jueves, 23 de abril de 2015

Silence Tempus; Oración y temblor: sinfonías de la Pasión. Meditación.


Miedo, Padre, miedo. Miedo de saberme contigo, de ti y en ti; y tener miedo de que no seas Tú quien me infunde este miedo. Porque no te conozco. Porque soy la amarga tierra y el agua inerte puesta en tus manos, moldeada en tu mente y próxima a tu boca; porque soy el antes de un soplo de vida y el después tras el vacío de la muerte. Miedo de esta carne y este verbo abandonados en este laberinto que es la vida. Miedo porque sé quién eres: vengo de tu vientre, me abrirás las puertas de tu Reino; pero no encuentro el anaquel donde la memoria custodia las vitales palabras para conformar la divina sintaxis que exija tu identidad. Miedo porque supe quién eres, porque sabré quién eres y, en este valle donde la vida se empeña en alcanzar eternidad, no decaigo en la porfía de, con mortales signos y lánguidos suspiros, seguir contumazmente preguntando por tu Nombre.

¿Quién eres? ¿Quién eres? ¿Quién eres? ¿Quién soy? Quizá sea el error que he cometido, buscar en tu respuesta mi grandeza. No será con los ojos abiertos el modo de encontrar tu morada, ni verán estos la luz de tu alcoba mientras sigan cegados en sus tinieblas, ni descubrirán tu rostro porque no tienen nada tangible que les sirva de parangón. No es quién eres, sino quién soy. Yo soy quien Tú eres, y en mí está el pozo donde brota el agua que calme mi sed de hombre. Muda mi lengua, sordos mis oídos, ciegos mis ojos, quietas mis manos: así puedo sentirte. Quizá sea esto lo que llaman oración. Solos Yo y yo, en esa soledad encuentro la verdad y en ella puedo escuchar tu voz, y lo que con ella has escrito, escrito está. Y en tu palabra encuentro las veces que te he negado, la traición a tu amor generoso, cada herida que cada golpe que cada látigo que cada palabra malsana te ha abierto, cada Barrabás esputado por mi boca, cada cruz que una y otra vez he anclado a tu hombro, cada zancadilla para que volvieras a caer, cada uno de los clavos que he puesto, te he quitado y he vuelto a hincar en las mismas llagas sangrantes de tus manos y tus pies; cada azaroso dado que sobre tus abrigos he derramado buscando tu merced. Es en mí donde estás: en mis errores tu ausencia y en mis aciertos tu presencia; y no hay mayor presencia tuya que cuando sé que me faltas cuando me alejo de ti.

Miedo, Padre, miedo en este temblor de esperanza entre el polvo del que vengo y las cenizas que seré cuando me visite la parca, en esta oración constante que es la vida; en este temblor del alma confusa y vacilante, vagabunda en el mundo de los sentidos, en este espíritu con pieles heladas y hambres de mundo. Miedo, Padre, de volver a perderme en un quién eres, de regresar asustado y renqueante de la batalla sin cuartel librada en el quién soy. Pero déjame con mis miedos, Padre; por ellos, además, nace la belleza de este mundo. El miedo parido por la oración es causa de las más bellas sinfonías, versos y pinturas que el hombre pueda llegar a crear; en ellas lo vence, en ellas te encuentra, en ellas eres. Temor, temblor y creación; oración.

¿Quién eres? ¿Quién eres? ¿Quién eres? ¿Quién soy?


TEXTO INTRODUCTORIO A LA MARCHA “SPES NOSTRA”
”No me hables, Padre. Deja en mi mente el eco solo y tembloroso de mi voz; y no me hables. Quiero pensar que esto es sólo un sueño, una pesadilla y que la locura ha sido la dueña de mis actos y mis palabras. No me hables, Padre; no quiero escuchar el temblor que en mi alma produce tu Verbo. Quiero esta paz y este silencio, seguir perdido en la inmensidad del cielo como uno más que mira tus estrellas, que oye la brisa de la noche mecerse entre las ramas de este olivo; quedar rendido tras revelar que no soy el Hijo del Hombre, sino un hombre más entre tus hijos. No me mandes este ángel para secar mis lágrimas, para limpiar mi sangre. Mi consuelo sólo será alcanzado por el sueño. ¡Padre, Padre! Aparta de mi este Cáliz; mas no sea mi voluntad sino la tuya. Mas no sea mi esperanza sino la Vuestra.

Pedro, Juan, Santiago; despertad. Es próxima la hora. Con un beso entregarán al Hijo del Hombre.”

Una moneda para el Barquero


No sé dónde está Dios. A veces lo veo sentado en los bancos del parque, jugando en los brazos del hombre, regodeándose en un temprano atardecer de invierno; montado en bicicleta, temblando en una conducción inexperta, buscando la orgullosa mirada de un padre anhelante por socorrer el dolor de una posible caída. Lo veo en la noche, en su silencio, en la madrugada, saliendo incandescente a través de las chimeneas de los tejados, preñado de sueños recalentados en el fogón del cansancio; lo veo en el anonimato de unos rostros acodados por el templado cartón de la miseria occidental y la riqueza tercermundista; lo veo cruzando la calle, sobre cuatro patas perrunas, proyectando su sombra en el camino de la vida cuando unos faros en la noche viajan más allá de este mundo, en la mente; lo veo en las puertas de los supermercados, mendicante, escondiendo sus manos tras las perras sueltas que se convertirán en Él sabe qué; lo veo en las sonrisas que viajan a través del altavoz de un teléfono móvil, mientras se desanda el futuro con paso firme pero sin rumbo; lo veo en el amanecer de todos los días, cerrando las cancelas de los hogares y abriendo las oficinas y los comercios; lo veo en el campo escarchado de finales de diciembre, entre la plata fría de la mañana y el aceitoso calor del fruto que cae por el esfuerzo de un hombre empeñado en hacer del sufrimiento un modo de honor y nobleza; lo veo en los besos inconscientes; lo veo en los templos vacíos. A veces lo veo, lo intuyo, lo aprehendo; pero dudo que sea Él.

Sé dónde no está Dios. No está en los parques vacíos de niños y de juegos, ni en las manos lacerantes de un padre con una infancia olvidada, en el frío del invierno reflejado en la cara de un infante camino del colegio, sin más abrigo que el sueño aún latente en el brillo hambriento de sus ojos de adulto sin edad; no está en la noche, ni en la madrugada calma plena de pesadillas alimentadas por la frustración de vivir en una sociedad amoral y mezquina; no está en los fríos cajeros de occidente: calientes camas para una noche y heladas sábanas para toda una vida; no está en el oscuro asfalto de la noche, sin más tumba que el devenir del tiempo, donde yacen las vísceras de una criatura sin alma, alumbradas por otros faros en la noche que viajan sin marcharse de este mundo, en el cuerpo; no está en el automatismo de una transparente puerta de supermercado, a través de la cual vagan las criaturas terrenales, apresando entre sus manos calladas lo que el bolsillo les dio para sobrevivir, ignorando a otras manos pedigüeñas que ruegan la pobreza que les pueda sobrar o la riqueza que del corazón les brote; no está en el vacío de las miradas perdidas en una transitada calle del centro, perdidas en el coltán de una devastadora pantalla de móvil, acaparadora de todos los sentimientos de mundo occidental, miradas que se dejan rostros sin conocer, amigos sin saludar, sonrisas que ofrecer y de las que alimentarse, miradas sin pasos que desanden el futuro y que regresan a un pasado que dudo, a veces, alguna vez haya existido. No está en las cancelas que no se abren al despertar el día, huérfanas de oficinas y de comercios que alguna vez abrieron para los trabajos que, ahora, dormitan en un sofá sucio de depresiones y malolientes tufos a naufragio; no lo intuyo en el abrasador frío de diciembre, cuando ya ni las lumbres se encienden para calentar la sangre helada de un jornalero conocedor de que tras la caída del aceitoso fruto que la plata da, solo hay sufrimiento sin honor y sin nobleza. No está en los besos conscientes. No está en los templos repletos y ensortijados. A veces ni lo veo, ni lo intuyo, ni lo aprehendo; pero dudo que no sea Él.

El hombre, y por ende el cristiano como raza filosófica de este, además de inconformista, es indeciso por naturaleza, y lo es por la balanza subjetiva donde sopesa las pequeñas cosas en las que puede y no puede, debe y no debe estar Dios. En ella se tambalea su Fe, como valor incompleto de un ser imperfecto. La duda es el “pannuestro” del cristiano convencido; y un cristiano soberbio, en las pesquisas relacionadas con Dios, no es un hombre acabado. El hombre es un pergamino viejo y añejo, con retazos de lienzo perdidos por siempre en la inmensidad inexplorada y vedada al raciocinio espiritual y científico.

Y si Dios está y no está. Si Dios no está en su existencia y está en su falta. ¿Dónde queda ese “dios” de madera y pátina que pasea cada primavera por las calles de nuestra ciudad? ¿En qué plato de la balanza colocamos al dios de nuestra infancia, de nuestro presente y de nuestra muerte?


Mi abuelo, mucho antes de morir, me regaló una vieja moneda de cobre: vestigio de una guerra entre hermanos donde, me dijo que, Dios no existió, ni se le echó en falta. Durante algunos años la guardé como el mayor tesoro que ningún pirata hubiera jamás encontrado. Un día, lejano ya, en uno de mis paseos entre las húmedas capillas de la olvidada iglesia de San Pedro, un adolescente de barro mojado se postró a los pies de lo que para él era un Dios verdadero. Su túnica morada, su cruz al hombro, su mirada infinita, y todos los amaneceres morados que le dio y ansiaba siguiera dando. Un adolescente que sacó su cartera del bolsillo, y de ella una vieja moneda de cobre con un valor eterno. Un adolescente que miró a ese Dios a la cara mientras que, con una lágrima en el alma, dejaba entre sus pies desnudos una vieja moneda de cobre con valor eterno. Una moneda para el Barquero. Que me lleve allí donde Dios esté o deje de existir.

(Publicado en la revista "Jesús" 2015)

jueves, 16 de abril de 2015

Yo soy Charlie


Digamos que yo soy Charlie, y traigo hasta esta publicación una cuestión más propia del mes de febrero, mes crítico por lo de carnavalesco, que de este mes de la Cuaresma cuando nace esta obstinación del amigo Salva. Y digamos que la traigo aquí porque ya ni el mundo alza la voz y entona canciones con esta temática en carnaval; y el contenido de este artículo nos postra a los cristianos, y en este caso a los cofrades, en el cadalso de la ignominia y la doble moralidad, donde esperamos que nuestros propios actos sean la soga que abrace nuestro cuello.

Digamos que yo soy Charlie; no Hebdo, sino Charlie a secas: un hombre cristiano y, por la gracia de Dios, cofrade. Un hombre amante de su religión y apasionado con sus cofradías. Un vaso medio convencido y un vaso medio insatisfecho; vamos, un hombre perfecto. Un hombre que duda; y en este caso duda de la moralidad del hábitat en el que se moverá esta publicación. Duda del compromiso del mundo cofrade con el sufrimiento y las barbaridades que sus correligionarios están padeciendo en la actualidad, en ciertas partes de este mundo. Lo he dicho, pero lo vuelvo a repetir: ¡Nos están matando! Y no hacemos nada para evitarlo.

Yo soy Charlie y recuerdo como, desde las más altas cumbres de nuestra Iglesia, se nos instaba, se nos convidaba, a colgar de nuestras solapas un lazo para posicionarnos a favor de la protesta cuando una ley zapateresca se postulaba en contra de la vida. Contra la vida, no ya cristiana (a saber qué fe habría llegado a abrazar el nonato que queríamos que naciera), sino cualquier modo de vida, ya hubiera sido pobre o rica, sana o enfermiza, colmada o hambrienta, con un futuro incierto o con una pronta muerte certera. Y lo recuerdo porque hoy (bueno, siempre ha sido así, de un modo u otro, en este vergel de almas, se ha atentado contra la vida), más que nunca, miles de los nuestros (estos sí es verdad, a ciencia cierta, que son nuestros; no como los nonatos a los que les queda una vida para elegir y profesar) mueren a manos de la más cruel de las ignorancias, represiones y ultrajes. Hoy, otras leyes, crucifican, incineran, despeñan, degollan, lapidan, violan, mutilan, silencian, aplastan y, en fin, denigran a la “raza” cristiana. Y en esta “raza”, también hay niños. Niños. Los mismos niños que, aunque nacidos, llevan más de mil años desnutridos y condenados a una muerte venidera, en el vientre de África, en la “mala” Corea o en la China emergente.

Yo soy Charlie, aquí queda escrito el documento que he de leer antes de que mi estación de penitencia dé comienzo. Esta es la palabra que me quema y hierve mi sangre. Queda escrita a sabiendas que ninguna cofradía alzará la voz, tal y como se hizo aquel año en contra del aborto o, más bien, en contra de una ley que un partido político postuló en contra del derecho a nacer de todo embrión creado. Porque defender la vida, si es que se defendía a esta, es una obligación, no ya de un cristiano cofrade, sino de cualquier ser humano creado por la gracia de Dios. Y esta no se defiende con un lazo sobre el hábito penitencial, sino con la voz del corazón que desgarra todas las entrañas del alma para verterse al viento, al oído, a las conciencias.

Yo soy Charlie, y antes de que nuestros iconos sagrados puedan caer en manos de la barbarie y la obcecación ignorante de unos locos demonios, me hago piedra rota y desplomada para mostrar de forma activa, mi repulsa hacia los demonios que atentan contra lo que soy: un ser humano libre, con valores cristianos y preso en la honradez de afrentar a quien desee estigmatizarme.

Yo soy Charlie, y traigo estas palabras más propias de carnaval que de la Semana que nos viene; porque esto ya no requiere de carnaval ni de Semana Santa para denunciarlo; requiere de vida, de moral y de compromiso. En uno, se han perdido en el tedio de escribir buscando el falso aplauso y el reconocimiento de un concurso; en la otra, nunca tuvieron cabida, pues en ella evangelizamos con Jesús y su Madre en la calle, y con Ellos todo queda dicho: el error no es que ahora no se diga nada, el error es que no se tuvo que haber dicho nada. Como dijo El Roto, poniendo en boca del crucificado: ¡Lo que me faltaba, lacitos!


Yo soy Charlie, y sólo Tú me bastas. Tú, y no el doble que se hace de Ti en la tierra.

(Publicado en la revista El Sudario 2015)

viernes, 10 de abril de 2015

Prólogo de la revista Gracia Nuestra 2015


Nos están matando. Y no podemos dejar de clamar que es así. Por ser esclavos de nuestra Fe, de nuestro Amor, de nuestra Esperanza y de nuestro Credo; por llamarnos cristianos, que así son los seguidores de Cristo y de su Palabra; por practicar la Caridad con nuestros semejantes y Compartir cada pedazo nuestro, con el suyo y el vuestro. Nos están matando. Pero no sólo muere la carne, no sólo nos matan el cuerpo, sino que con esta descabellada guerra a la que nos invitan sin remedio, nos van matando aquello que realmente nos adjetiva como humanos: la libertad de expresión. Introducen el miedo en nuestra casa, a través de las múltiples ventanas que el mundo civilizado ha abierto en nuestras fachadas; nos intimidan con lo que puede ser si, con lo que puede ser si no; y por ello, por el miedo y por creer que nunca nos llegará la hora, yacemos en nuestros aposentos asistiendo deshonrosamente al genocidio de nuestra tribu, y con ella, de nuestras libertades.

El verdadero ser libre es aquel que, creyendo serlo, hace uso de su libertad para salvaguardarla y amplificarla. Y de eso adolece el sentir cristiano en la actualidad. Somos libres en la oración, en el ayuno, en nuestras obras, en nuestra reflexión, en nuestra familia, en nuestro templo; pero nos quedamos ahí, sin gritar a los cuatro vientos que oramos, ayunamos, obramos, reflexionamos, amamos y somos, porque somos libres; no gritamos nuestra libertad, con gritos entusiastas y felices, sino que nos vestimos del silencio propio de la persona zalamera y agradable que sólo reza y sólo ama. Y el silencio es la piedra de Abraham donde dejamos caer nuestra Fe para que sea sacrificada, no ya por Dios, sino por el hombre no cristiano.

Has abierto estas páginas, estás leyendo este prólogo, y con este simple gesto has roto tu silencio. En ellas encontrarás las voces de cristianos comprometidos, aquellos que con la buena intención de contar y narrar sus dudas y sus vivencias predican su Fe, antes y después de haberla sentido y profesado; encontrarás las crónicas de todos los acontecimientos de la Hermandad a la que perteneces, esta Hermandad sonora y expresiva, llena de la Palabra de Dios, que no cesa en el empeño de evangelizar con sus actos y con sus hombres y mujeres. Encontrarás imágenes porque la imagen es el lenguaje del pasado, del presente y del futuro; y nadie ni nada puede cegarnos los ojos y amputarnos las manos. Encontrarás la palabra. La palabra; la palabra portadora de Dios, descriptiva de Dios, y el arma (si se le puede llamar así) con la que el cristiano debe combatir en los múltiples frentes que la sociedad actual le ha ido abriendo últimamente. Has roto el silencio de la vagancia y el pasotismo, estás siendo leal a tus convicciones o, si no estás convencido, curioseas entre unas páginas simples y cándidas que nunca harán daño y que tanto bien pueden aportar a tu entendimiento. Este papel es el grito paciente de una religión sencilla y amable, que ama y protege, que reza y proclama la libertad del ser humano, sea cual sea su religión y su raza.


Y hoy, nos están matando. No ya en Oriente Medio donde la incultura, el fanatismo y la barbarie está acabando con toda aquella idea que difiera en lo más mínimo de los pérfidos postulados que la religión que han creado les indica; sino entre nosotros mismos. Nos está matando la desidia, la apatía, la indolencia y el abandono; nos estamos matando nosotros mismos si nos dejamos llevar por la comodidad de una religión a medida, de un autocredo y la lasitud de nuestros fondos y nuestras formas. Nos mata el cofrade que se preocupa nada mas que de llevar al corriente sus cuotas y vestir el hábito penitencial el Lunes Santo; nos mata el potencial humano que nuestra cofradía tiene y que queda en paños menores a lo largo de todo el año; nos mata la palabra que has soñado, has sentido, has vivido y que has dejado escapar entre los vientos de tu imaginación, sin antes postrarla en la virginidad de una de estas páginas: página destinada a ti. Pero estás leyendo y eso es un grito de esperanza, un respiro, una lágrima de emoción. Aún seguimos existiendo, hablando y discutiendo, y todo ello en torno a Dios, en torno a Ella, a nuestra Madre de Gracia. Aún seguimos vivos, aunque se empeñen en matarnos y nos sigamos arriesgando a callar.