martes, 27 de julio de 2010

Cómo enseñarte




Pensar en Dios me ayuda; y desde que mis días despiertan contigo, con esta profunda y terrible angustia que me crea pensar que algún día no volveré a acariciarte, a abrazarte, a mirarte…; más se acrecienta esta divina caridad. Pensar en Dios, creer en su presencia, sentirme una mota de su polvo y como el polvo sentirme inmortal, mirarme al espejo y pensar en mi realidad, saber que tengo un pasado y que el futuro de mi vida comienza de nuevo al terminar esta palabra, palabra que se hace pasado: pensar en Dios me ayuda.

Ahora me retozo más en Él, porque a mi lado discurre el frágil camino de tus aprendizajes y debo atiborrarme de su presencia en cada minuto que me regala mi divina existencia para explicarte, cuando comiences a avivar tus experiencias con el fuego del entendimiento, dónde puedes encontrarle, para que empieces a disfrutarlo, saboreando la hermosura de su rostro: entre los pensamientos e historias impresas en el pergamino terrenal y eterno dónde tantas cosas se escriben y tan pocas de ellas enseñan; o en las infinitas miradas anónimas que nos enseñan ese mundo que nunca podremos respirar porque el tiempo acotado en una vida es un absurdo que nos condena a una libertad sin alas; frente al trazo incorpóreo dónde la humanidad saca a bailar a la rigidez de un alma apresada entre los muros, a veces insalvables, de la comunicación; o, como llevo haciéndolo desde que eres, entre la historia de este pueblo tan mío y tan tuyo, tan nuestro, paseando entre las calles dónde vivieron tus antepasados, enseñándote cada rincón en el que aún descansan las esencias de nuestra leyenda, llevándote entre regueros de ubetenses en los que hallarás el amor y entenderás el odio, encontrarás la verdad y la mentira, el bien y el mal, en fin, a Dios.

Por ello, por si las fuerzas me fallasen, si en este tramo del camino flaqueara mi fé porque el Dios del hombre que quiero enseñarte se vuelve ajeno a este amor que nos une, quiero hablarte de otro Dios que, aunque al fin y al cabo es el mismo, se muestra de un modo más indeleble: marcha allí dónde la tierra acaba, desnuda tu piel para que seas todo sentido, cierra los ojos y dirige tus pasos hacia donde Neptuno y Ceres se susurran cosas al oído, oye las palabras que te trae el viento, abre los ojos cuando tu piel se moje por primera vez: lo que tus ojos vean en ese instante, en esa azulada fotografía está Dios, en esa inmensidad inalcanzable a nuestro raciocinio.

Mientras, mira los ojos de tu madre.