jueves, 21 de octubre de 2010

Qué sí... qué ya voy... esperadme


No voy a descubrir ahora las américas si digo que me gusta la Semana Santa más que una operación a la Esteban, no; que la primera música con la que acuné a Gabriel entre mis brazos fue una marcha de palio, y que dormimos nuestras primeras siestas mientras en el televisor se visualizaba alguno de los cientos de videos semanasanteros que se reparten por los cajones de mi hogar. Los mismos vídeos en los que ando perdido cuando no hay un libro entre mis manos o cuando Gabriel no me requiere para sus juegos, ni ando como loco detrás de él para que no abra lo que no tiene que abrir, ni coja lo que no debe coger; en fin, cosas de un padre que espera pacientemente que su hijo aprenda lo que es un cuchillo, un enchufe o un jarrón de porcelana.

A ver, que me desvío. Me gusta la Semana Santa, no podría vivir si no existiera, es más, creo que si no hubiese existido la Semana Santa, mis padres no me hubieran creado, habrían creado a otro, seguro. Entre vídeos, cedés, reuniones de junta directiva, limpiezas de patrimonio, charlas varias, fotos cientas con motivos cofrades se pasa mi vida, y si a eso unimos el amor que me une a la ciudad de Sevilla desde que pasé mi primer año de universitario allí, comprenderéis que la mezcla es explosiva: Semana Santa y Sevilla. Pues si, explosiva al cubo. No hace falta que describa la subtemática que dentro de la temática semanasantera impera en mis videos, músicas y fotografías. Sí, Sevilla, la Semana Santa sevillana… el Gitano, Triana, San Gonzalo…

Pero había algo que no habían saboreado mis sentidos desde que tengo uso de razón putisanta, y era vivir en vivo, valga la redundancia, el paso de una cofradía sevillana por alguna calle, también sevillana. Miento un poco, sí, porque hace años estuve en una plazoleta de Sevilla, un Lunes Santo, viendo salir al Beso de Judas; pero eso no cuenta pues el sitio fue idóneo y no tiene nada que ver con lo que aquí me trae a comentar, que es lo siguiente. Y es que el pasado mes de Junio me desplacé a la capital hispalense para, entre otras cosas, disfrutar de una de esas múltiples procesiones extraordinarias que acontecen a las orillas del Betis (increíble que a la Virgen de Gracia le costara tanto celebrar su extraordinaria): la de la Estrella. Y entre otras cosas me presenté frente a su capilla, a eso de las seis de la tarde junto a Santi y Kike, y no nos fuimos de allí, entre otras cosas, hasta las nueve más o menos. ¡Tres horas viéndola salir! ¡Lo que suele durar en la calle la cofradía ubetense bien dirigida por el amigo Marcos!

Pero eso no fue todo lo malo, pues luego caímos en el error de esperar su paso por la calle Pureza (quinientos metros de recorrido llevaría la Estrella por allí). No recuerdo bien las horas, pero un par o un trio de ellas más nos tocó esperar, guardando sitio en la acera, con una cerveza caliente en un vaso de plástico, con el estómago pegado a la columna, y aguantando el paso de un cortejo deshecho, pobre y decadente conforme a lo que un servidor esperaba de la ostentosidad sevillana. Un “carajo pa Sevilla”. Del tirón me fui al bingo, con Santi y Luis Carlos, y me prometí (nos prometimos) no volver a Sevilla nunca más para ver alguna de sus procesiones extraordinarias.

Conozco mucha gente loca por escaparse a esas tierras cuando el incienso se mezcla en las calles, y entiendo su pasión y su “hobby”; pero yo prefiero quedarme con el señorío de mi Úbeda en Semana Santa, con las calles que conozco, con el orden y la seriedad de las hermandades ubetenses en todos los aspectos en que se manifiestan, con las tapas de los bares, aunque no sea la cerveza más heladita que la de allí (tampoco hace tanto calor como allí, por lo que la temperatura global se equipara); me escapo de bullas y esperas, y no cambio un ochío relleno de morcilla por un montadito de “pringá”. En fin, seguiré gozando con algo que me entusiasma, con un paso bien andado, con una revirá imposible por lo pausada, con una sincronización prácticamente perfecta entre una banda y una cuadrilla de costaleros; aunque aquella mala experiencia me dicte lo contrario seguiré disfrutando de todo este mundillo que nos atrapa; lo disfrutaré junto a Gabriel, desde la pantalla del televisor de mi hogar. A mi no me pilláis en ninguna escapada más, y si voy, mientras ustedes disfrutan de una bulla, yo me marcharé con Santi a echarnos unos cartones (de bingo, no penséis mal).

miércoles, 20 de octubre de 2010

Cuando se cierren las puertas del templo...


...éste quedará vacio.

A través de las junturas de sus puertas seguirán colándose los mismos murmullos, las mismas notas, los mismos inciensos de cada Viernes Santo de las últimas madrugadas; pero en el interior ya nada será igual, porque la fragancia de nuevas flores anegará el espacio de su breve partida y la gloriosa música perpetrada por la bambalina y la barra de palio, acompasada por el racheo exaltado de unos generosos corazones, invadirá cada minuto de silencio imaginado hasta la inexorable vuelta.

Cuando se cierren las puertas del templo, Úbeda se impregnará de Ella.

La tarde, escondida en Mágina, llorará atada al castigo del tiempo, viendo como sus pasos no pueden desandar el crepúsculo mientras en la luna se refleja la mirada dulce, dolorosa y suplicante de Ella. Habrá escuchado el portazo del portón del Molino de Lázaro y el espiritual silencio que se hizo tras su voz, y no podrá dar luz a Su rostro, porque esa lindura se creó para regocijo de tinieblas adheridas a callejones, para jugar con las sombras dibujadas en la historia de paredes con nombre, para ser noche junto a sus hijos, sus pasos y su luna. Porque Ella misma es Luz, y no necesita más lucero que una oración escondida en los labios temblones de una anciana, la suave caricia de una fría mano necesitada de Su tacto, los ríos desbordados que brotan tras el capuz.

No habrá más amor que el de la mano que la llame para coronarla unos centímetros más cerca del cielo, ni miradas más frágiles que esas que serán su guía entre curiosos ímpetus y balcones plenos de pétalos de rosas. Entre amarguras, madrugás y mimos de Mater Mea. Ese amor desprendido de los barqueros de sus penas, que la llevarán de los nuevo a lo viejo, del bullicio al recogimiento, del asfalto al adoquín, de la medianoche al alba, que cruzarán con Ella la frontera del placer, que se agarrarán a sus remos para que el oleaje de la noche no los confunda con sus cantos de sueño, que sentirán rozar el mundo sin rozarlo, que sentirán tocar el cielo sin acercarse, que llorarán cuando el crujir del palio les haga saber que se acercan al final. ¡Ay, su crujido: su cansancio, su alegría, su pena!

Y entre motas de fuego caminará en su trono, derramando amor, caridad, devoción, perdones y pasiones. Levantará ánimos y hará sosegar a las malas conciencias; a su paso brotarán abrazos de mil colores y oraciones de cien corazones, de aquellos que nunca se abrazaron y estos que nunca experimentaron la calma de una oración.

Y cuando su barrio la acoja de nuevo, mostrándole el calor de un hogar sencillo, pensaré como pienso ahora mismo; sentiré lo que no puedo callarme: valió la pena. ¡Sí, hermanos, valió la pena! Mientras brote el amor a su paso, mientras se susurre una oración, mientras unos ojos lloren de alegría, de pena, por arrepentimiento, dando gracias; mientras se haga el silencio en campos tumultuosos. ¡Sí, hermanos, habrá valido la pena!

¡Ay, cuándo se cierren las puertas del templo, y éste quede vacío!