sábado, 26 de septiembre de 2009

Aún existen lugares de leyenda




Aún existen lugares de leyenda y, como siempre que el destino me da licencia para conocerlos, clamo al cielo buscando la respuesta que dé significado a esta pregunta: ¿por qué no he nacido allí?


Aún existen lugares de leyenda sin más agreste muralla que el hastío y bravura (dos vocablos tan contrarios y tan iguales a la vez) de un desierto que se empeña en conservar, a lo largo de los siglos, el barro y el adobe que da cobijo a sus habitantes. Me imagino sus tardes, llenas de atardeceres soñolientos y ábregos antesala de las noches escritas bajo vírgenes bóvedas y estrellas tan cercanas como al alcance de los sueños; me imagino sus calles en estas tardes tan diferentes y me tomo la licencia de espolvorear el silencio con el vuelo de algún pájaro volantón y la voz profunda del viento desolado por el día. Me imagino sus calles tal y como las he visto entre las páginas de alguna revista, y siento la caricia de la arena en mis pies y la desconocida libertad que trae con ella.


Aún existen lugares de leyenda como este Timbuctú que saboreo en la nada, como esta herida del desierto que no cesa de sangrar historia y cultura: la historia embalsamada por el mismo desierto y la cultura como la prostituta que hay que amar en la intimidad de unas sábanas de pergamino. Y es que en Timbuctú se hace justicia a la cultura: sus gentes la miman, la cuidan, la aman; se hacen cofres que guardan el legado escrito de una historia africana que en su mayoría es oral; son sus propios habitantes los que, devotos de su pasado, guardan en sus propias casas de adobe multitud de viejos libros y pergaminos (algunos de ellos con más de cinco siglos de vida) como si del mayor y más valioso tesoro se tratara. Es como si el espíritu del desierto que les rodea, que a lo largo de los siglos ha respetado a su ciudad, besando su piel pero sin penetrarla por miedo a perder un encanto que por otro lado desaparecería; se haya instalado en sus almas y el mismo afán conservador y protector sea ahora virtud de sus habitantes que respetan y protegen su historia así como el desierto ha permitido que ellos sean conscientes de esa historia.


Aún existen lugares de leyenda como Timbuctú. Yo vivo en uno de ellos. Y no sentiría nostalgia por una vida entre la belleza inusual de aquella ciudad africana, si no fuera porque mi Úbeda de leyenda, a este paso, solo se quedará en leyenda: porque puede ser que llegue el día en el que no encuentre la desconocida libertad que me trae la caricia de sus calles en mis pies: porque se hayan vuelto tan artificiales y novedosas que ninguna historia me cuenten sus piedras; que hasta tenga que imaginarme el piar de estos pájaros volantones que hoy surcan los cielos de esta ciudad de leyenda porque la polución y el ruido del paletismo del “tuning” (o como quiera que se escriba esa palabra) se apodere de los vientos y los cielos ubetenses; porque no pueda simplemente disfrutar de un paseo, porque no puedo pasear, simplemente pasear, entre la selva de vehículos y obras en la que se ha convertido Úbeda. Y sus gentes… perdidas en un desierto de confort, pereza y conformismo, ajenas a un legado patrimonial que deben valorar y proteger porque es el que habla de sus historias, de su pasado: del que son el todo y la parte. Un desierto que, desde que soy, veo que ciega la consciencia de mis paisanos; quizá también la mía, creyendo que escribir esto me cubre la cara para que no entre la arena en mis ojos.


Ojalá soplen otros vientos que alejen estas tormentas de arena que nos oscurecen el alma de ciudadano; que se callen nuestros silencios y si nos obligan a apretar el gatillo del celo, así lo hagamos; porque es triste tener conciencia de un amor inmenso y ver que se diluye entre los años. Sintiendo nostalgia de lugares de leyenda impresos en alguna revista, como Timbuctú. Y eso, sencillamente, me da miedo.