Miedo,
Padre, miedo. Miedo de saberme contigo, de ti y en ti; y tener miedo de que no
seas Tú quien me infunde este miedo. Porque no te conozco. Porque soy la amarga
tierra y el agua inerte puesta en tus manos, moldeada en tu mente y próxima a
tu boca; porque soy el antes de un soplo de vida y el después tras el vacío de
la muerte. Miedo de esta carne y este verbo abandonados en este laberinto que
es la vida. Miedo porque sé quién eres: vengo de tu vientre, me abrirás las
puertas de tu Reino; pero no encuentro el anaquel donde la memoria custodia las
vitales palabras para conformar la divina sintaxis que exija tu identidad. Miedo
porque supe quién eres, porque sabré quién eres y, en este valle donde la vida
se empeña en alcanzar eternidad, no decaigo en la porfía de, con mortales
signos y lánguidos suspiros, seguir contumazmente preguntando por tu Nombre.
¿Quién
eres? ¿Quién eres? ¿Quién eres? ¿Quién soy? Quizá sea el error que he cometido,
buscar en tu respuesta mi grandeza. No será con los ojos abiertos el modo de
encontrar tu morada, ni verán estos la luz de tu alcoba mientras sigan cegados
en sus tinieblas, ni descubrirán tu rostro porque no tienen nada tangible que
les sirva de parangón. No es quién eres, sino quién soy. Yo soy quien Tú eres,
y en mí está el pozo donde brota el agua que calme mi sed de hombre. Muda mi
lengua, sordos mis oídos, ciegos mis ojos, quietas mis manos: así puedo
sentirte. Quizá sea esto lo que llaman oración. Solos Yo y yo, en esa soledad
encuentro la verdad y en ella puedo escuchar tu voz, y lo que con ella has
escrito, escrito está. Y en tu palabra encuentro las veces que te he negado, la
traición a tu amor generoso, cada herida que cada golpe que cada látigo que
cada palabra malsana te ha abierto, cada Barrabás esputado por mi boca, cada
cruz que una y otra vez he anclado a tu hombro, cada zancadilla para que
volvieras a caer, cada uno de los clavos que he puesto, te he quitado y he
vuelto a hincar en las mismas llagas sangrantes de tus manos y tus pies; cada
azaroso dado que sobre tus abrigos he derramado buscando tu merced. Es en mí
donde estás: en mis errores tu ausencia y en mis aciertos tu presencia; y no
hay mayor presencia tuya que cuando sé que me faltas cuando me alejo de ti.
Miedo,
Padre, miedo en este temblor de esperanza entre el polvo del que vengo y las
cenizas que seré cuando me visite la parca, en esta oración constante que es la
vida; en este temblor del alma confusa y vacilante, vagabunda en el mundo de
los sentidos, en este espíritu con pieles heladas y hambres de mundo. Miedo,
Padre, de volver a perderme en un quién eres, de regresar asustado y renqueante
de la batalla sin cuartel librada en el quién soy. Pero déjame con mis miedos,
Padre; por ellos, además, nace la belleza de este mundo. El miedo parido por la
oración es causa de las más bellas sinfonías, versos y pinturas que el hombre
pueda llegar a crear; en ellas lo vence, en ellas te encuentra, en ellas eres.
Temor, temblor y creación; oración.
¿Quién
eres? ¿Quién eres? ¿Quién eres? ¿Quién soy?
TEXTO
INTRODUCTORIO A LA MARCHA “SPES NOSTRA”
”No
me hables, Padre. Deja en mi mente el eco solo y tembloroso de mi voz; y no me
hables. Quiero pensar que esto es sólo un sueño, una pesadilla y que la locura
ha sido la dueña de mis actos y mis palabras. No me hables, Padre; no quiero
escuchar el temblor que en mi alma produce tu Verbo. Quiero esta paz y este
silencio, seguir perdido en la inmensidad del cielo como uno más que mira tus
estrellas, que oye la brisa de la noche mecerse entre las ramas de este olivo;
quedar rendido tras revelar que no soy el Hijo del Hombre, sino un hombre más
entre tus hijos. No me mandes este ángel para secar mis lágrimas, para limpiar
mi sangre. Mi consuelo sólo será alcanzado por el sueño. ¡Padre, Padre! Aparta
de mi este Cáliz; mas no sea mi voluntad sino la tuya. Mas no sea mi esperanza
sino la Vuestra.
Pedro,
Juan, Santiago; despertad. Es próxima la hora. Con un beso entregarán al Hijo
del Hombre.”