miércoles, 12 de abril de 2017

Pasito p´atrás


En la suma de pequeñas variaciones está el cambio. Variaciones que se hacen en la conciencia del hombre que las sufre y que no son en la potencia del que las impulsa. Variaciones mínimas, inocuas en un principio y nocivas en la conjunción de varios elementos. Así se cambia el mundo. ¿Hablar de evolución o de involución?, ¿de impulsos o reflejos?; hablemos de cambio: el que surge en la comparación de estados, actividades, imágenes, sonidos; signos mundanos, al fin, que se repiten sobre el papel de la historia y mudan su apariencia porque no es una única mano la que escribe y no es un único intelecto el que los lee y aprehende.

El cambio no es catastrófico mientras que no magnifique la diferencia surgida entre los dos estados comparados y, lo más importante, mientras que no sea capaz de hacer rasgar las vestiduras de los fariseos y saduceos veladores de la ley. El cambio no es hasta que sea imposible la vuelta al origen.
En la Semana Santa ubetense, la admisión del cambio es producto de vagos, llorones y derrotistas que se conforman, puesto que así lo permiten, con aceptar las normas que permiten las variaciones en las formas; en la Semana Santa ubetense, el cambio es fruto de la aceptación de unas formas que se reconocen en la normas impuestas por la regionalización andaluza. Cuando se ha dado la espalda a una tradición sin fecha que la apellide, cuando el mar de los valores está picado por los vientos del sur peninsular y el tiempo queda en manos del hombre y sus miserias; es hora de asumir que se ha sumado muchas más variaciones de las necesarias y que el cambio es inminente.

¿Hacia qué puerto empujará esta transformación que hoy vivimos? Lo estamos observando año tras año. Hemos cambiado demasiados elementos identificativos de nuestra semana mayor en un periodo de tiempo tan minúsculo, que retrotraer nuestra memoria a instantes de hace apenas una década, nos resulta una tarea tan ardua como nostálgica. Variaciones tan significativas como el paso de las ruedas a costaleros o portadores de muchos de los tronos más emblemáticos de nuestra castellanizada semana santa están resultando fatales para la identidad ubetense. ¿Qué se pretende con estas mutaciones? ¿Cuál es el objetivo? Y lo que es más importante, ¿quién las impulsa?

Si el objetivo es atraer fieles, queda demostrado el fracaso en la salida, antaño francamente popular, de Nuestro Padre Jesús Nazareno; donde ahora, con solo algunos minutos de antelación a su salida, puedes situarte en algún lugar de la plaza Vázquez de Molina, donde hace diez años era impensable situarse, para ver la salida de la cofradía, si no era madrugando en exceso y tirando de destreza y fortaleza física. Si el objetivo es adornar la ciudad, no nos damos cuenta de que, ante la excesiva duración de las procesiones actuales, nos encontramos con demasiadas calles vacías en la mayoría de los itinerarios actuales. A qué huele la calle Juan Pasquau al paso de las Angustias sino a soledad, vacío y frialdad; o el Real al paso de Caída y Expiración. ¿Encuentra Jesús consuelo tras su paso por la plaza de Andalucía? ¿Es necesaria esa penitencia?

Ante un futuro que se promulga agnóstico y ateo, sería conveniente ir expresando la magnanimidad de nuestras procesiones en una contracción instantánea de nuestras cofradías. Se deben adensar actos y parafernalias que, ante un excesivo celo por las formas y por la estética, han devenido en meras representaciones teatrales en las que se ha descuidado el discurso y la veracidad de la interpretación. Llenar nuestros templos, llenarnos de Dios y así llenar con Él nuestras calles, callejuelas y callejones. Se nos olvida pararnos a orar antes de echar a andar, de conocer a Dios antes de hablar de Él; hemos maniatado a Dios a las cofradías y lo hemos mutado a la imagen y semejanza de un hombre falto de valores y precavido ante el compromiso cristiano. Lo siento mucho y me duele demasiado decirlo: el carácter recaudatorio de nuestras cofradías en los últimos tiempos ha devaluado la identidad que el pasado nos legó.

Todo cambia, en un contexto donde la unión y la solidaridad entre hermandades prácticamente ha desaparecido, las relaciones entre hermandades se limitan a los meros formalismos y saludas, que acaban en el mismo instante en que la independencia de la cofradía se nota ofendida por otro ente de su misma ralea. Miserias de hombres que se han colado en los puestos de decisión de las juntas directivas, y que han confundido la función de servicio a la que deben entregarse con el servilismo ciego hacia su persona y porque la voz del futuro le recuerde en sus canciones.

¿Tanto ha cambiado nuestra Semana Santa? ¿Tantas variaciones se han sucedido sin darnos cuenta de la importancia que había en su suma? Supongo que me pasará como a muchos de los que os habéis atrevido a leerme: me cuesta reconocerme en esta actualidad, no encuentro al niño que conoció y amó cada instante de cualquier otra semana santa de cualquier otro pasado, no hallo al cristiano que reverberaba oración, devoción y compromiso en sus actos. Quizá sea que me he mimetizado con esta semana santa anodina y mal vestida; de días grises y gélidas noches. Quizá sea que haya sido también partícipe de este cambio y me haya costado reconocerlo.


Aún hay tiempo para dar un pasito p´atrás, recuperar la buena prosa en las calles y hacer temblar al hombre con la poesía de Dios.

(Publicado en la revista "El Sudario" 2017)

jueves, 6 de abril de 2017

Se nos olvida...


Ni entre los rincones del papel, ni en el blanco virgen de nuestras calles, callejuelas y callejones. ¿Dónde se ha escondido la plácida prosa, la etérea poesía y el teatro sublime? Otro misterio que nos han alumbrado las últimas décadas de Parasceve, ha sido la huida hacia la nada de los sentimientos y evocaciones espirituales que, tiempo atrás, nos labraba en el alma la llegada de la Semana Santa. Úbeda ha sido incapaz de volver a pintar sobre sus balcones con la acuarela de los hermanos Vico, en otras tardes de soledad y llanto; se ha tragado la zozobra que impregnaba el corazón del ubetense en el impasse atemporal que navegaba entre la cruz de la expiración y los brazos inmensos de una madre; se ha quedado sin el silencio donde el eco de los versos de Juan de Yepes nos herían y nos conminaban a cantar nuestras oraciones. Yacemos incautos sobre las aceras de nuestras calles, ajenos a las volutas barrocas que el humo juega a crear en el aire, al mimo con el que el turiferario recoge el incienso de la naveta, al clamar de los vencejos en las plazoletas de espera. No se siente el racheo de un pie desnudo vestido de promesa y oración, ni el frío, ni el calor, ni el dolor, ni el amor; ni entregamos el alma a desentrañar la mirada, siempre perdida, que nos transita mientras observa a través del capuz. No nos sobrecoge la exaltación aquella de 2008, la de Manolo Madrid, porque ni sabemos que existen las palabras bellas, ni las palabras amargas; ni las leemos, ni las escribimos, ni las encargamos. Ya no lloran las “marías”, ni empujan el guión la penitronchas; y a las flores les arrancamos los pétalos como a un niño se le quita la infancia. Ya no se hace “semana santa”: en los órganos directivos se juega a las cofradías, en la radio no se evocan imágenes, en la televisión se nos escapan olores, y en el papel, en el papel, lo más importante, se nos olvidó entregarnos, en cuerpo y alma, a la necesaria obligación del cofrade, que no es otra que la de cantar a su Semana Santa, de pregonarla; en verso, en prosa, en ritmo, en pausa; llorarla, cantarla y añorarla antes de que se nos haya escapado. Y pregonarla, pregonarla; per secula seculorum. Que nos llama la muerte y somos capaces de ahogarnos con los versos que nos cargan. Que nos llena la vida y guardamos los versos que la muerte malgasta. Que es muy fácil decir te quiero, que es muy fácil, mi alma.


A todo esto, felices vísperas. Pregonera, te alcanza.