sábado, 22 de noviembre de 2008

Camino al desierto


Las clases de religión, en mi amado colegio Juan Pasquau, magistralmente impartidas por el gran poeta y mejor maestro Ramón Molina Navarrete, antes que una aburrida sesión de prescripciones y decálogos católicos, eran emocionantes regresiones históricas que nos narraban el tiempo y el espacio, así como las circunstancias, en los que se desarrolló la vida de aquel que llamaron el nazareno.

Ramón me mostró la imagen con la que, tras el paso de los años, he impregnado mi alma: la del Jesús humano, ese que no necesita de milagros para creer en Él; ese que se acercaba a los niños y a los viejos y a los desamparados, el que perdonó las mayores ofensas que se le pueden entregar a una persona, el que perdonó la traición, la repulsa y la negación en la que puede caer el mayor amigo, el que creyéndose Dios no dejó de amar a una madre, el que entendió a las mujeres y a los ladrones. Ese Jesús, el de aquellas clases de religión, era realmente humano y sus actos emanaban lo que nos hace serlo: la bondad. Siempre estaba rodeado de personas a las que hablaba, miraba, acariciaba, respetaba… Y en el único momento que necesitó de la soledad, viajó hasta Idumea, al desierto, y estuvo cuarenta días orando y meditando.

Y así como, tras su retiro en las arenas, Jesús entró en Jerusalén entre vítores y palmas de aquellos a los que había tratado como sus hermanos, así nos viene nuestro obispo, ya no sé si el nuevo o el viejo, a nuestra querida ciudad de Úbeda, brindándonos la oportunidad de oír su voz y hacer descansar nuestra alma con su presencia. El obispo, voz de Jesús en nuestros días. Y lo primero que nos han recomendado, a los cuatro tontos que estamos trabajando en las cofradías, que no molestemos a su excelencia con nuestras palabras y nuestras preguntas, con nuestras dudas y preocupaciones, que no lo mareemos con nuestras trabas cofradieras y nuestros temas sin substancia.

Esa es la actitud de la Iglesia en nuestros días, así pretenden predicar la palabra de ese Jesús que en mi corazón es diálogo, cercanía y bondad, así, dándole la espalda al pueblo que Jesús amó. Así pretenden adiestrar a las ovejas descarriadas de esta sociedad, así pretenden introducirnos en su rebaño. No señor, que no se preocupe, por mi parte no recibirá ninguna molestia en su visita, entre otras cosas porque no le recibiré con vítores y palmas como las excelsas esencias del clero desean ser recibidas. En este caso no seré Jerusalén, pero como siga así, me apunto a serlo, porque Jerusalén también abucheó, maltrató y condeno a ese Jesús bondadoso que Ramón me enseñó.

Debería dedicarse a predicar con el nazareno, hablo del señor obispo, pero haciéndolo también con sus actos. No le reclamaría un poco de humildad porque en el vocabulario de esta casta clerical esa palabra no existe; simplemente podría encaminarse al desierto, como lo hizo Jesús, si lo que quieren es que no les molestemos con nuestra humanidad.
P.D.: Esos que me conocen, o los que por lo menos intentan hacerlo, serán los únicos que habrán entendido esto. Saben que soy capaz de enrolarme en la más mística prosa religiosa y semanasantera que hayan podido sudar mis manos y, punto seguido, llegar a escribir estas palabras de tal calibre, que miradas desde la barrera pueden llegar a contradecir los sentimientos que haya expresado anteriormente. Perdón si he llegado a molestar a alguien, pero lo que no estoy dispuesto a callar es esta nimia falta de respeto por el sentido común del ser humano. Ah, y perdón por la desinformación: no vino a Úbeda, nos esperaba en Jaén.

miércoles, 19 de noviembre de 2008

Al final del camino


Con la voz de su pasado pisándole el alma, me miraban sus viejos ojos rociados con los últimos instantes de su vida, secando la póstuma savia que aún alimentaba a una solitaria hoja enmohecida, y no sabré nunca si aquella mirada mendigaba el milagro que le alejara de esa muerte tan temida o imploraba para que no hubiera otro eterno minuto de vida. Cuando apareció el ocaso en aquella estepa polar de sus noventa y dos años, nunca sabré si se marchó su alma con una sonrisa o con aquel ignominioso miedo ante el silencioso enigma de la muerte.

Leyendo a Vasili Grossman, y exorcizando a aquel Primo Levi que se quedó enmarañado a mi corazón como una tenebrosa alambrada de espino, buceo en las oscuras aguas de la muerte, a sabiendas del escalofrío que recorrerá mi piel cuando sienta las gélidas temperaturas de la razón a esas profundidades, buscando el submarino que me adentre en la mayor de las profundidades o agarrándome a la popa del barco que me lleve a tierra. En el silencio de mi escafandra, mirando a través de ella, veo los listones de madera que sirven de techo a un frío barracón de algún campo de concentración nazi, los mismos que en algún instante fueron observados por algún judío en la antesala de su ejecución, siempre a un instante de la muerte, sonriendo en aquel infierno humano, cansado de ser tratado como un animal, en un último intento de sentirse hombre: esperando tranquilamente a la muerte sentado ante la película de su vida pasada, la que hace tiempo dejó de vivir y que, el recordarla, le hace sonreír. Ese mismo techo cobija, quizá en la litera contigua a la de este judío, a otro ser que aún se siente hombre, que sueña con seguir viviendo la vida fuera de ese lugar; ese ser tiembla y suda y llora ante la segura llamada de la muerte, se aferra a una inexistente esperanza porque en su mundo aún quedan besos que dar, o sueños que realizar o palabras de las que aprender. En este viaje por las insolubles sales de este desierto de la muerte, me he encontrado allá lejos, en la distancia, un cartel indicador que me señala dos caminos, entre los cuales, algún día tendré que elegir: uno el que siguió el primer judío, el de la tranquilidad de haber vivido feliz, de haber amado y haberse sentido amado, el camino que cierra tus pasos con una puerta infranqueable con una mirilla que proyecta tus recuerdos; el otro, un camino, plagado de afluentes, que al llegar al final siempre quieres volver atrás para recorrerlos.

No creo en el miedo a la muerte, sino en el miedo a que la muerte te deje sin aquello a lo que te aferras. Mi abuelo no tenía miedo a morir, como decía mi madre; mi abuelo era de esa clase de personas que, a cada paso que dan, van enraizando su vida. No creo en aquel niño muerto de miedo, entre las sábanas de su cama, sollozando entre suspiros porque la muerte había tomado forma en su mente; creo en un niño que siente miedo de que sus padres algún día se marchen para siempre de su lado, que algún día despierte y no pueda abrazarlos ni besarlos porque eso que llaman muerte ha aparecido en su vida.

No tengo miedo a ese momento en el que me encontraré con la muerte porque, cogiendo cualquiera de los dos caminos que ahora veo a lo lejos, o habré saciado mi humanidad o mi humanidad será tan grande que solamente sentiré pena de marcharme siendo aún feliz. Seré el primer judío o aquel otro que tiembla de pena; seré la sonrisa de mi abuelo o aquel “miedo” que él sentía.

Sólo siento miedo de que algún niño en este planeta esté tan familiarizado con la muerte que no tenga el privilegio de sentir lo que viví en mi infancia cuando lloré entre las sábanas de mi cama; como esos niños que esta tarde he visto en un archivo que he recibido: tirando piedras a una niña que podría tener unos quince años, viendo como sus adultos la mataban a patadas, grabando en sus teléfonos móviles la espantosa imagen de una enorme piedra aplastando la cabeza de una niña indefensa. Esos niños, cuando les llegue su momento, y es lo que realmente me aterra y me hiela la sangre, serán los únicos “privilegiados” en sentir ese miedo que yo no podré nunca llegar a experimentar. Yo he intentado razonar con la muerte; ellos han jugado con la muerte.

lunes, 10 de noviembre de 2008

El tonto del disfraz


En la tarde del viernes el destino me regalo uno de esos momentos memorables, no por la grandeza y la majestuosidad, sino por la sencillez, familiaridad y cordialidad con la que lo viví. Compartiendo una copa con él, el gran Rafael Martínez Redondo me amonestó en cierta manera por un hecho acaecido en la noche del lunes anterior, cuando junto a otros contertulios debatimos el polémico tema de la monarquía. En dicha reunión, el amigo Rafael, defendía los ideales de la izquierda frente a las hordas, esto lo digo con mucho cariño, de la derecha; pues bien, Rafa me recriminó el silencio que en aquella ocasión pronuncié, dejándole solo en la batalla. Mi excusa, excusa real, fue la que expresaron mis labios: “Rafa, en aquel momento estaba disfrutando de lo que mis ojos veían y mis oídos oían”.

A qué viene esto. Simplemente porque quiero describir aquí, ya que este año ni en los venideros lo haré en ningún otro pasodoble, el modelo básico de eso que llamaré “tonto del disfraz”. El tonto del disfraz es el que, fermentado por la acción del profesionalismo y el perfeccionamiento, se dispone, durante el tiempo que dura la fiesta carnavalesca, a mirarte por encima del hombro, cuando normalmente lo hace a la cara, o yendo más allá ni siquiera te mira, dando a entender con tan altivo gesto que por alguna inexplicable razón, o porque Dios lo quiso así, esos días es un ser superior al que suscribe estas líneas. A eso lo llamaré falta de personalidad en vez de prepotencia.

Ese tonto del disfraz, si habláramos de Semana Santa sería una subespecie de lo que el amigo Salva denominó como “tonto de capirote”, es aquel que se marcha de un teatro, tras el veredicto de un jurado, bueno o malo pero jurado, con el primitivo y, según él, ofensivo gesto del corte de manga, creyendo que al jurado, o al grupo al que va dirigido ese gesto, que seguramente habrá quedado por encima del suyo esa noche, le va a afectar esa rabieta de niño que más que ofender produce risa. También, el tonto del disfraz, es el que pierde el tiempo, o quizá lo gane, tampoco sé de qué habla normalmente, hablando despectivamente y a la espalda de otras agrupaciones; y no puedo pasar por alto aquel tonto del disfraz que puede ser que diga lo siguiente: “gané fuera, pero en Úbeda quedé tercero, luego en Alcacopos quedé por encima de los que ganaron aquí…. Que si patatín, que si patatán”, y que más que un amante de la fiesta parece un jugador de fútbol haciendo cábalas para saber si pasará a la siguiente ronda de la Champions League.

El tonto del disfraz, experto en sacar sonrisas, a veces carcajadas, puede compartir un viaje contigo y de los insultos y tonterías dedicados a esos que no están, que seguramente le han ganado, puede producirte, al principio una amalgama de risas difíciles de aguantar, pero de tan pesado que se pone, cuando lleva cinco minutos ya es difícil de aguantar por el dolor de estómago que producen sus “ingeniosas” ocurrencias despectivas. Ese tonto del disfraz se alegra mucho más por el fracaso ajeno que por los triunfos propios: por algo le llamo tonto en estas líneas.

El otro día, camino de la Taberna Celta, un pub capitaneado por miembros de una comparsa, andaba tras de mí un integrante de otra comparsa con la misma intención que la mía: tomarse un café en dicho establecimiento; a qué viene esta historia… Silencio, voy a describir a otro tonto del disfraz. Sigamos. En la acera de enfrente se encontraba otro miembro de la misma comparsa del que seguía mis pasos que, dirigiéndose a éste, dijo: “¡¿No pensarás dejarle tus dineros al (nombre del propietario del pub, miembro activo de otra comparsa, por lo visto rival)?!”. Sin comentarios. Solo diré que una sonrisa iluminó mi rostro y me dieron muchas ganas de gritar: ¡Tonto!
En fin, juzguen ustedes a estas personalidades que son las que luchan por esta fiesta del carnaval, que dicen que se pierde: normal. Todo esto por una rivalidad, perversa y tonta, de ganar un premio, de ser mejor que otro para, como dije antes, poder mirar por encima del hombro. Ojalá pudiera cantar en el teatro Ideal esa noche mágica de la final sin optar a ningún premio, simplemente por el hecho de cantar y sentir las emociones que se viven sobre esas tablas, o el premio que me dieran me permitieran darlo a quien lo necesitara porque para tomarme unas copas cada noche y hacerme un disfraz tengo muchos meses para financiarlo. Así, quizá, viviría desde la barrera este mundo en el que, por suerte o por desgracia, abunda tanto tonto del disfraz. Sería como estar en la sala de un cine, disfrutando de una ración de palomitas, disfrutando cada una de ellas mientras te ríes a gusto con una buena comedia. Sería como aquella noche de lunes en la que mi amigo Rafa debatía con aquellas hordas de la derecha sobre temas candentes de la actualidad que a todos nos deberían de importar mucho más de lo que lo hacen. Solo que aquel lunes, ni Rafa ni las hordas eran tontos, debatían y no se insultaban ni despreciaban ni se reían recíprocamente unos de otros; claro que tampoco tenían un carnaval que emponzoñar.