jueves, 19 de junio de 2008

A los que entiendan esto...



Nadie nos quitará ese Seis a las seis o los cigarros en el patio de Santa Teresa mientras llegan los nazarenos, porque en nuestro corazón pesan las noches de bohemia e ingravidez de los ensayos, o las tardes e incluso las mañanas. Quién nos puede tachar de mercenarios, de inmigrantes o denigrantes, de mascotas sevillanas o saltimbanquis con faja y costal, quién se puede atrever a decirnos esto: alguien que no ha vivido con un costal sobre el entendimiento, con una faja haciendo desvariar al corazón y el roce con nuestra Úbeda que nos devuelve el aliento que el vacío nos regala. Señores, ser costalero es otro mundo como el mundo es otro cuando somos los dueños del mundo.

Los que entiendan esto serán los únicos que han traspasado las puertas de esa Santa María que tanto me duele, en las vísperas de la noche del Lunes Santo, encadenados a un futuro de paseos tontos e inútiles en los que vagar de la mano de nuestra vida y nuestras preocupaciones, nuestros amores o nuestras dudas, nuestras riñas y nuestros amores, enardecidos por alguna mirada rabiosa o dubitativa o por un cigarro ofrecido a destiempo; que decir de ese patio, paraíso pasajero, anclado en un barrio habitado por una madrugada sin cielo, donde las estrellas bajan a la tierra para darnos luz que disipe el miedo, y oír unas Plumas por Sevilla como nadie las ha oído jamás, despertando nuestras inquietudes, nuestros celos, nuestros sueños; despertando esas tardes de bohemia e ingravidez de los ensayos en los que el cansancio acrecienta nuestros temores sobre un futuro que deseamos que sea pronto.

Los que entiendan esto serán los únicos que han recorrido el claustro de esa Santa María que tanto nos duele, con la guía de ese capataz que es nuestros ojos; recorriéndolo con el engaño de la primera levantá, esa que se hace sin la seguridad de la bohemia y la ingravidez de los ensayos, con la alarma en nuestra columna, pesando cada gramo que pensamos que llevamos de más hasta que se revira y se hace una media altura y viajas a otro mundo, a otra galaxia, a otros sentimientos; que decir del racheo sobre el frío mármol de una parroquia barriera que a cada metro que nos acerca a la puerta se va haciendo más rítmico, más apurado, más sin la bohemia y la ingravidez de los ensayos, más distinto y más ansiado, porque sabes que cuando vuelvas a esas cadencias de los ensayos habrás traspasado las puertas de una larga espera que solo la lluvia puede volver a renacer.

Los que entiendan esto acariciarán sus zapatillas con la tersa piel de la plaza Vázquez de Molina, recreándose a un tiempo para “aaaaalargar” cuando la marcha lo tercie, o Alfonso lo mande o un servidor se inspire, y se revirará una y mil veces, algunas con tiento y otras con prisas; y con el tiempo nos haremos Cava y callejones traicioneros donde hincaremos los dientes para no dar el descabello al compañero que es tu bastón, tu guía o tu puntal; y caeremos despacito hacia una Puerta Graná que se viste de silencio y que carece de la bohemia y la ingravidez de los ensayos, y sudaremos, los que entendamos esto, el Arroyo de Santa María, donde ya no hay marcha que nos acompañe mejor que nuestra propia respiración: revirá con un Nazareno y un Gitano y a las puertas del cielo; que decir de la algarabía de un barrio que nos acompaña en unas calles hechas a nuestra imagen y semejanza hasta que salimos del barrio que horas más tarde nos verá resucitar tras el largo paso por la senda de Minas y Don Juan, por el augurio de una plaza que será Semana Santa en Viernes Santo y unas horas más tarde, por el miedo que nos trae el Real ante lo que se nos avecina, por las eternas medias alturas; pero ya se hará Rastro y seremos, no una procesión, sino una tribu que vuelve a su poblado, dándole coba al silencio de esas horas y andando con sentimiento como solo a esas horas se puede hacer: no con sabiduría… con sentimiento; y el barrio, ay el barrio, que no sabe de puntos y de comas, que se corre de seguido, sin aspavientos pero con ese sentimiento del que he hablado antes; y ya no es el cielo el que nos espera sino esa apatía que el desfallecimiento hace florecer, que se envolverá de gozo enmudecido cuando oigas de nuevo el metálico de tus pasos que te llevan al frío mármol del que ahora no quisiste tan pronto salir.

Los que entiendan esto, ambos, los del frío mármol o los del empedrado de un claustro, serán participes de algo que nunca se podrá explicar y que va más allá de absurdas tribulaciones ante el irrisorio comentario de que con nosotros la Semana Santa de Úbeda ya no es lo que era.

Quién quiera saber lo que es tocar el cielo tiene que tocar el suelo tan de cerca como los que entiendan esto.

No sabré hacer penitencia el día que no vista de faja y costal porque he sido uno de los han entendido esto.

A mis hermanos costaleros, los que han sido, de Nuestra Señora de Gracia y Nuestro Señor en Su Sentencia. No me cansaré de intentar explicar lo que es esto.

miércoles, 18 de junio de 2008

El viento de Mágina


Terminaba la EGB en mi apreciado Juan Pasquau, aún inmerso en los libros de aventuras de héroes, tan lejanos ya, como Tom Sawyer o aquella Silvia y su máquina Qué, mientras empezaba a fascinarme por los recursos literarios que me atropellaban en los versos de Garcilaso de la Vega, o en el romance del Cid, en el Conde Lucanor de Don Juan Manuel o intentando desenmarañar la delicada obra de García Lorca, cuando don Alfonso, mi profesor de Lengua, nos contó la historia de un estudiante de Safa y la convicción de uno de sus maestros de que ese chico llegaría muy lejos; a la Luna, pensé. Don Alfonso me descubrió, cosa que habría hecho mi curiosidad de no haber sido así, al que, con el paso de los años, ha sido el amigo fiel de mis estanterías, de mis noches y de mis sueños.

Mis historias sobre las historias que él me contaba dejaban con una sonrisa en su cara a mi madre, que descubría en ellas el apego por su infancia y las canciones que su madre le cantaba de pequeña, ay mama mía, quién será… cállate hija mía que ya se irá, y el anhelo de escribir sin faltas de ortografía hizo emocionarse cuando a la luz de un Plenilunio consiguió su graduado escolar a su cuarenta y cinco años, y entonces fue ella la que me contaba la historias que él le narraba. Ya no hubo libro que no comprara para ella, con la excusa de haberlo adquirido porque el autor era el preferido de su hijo.

Y es que he crecido caminando por las calles de sus novelas, sí, caminado, porque cualquier habitáculo en el que siempre ocurre su lectura se transforma en una ciudad en la que transitar por sus caminos es la mejor forma de perderse y la excelsa prosa se eleva sobre tu ser como los enormes rascacielos que ahora puede que él esté viendo; he crecido porque en cada época de mi vida siempre ha estado impregnada por la esencia de uno de sus libros: las noches de adolescente, escondido tras las sábanas de mi cama, mientras mi abuelo dormía a mi lado, surcando los tejados de la Plaza de San Pedro en un Beatus Ille que derrumbó el muro de Berlín que nos separaba, ese muro de la infancia que va sucumbiendo a nuevas curiosidades y nuevos retos y que a cada piedra que deja caer va abriendo nuevos horizontes, y en uno de ellos lo encontré; los veranos de hastío y sudor en las siestas me transportaron al misterio de Madrid en busca de un nazareno de Viernes Santo de una Mágina de incienso y adoquín, de silencio y de alboroto; el invierno frío y seco se humedeció acompañado de una copa en algún local de la extraña Lisboa y descubrí lo que es la novela negra, tintada por una eminente prosa, en las páginas de Beltenebros; en la singladura, no la de Lorencito Quesada, que me llevó desde Mágina a Sevilla encontré a un Jinete Polaco que me suavizó la nostalgia por el pueblo que me vio nacer y supe lo que era el servicio militar, que no hice, por un Ardor Guerrero que nunca tuve. Carlota Fainberg, El dueño del secreto… Sefarad y Ventanas de Manhattan.

Desde la Puerta de la Consolada, de esa Santa María que tanto me duele, he oteado los balcones que hay enfrente en busca de una monja que espera a la noche que le traiga a ese dios de carne y hueso para sentirse mujer o paseando por la Puerta de Granada me he asomado a sus vergeles adivinando el camino que llevaba a la huerta de su padre, aquel que mi madre me presentó en una mañana de Mercado de Abastos, pintándola de pasado con muertos en sus cunetas con las cuencas de los ojos vacías, y me he visto en la plaza del General Orduña inmerso entre el gentío de su Mágina republicana o en el silencio de San Lorenzo a la sombra de la espadaña viendo a su barrio treinta años antes. Cuántas veces he mirado el espejo de Sierra Mágina donde se refleja Úbeda esperando a algún anciano venir desde donde gritan los juancaballos, con una burra vencida por el barro y el peso de la aceituna. Aún recuerdo mis paseos por la bohemia Granada del estudiante sin tiempo, paseando por donde él paseaba y mirando las mismas cosas que a él le inspiraban. Y ahora, desde hace unos días no dejo de mirar hacia la Luna porque quizá sea el único lazo tangible, no del mundo irreal de nuestra mente y nuestra memoria, que nos une, la única Mágina que miramos a destiempo.

No será una llamada a deshoras, en un lejano piso de New York, la que despierte mis recuerdos porque de tus recuerdos está llena mi realidad. Serán tus recuerdos, tus páginas y tu prosa, amigo Antonio, las que me lleven a ese lejano piso de New York donde te encuentras ahora para charlar de esta Úbeda que llevamos dentro.

jueves, 12 de junio de 2008

¡Dejémonos de sermones!


Hoy estoy enfadado, con o sin razón pero me hallo en este estado “cabreril” que hasta he empezado a soñar con la comparsa. Y la razón… esa Santa María que tanto me duele y la jodida pereza, vergüenza u olvido de un jodido pueblo adormilado en el sofá de la familia, de las vacaciones, del estío o de la jodida vergüenza.

Me encuentro que en Cruz de Guía, famoso portal cofrade ubetense (“cofrade”: por esto si nos damos golpecitos en el pecho) se ha abierto un hilo (el enésimo ya) que hila las posibles maneras de protestar de nuevo por la olvidada Santa María, por esos veinticinco años que va a cumplir en soledad, y me enfado cuando todos proponen (incluso me incluyo en esto) miles de maneras para realizar esta anhelada protesta. Pero siempre surge el pasotismo, o mejor dicho, el hablar por hablar: el dar una opinión y con eso quedarse tan pancho, como dando ha entender que ya ha luchado todo lo que tenía que luchar. Ahora que me lo pongan todo en bandeja y si ese día no tengo nada mejor que hacer (echarme una caña con los amigos, la visita de unos amigos, un partido de fútbol con los amigos, o un simple paseo con el coche por Santa María para ver los cuatro tontos que han bajado a protestar por ella) me pasaré por allí para hacer acto de presencia. Y estoy enfadado por eso, porque no somos un pueblo que luche por lo suyo, porque nos hemos arrellanado en la fanfarronería del Patrimonio de la Humanidad cuando Humanidad significa ser humano, y ser humano significa ser ciudadano, y ser ciudadano representa la lucha por el Patrimonio de esa ciudad y por los problemas que la atañen. Estoy triste, y enfadado, porque aquí solo se protesta cuando nuestros gobernantes lo proponen.

Estoy enfadado porque además se buscan fechas que no tienen nada que ver con la historia de Santa María (no del nombramiento de Úbeda como Patrimonio de la Humanidad) y se le intentan buscar los tres pies al gato cuando es mucho más “romántico” (como lo somos aquí en Úbeda) y más “metafórico” (a veces llamado “malafollá”) encaramarse un 18 de Julio a la portada de esa Santa María que tanto me duele y recordar así los veinticinco años que cumplirá en el exilio de una Junta, de un Ayuntamiento y, por qué no decirlo, de un pueblo (el que solo ha organizado una “tamborilá” en su recuerdo). Voy a dar mi brazo a torcer (aunque el día 18 bajaré hasta allí para velar por su olvido) y me uniré a la fuerza que parece surgir, pero si esto no llega a buen fin, que será lo más probable, allí estaré, como un romántico, como un loco, como un incomprendido, como un bohemio amando a esa desconocida tan ajada y malherida. Dándole la luz que no ha visto en estos veinticinco años.

Y estoy enfadado porque ¿tan difícil es poner una fecha con su hora?

Viernes 18 de Julio a las 22:00h, frente a la Puerta de la Adoración.

jueves, 5 de junio de 2008

En la frontera


No es que el tiempo haya anclado en la frontera de la ciudad por el miedo al naufragio en el abismal mar de la noche, es que el tiempo no susurra en mis oídos prendado por el tintineo de las estrellas que relucen en la oscura inmensidad de la bóveda huérfana de Apolo; y, si no fuera por este nocivo teléfono móvil, diría que la noche dura lo que tarda en borrarla del cielo el amanecer del Este: una noche. Pero ha sido hermoso reencontrarme con ella: con aquella amante silenciosa de mi cuarto de Granada, o con la diosa que me acaricia mientras surge la tinta que dará a luz un pasodoble, o esa que se queda en silencio mientras no pienso en nada, al calor de la lumbre de un cigarro, dándole vueltas a todo; me he reencontrado con ella sin la molesta compañía de la ciudad, en su estado natural.

“La noche es para dormir, no para leer ni escribir”, me dice mi mujer cuando mi frío cuerpo desvela sus cálidos sueños; “es que como no has tenido tiempo todo el día”. Pero el día es para “vivir”, para ocupar las horas sin la noche con tareas sociales que no drogan mi espíritu, con rutinas impuestas por el devenir de las generaciones: el día no es que me aburra sino que carece del tedio jocoso que las noches me regalan.

Y estas hermosas noches que han vuelto a mi vida me dan el beneplácito de quedarme atontado, de brazos cruzados, sin nada que poder hacer, escuchando el mar arbóreo movido por la brisa fresca de la madrugada, dándole vueltas a esta novela de mis sueños en la que sigo inmerso, buscando oxígeno para salir a flote. Es un gozo esta paz que me hace temblar de emoción, recreándome en la felicidad de un hogar nuevo junto a la mujer que amo, o en la inminente boda de un amigo de los de siempre, o en una escultura en San Pedro y los amigos que representa, o en el amor que mis padres han ido gastando en estos veintiocho años de mi existencia, o en mis abuelos apurando los años al calor del cariño de una familia. Y leyendo o escribiendo, como hago ahora, o dejando en libertad mi ser paso las horas en las que acompaño a esta solitaria cerrazón que me rodea, hasta que el piar de los mañaneros gorriones me transporta a esa mañana, junto a Ibáñez y Alameda, en la playa de Suances viendo como el mar se iba vistiendo de luz; o a los domingos de resaca paseando hasta mi casa tras una noche de zambra; o al despertar morado de cada Viernes Santo; a esos momentos de mi cuarto de Granada en los que el cansancio me vencía cuando esos gorriones mañaneros pregonaban el despertar de un nuevo día.

Amaneceres que son eternos con su cíclico andar, llenos de belleza robada de Oriente y que ahora veo como van pintando de sombras el suelo que, hasta hace un instante, había sido vedado a mis ojos. Aquí, en la frontera, imagino las plazas de la ciudad que van vistiendo sus cielos con los primeros vuelos de las palomas, y oigo en la lejanía los despertadores que exorcizan con la realidad al fantasma aletargado de los sueños. Amaneceres que empujan a la noche hacia otras ciudades y otras vidas, y abren esta frontera que me ha mantenido en el exilio de la noche. Ahora, cuando todos empiezan a “vivir”, dormiré a las claritas de la mañana, ajeno al trasiego que trae consigo el febo, y soñaré con los cuentos que la noche me susurró hasta el amanecer.

lunes, 2 de junio de 2008

El hombre que quiso llegar a la cúspide


De nuevo se abrirá la Puerta de la Adoración, de esa Santa María que sabes tanto me duele, otro Lunes Santo o algún jueves previo a ese Lunes que tanto nos ha unido y el sábado me dijiste que ya no estarás más allí, en ese momento que nos embriaga el alma, dándome esas órdenes llenas de carisma personal y de amor hacia Nuestra Madre; y aún sigo sin creérmelo, sin asimilarlo, sin imaginármelo. De qué manga has sacado esa carta, amigo Rafael, dónde has encontrado ese póker y has dejado de apostar.

No se en que noche fue cuando me dijiste lo del veinticinco aniversario, despedirte a lo grande, en la cúspide, tras hilar una cuadrilla de costaleros que ahora saben hacer las cosas bien y poner punto y final a una etapa grande en tu vida y en la vida de tu cuadrilla, pero ese momento no era el sábado pasado ni el lugar esa Santa María que tanto me duele, porque tan inesperada fue tu noticia que nadie la ha asimilado todavía y los que sudamos el costal al arrullo de tu voz seguimos pensando, en el próximo mes de Enero, recibir una carta firmada por ti, llamándonos otro año a esos días de bohemia e ingravidez de los ensayos, a esas noches de fiesta contenida junto a la academia; esas noches de niños con una cerveza en la mano, soñando con un Lunes que te ha traído loco durante nueve años. A quién le voy a contar lo que creo que se debe hacer, quién me va a pedir opinión para andar tal o cual marcha, es más, quién va a hacer tocar el llamador de mi corazón cuando necesite darte un abrazo al salir del amparo de mi madre. No se en que noche fue cuando me dijiste lo del veinticinco aniversario pero ese día aún no ha llegado.

No sabré las razones que te han llevado a tomar esta decisión aunque las respeto, pero respeta a los viejos, esos que llevan contigo una vida, a los nuevos que han aprendido a rachear el paso oyendo la guía de tu voz, a esa calle Juan Pasquau preñada de tu eco, a esos callejones a los que has respetado, a los que se fueron porque se sienten dentro al oírte, a los que se van porque serán como los que se fueron, a los que nombras porque ese pellizquito les hace resucitar, a Nuestra Señora porque quizá no sepa andar como lo hace si no te ve entre la cera que la ilumina. No sabré las razones que te han llevado a tomar esta decisión pero te muestro un mundo al que le harás mucha falta.

No se el tiempo que durará esta tregua en la que me mantengo: el día que me encuentre de nuevo contigo y te mantengas en tus trece; por eso prefiero soñar recordando ese sublime sábado de Su aniversario, cada paso de mis hermanos costaleros, cada orden de mi cuerpo de capataces, cada petalá, cada revirá, cada levantá, cada arriá; el doblez de mis rodillas a cada metro que nos acercaba a esa Santa María que tanto me duele, e imaginaré que me encierro en el templo y en la última levantá no has dicho nada; que salgo del paso y te encuentro llorando de alegría por el buen momento pasado. No se el tiempo que durará esta tregua, Rafael, y que en su duración nos veamos muchas veces los Lunes de nuestra alma, yo con mi costal y usted de capataz. Capataz de corbata estrecha y de guante ancho, acariciando su llamador porque es la única manera de acariciarnos a los que somos tus costaleros: los costaleros de tu Madre.

Aún nos quedan muchas bodas que recordar y muchos hijos que bautizar. No deje huérfana su cuadrilla como lo hizo con el mundo del carnaval.

P.D.: Le escribo esto aún sabiendo que, si decide seguir en sus trece, el próximo capataz sabrá hacerlo mucho mejor que usted. Pero usted es “mi capataz”.