¿En qué falla el ser
humano en el camino de encontrar la misericordia que él mismo demanda? Aprehendiendo
a Dios llego a entenderlo despojado de todo. La complejidad de Dios se exhibe
en la pureza y candidez de su Humildad. Encarnado perdonó a nuestros ojos,
cuando en su omnipotencia podría haber rehuido de la carne y de la sangre, de
la voz y de la palabra; puede perdonar y lo hizo de una forma tangible, humana
y llena de Amor. Un acto de Misericordia divina: hacerse Hombre y en esa
igualdad, con los pies en la Tierra, mirar a los ojos al hombre y dejar preñado
el aire con el vocablo perdón.
El perdón surge entre
iguales: perdona el alma y se perdona al alma: alma: mendrugo de Dios en el
mundo. No se puede perdonar la diferencia; y caemos en el desatino de llamar
diferencia al error. Tampoco se puede perdonar desde la vestimenta artificial
que el hombre se ha echado sobre los hombros: no perdona la izquierda la
“ofensa” de la derecha, ni el maestro la “pifia” del estudiante, ni el padre el
“garabato” del hijo, ni el cura el “despiste” del cristiano. Para perdonar, así
con mayúsculas, hay que despojarse del “hombre” y desnudar al hombre con la
piel de Dios.
Vagamos en un mundo de
etiquetas. No somos nadie si no pertenecemos a un grupo, si no nos posicionamos
a un lado de la balanza allá donde no debe de haber platillos donde
arrellanarse. Dejar de ser distinto es una utopía, desde luego; y olvidar la
identidad que en nuestra alma subyace desde nuestro primer grito es lo que
aumenta nuestras diferencias.
El Año Jubilar de la
Misericordia, proclamado por el Papa Francisco, en el que estamos inmersos, es
una oportunidad –para ti y para mí- de volver al principio. Es el momento
idóneo para mirar nuestras manos, nuestros ojos, oír nuestra voz, escuchar
nuestras palabras, observar el camino que desandan nuestros pies y el horizonte
que se abre delante de ellos, respirar el mismo aire de siempre y sentir que
los vientos no obedecen al velamen de ningún navío. Es la oportunidad de emular
a Dios: bajar del Olimpo al que nos hemos postrado y vestirnos del hombre
denostado por la sociedad en la que vivimos. Es la oportunidad de sentirnos
hombres estando rodeados de hombres: olvidar letreros, colores, vestidos y
demás parafernalias sociales. Es hora de mirarnos a los ojos, de mirarnos el
alma. Es en ella donde reside nuestra identidad y a la que solo le debemos un
perdón.
Es hora de dejar de
perdonar la diferencia y perdonar el error que nos llevó a sentirnos
diferentes. Cruza la puerta.