martes, 4 de enero de 2011

¿Quién puede ser feliz?



Llegar a la plena felicidad no es posible en este mundo. Quizá consigamos aprehenderla en otro, pero en este… quimérico, irreal, ilusorio: felicidad: concepto propio de la más real utopía.

No puedo confundir la felicidad con el confort de una tarde de invierno arrellanada al calor de un brasero, acurrucado en el hombro de Tony mientras vemos como Gabriel se afana en apagar y encender el televisor, o en escalar el mueble, o en pulsar los mil botones de los mil juguetes que campean por el suelo del salón; o cuando se me hincha el corazón al escuchar su léxico de infante mientras va señalando con el dedo las letras sin significado impresas en la página del libro que su padre se afana en intentar leer en los paréntesis de silencio que los juegos de su hijo van dejando como tréboles de cuatro hojas tan difíciles de encontrar. Ni siquiera puedo ponerle el nombre de felicidad al silencio y a la soledad que tanto busco y que se alían conmigo en las últimas horas de la noche para cruzar la frontera de la vigilia y el sueño, a través de ese profundo mar en el barco invisible de la lectura y la pereza. La felicidad no es una noche de Nochebuena enmarañada entre afectos y lazos familiares, entre cantos y villancicos, entre desmesuras y marisco; ni la algarabía tras los primeros segundos de un nuevo año, ni la exaltación de la amistad de la primera noche del año, ni el alcohol que nos hace mentir y creernos más amigos y mejores personas. La felicidad no es el éxito, ni un coche nuevo, ni la primicia de un nuevo amor con todas las cosas buenas que en ese hecho cobran forma; ni la llegada de la Semana Santa, ni las vísperas de ésta; ni los instantes previos de carnaval, ni los instantes previos a la apertura del telón del teatro Ideal, ni oír en la voz de Manolo Madrid el nombre de tu comparsa tras ese “y primer premio”; ni ver atardecer desde el Mirador de San Nicolás. La felicidad está compuesta de estas cosas, de estas pequeñas cosas, de estos grandes instantes; pero la felicidad sólo puede existir, así, “per se”, sin la consciencia de haber saboreado esa felicidad en un mundo donde no se puede ser feliz: donde se nos impide, se nos prohíbe, donde debemos no ser felices: no debo ser feliz de tener un trabajo digno cuando, de camino a este, transito entre almas de hombre negros ahogadas de frío y cansancio, que van andando con una casa en sus manos y un feliz y lejano recuerdo en su corazón; cómo puedo ser feliz si intuyo el mal que el hombre inflige al hombre en cualquier rincón de este absurdo mundo; cómo puedo ser feliz mirando a Gabriel mientras duerme sabiendo lo que me rodea, lo que le rodea, lo que le rodeará y la impotencia de imaginarme no poder estar allí; cómo puedo ser feliz si cada mañana siguen cerradas miles de camas de hombres parados que han perdido la ilusión y las ganas de encontrar un futuro mejor vedado por un gobierno y un presidente incompetentes, prepotentes y absurdos en la situación actual de España.

Llegar a la felicidad plena no es posible en este mundo, no es moralmente posible en este mundo. Es más, uno no puede llegar a ser feliz sabiendo que hay personas que ahora mismo son felices, gritando y publicándolo a los cuatro vientos.