y,
como cada tarde, a la llegada de sus hijos tras la jornada laboral, abandona
sus pisos y se dirige a su pequeña casa, tras un largo día al cuidado de sus
nietos. Paula tiene una pequeña pensión que sirve de apoyo a su hija Amparo.
Juan es el marido de Amparo, la hija de Paula. Todos los martes come fuera de
su casa, en el bar del cruce que se ve desde este banco. Los martes y los días
que se escapa con un billete en el bolsillo. Juan lleva ocho años parado y está
hastiado de que todos sus días sean como los martes de asueto cuando aún
trabajaba de camarero en algún bar. Amparo, su mujer, siempre los martes, y los
días que llega a casa tras las dos horas de duro y mal pagado trabajo en la
empresa de limpieza donde trabaja, y no encuentra a su Juan en casa, pasa por
la pared acuarelada, camino del bar donde Juan, ya en la ventana, apura otro
cubalibre y otro cigarro, apenas sostenido por sus beodas piernas. Tras largas
discusiones, Amparo vuelve a desandar el camino y con lágrimas en los ojos
mira, pero no observa, a Juan, Miguel y Ricardo tras oír el ruido que la chapa
de un nuevo litro hace al caer sobre el asfalto a dos metros de ella.
Ahora, que pronto se encuentra el
verano, una legión de actores secundarios ameniza la obra teatral que se
desarrolla ante mis ojos. El butanero, recientemente divorciado, aplastado por
el peso de la jornada, alargando la vuelta a casa por allí para así poder ver a
sus hijos jugar; el desahuciado, también hijo de Paula, camino del hogar de su
madre; la viandante impulsiva en su caminata vespertina, con su pañuelo en la
cabeza, escondiendo las secuelas de las sesiones de quimioterapia, descontando
los días que quedan para marcharse a su retiro de verano. Y todos, todos, con
una historia que contar, con una historia que observar.
Esta tarde han tapiado la cal de
la pared. Como forillo de mi teatro han dejado clavadas sobre el muro unas
tablas de madera que servirán como soporte para los carteles que los partidos
políticos pegarán como comienzo de una nueva campaña electoral. El morado, el
naranja, el rojo y el azul romperán con el acalorado color de estas tardes de
junio. Y las caras de sus líderes me mirarán, sin observar, con sus
convincentes miradas. Y seguirán paseando sobre las tablas de mi teatro Paula,
Juan y Amparo; sin pararse a mirar esos carteles que en dos días sufrirán las
acciones vandálicas de los chicos de la cerveza. Y las caras de Mariano, Pedro,
Pablo y Alberto seguirán ajenas a la obra teatral que en cada calle, en cada
rincón, en cada casa de España, es escrita y dirigida por la pobreza, la falta
de educación, las condiciones laborales y el abandono en el que nos tienen
sumidos.
¡Si Luis Buñuel levantara la
cabeza! ¡Viridiana sería nombre de tango!