sábado, 26 de septiembre de 2009

Aún existen lugares de leyenda




Aún existen lugares de leyenda y, como siempre que el destino me da licencia para conocerlos, clamo al cielo buscando la respuesta que dé significado a esta pregunta: ¿por qué no he nacido allí?


Aún existen lugares de leyenda sin más agreste muralla que el hastío y bravura (dos vocablos tan contrarios y tan iguales a la vez) de un desierto que se empeña en conservar, a lo largo de los siglos, el barro y el adobe que da cobijo a sus habitantes. Me imagino sus tardes, llenas de atardeceres soñolientos y ábregos antesala de las noches escritas bajo vírgenes bóvedas y estrellas tan cercanas como al alcance de los sueños; me imagino sus calles en estas tardes tan diferentes y me tomo la licencia de espolvorear el silencio con el vuelo de algún pájaro volantón y la voz profunda del viento desolado por el día. Me imagino sus calles tal y como las he visto entre las páginas de alguna revista, y siento la caricia de la arena en mis pies y la desconocida libertad que trae con ella.


Aún existen lugares de leyenda como este Timbuctú que saboreo en la nada, como esta herida del desierto que no cesa de sangrar historia y cultura: la historia embalsamada por el mismo desierto y la cultura como la prostituta que hay que amar en la intimidad de unas sábanas de pergamino. Y es que en Timbuctú se hace justicia a la cultura: sus gentes la miman, la cuidan, la aman; se hacen cofres que guardan el legado escrito de una historia africana que en su mayoría es oral; son sus propios habitantes los que, devotos de su pasado, guardan en sus propias casas de adobe multitud de viejos libros y pergaminos (algunos de ellos con más de cinco siglos de vida) como si del mayor y más valioso tesoro se tratara. Es como si el espíritu del desierto que les rodea, que a lo largo de los siglos ha respetado a su ciudad, besando su piel pero sin penetrarla por miedo a perder un encanto que por otro lado desaparecería; se haya instalado en sus almas y el mismo afán conservador y protector sea ahora virtud de sus habitantes que respetan y protegen su historia así como el desierto ha permitido que ellos sean conscientes de esa historia.


Aún existen lugares de leyenda como Timbuctú. Yo vivo en uno de ellos. Y no sentiría nostalgia por una vida entre la belleza inusual de aquella ciudad africana, si no fuera porque mi Úbeda de leyenda, a este paso, solo se quedará en leyenda: porque puede ser que llegue el día en el que no encuentre la desconocida libertad que me trae la caricia de sus calles en mis pies: porque se hayan vuelto tan artificiales y novedosas que ninguna historia me cuenten sus piedras; que hasta tenga que imaginarme el piar de estos pájaros volantones que hoy surcan los cielos de esta ciudad de leyenda porque la polución y el ruido del paletismo del “tuning” (o como quiera que se escriba esa palabra) se apodere de los vientos y los cielos ubetenses; porque no pueda simplemente disfrutar de un paseo, porque no puedo pasear, simplemente pasear, entre la selva de vehículos y obras en la que se ha convertido Úbeda. Y sus gentes… perdidas en un desierto de confort, pereza y conformismo, ajenas a un legado patrimonial que deben valorar y proteger porque es el que habla de sus historias, de su pasado: del que son el todo y la parte. Un desierto que, desde que soy, veo que ciega la consciencia de mis paisanos; quizá también la mía, creyendo que escribir esto me cubre la cara para que no entre la arena en mis ojos.


Ojalá soplen otros vientos que alejen estas tormentas de arena que nos oscurecen el alma de ciudadano; que se callen nuestros silencios y si nos obligan a apretar el gatillo del celo, así lo hagamos; porque es triste tener conciencia de un amor inmenso y ver que se diluye entre los años. Sintiendo nostalgia de lugares de leyenda impresos en alguna revista, como Timbuctú. Y eso, sencillamente, me da miedo.

sábado, 22 de agosto de 2009

Tierra mojada II

Sobran palabras...
Después de una larga tormenta de 21 horas, embriagaste a nuestro ser con tu aroma. Llegaste el 21, a las 20:50 y nos hiciste la tierra más fértil del universo.

Gracias a Lola, a Eva, dos excepcionales matronas del Hospital San Juan de la Cruz, y a la inestimable sabia mano del doctor Armenteros, que llego en los momentos más necesarios para Gabriel y Tony.

Gracias a ti, Tony, por regalarme una sesión sin precio de esfuerzo, amor y comprensión. Has llegado a ser la mayor heroína de mi historia.

sábado, 16 de mayo de 2009

Tierra mojada

A tierra mojada. Así olería el vientre de mi madre Dolores durante los nueve meses que me hicieron sus entrañas, así es el aroma de la vida: tierra y agua: piel y sudor que provocaron mi llanto tan sólo al alejarme de ellos. Esa es la fragancia de nuestras alegrías y tristezas, de nuestra vida a fin de cuentas, pues ella es la que se desprende de nuestros sentimientos, de lo que somos, de cada una de nuestras lágrimas: las que brotan del alma para navegar por el mar muerto de nuestra piel o las que echan anclas en el abismo de nuestro ser.

Así huele el bálsamo con el que he ungido todas las prendas colgadas del armario de mi substancia: así huele la libertad, y no a barro, que es tierra mojada pisada por las botas de la esclavitud, que no huele u ofende los sentidos con su podredumbre; así mi soledad pues sólo entre papeles puedo encontrarla y el aroma que desprende un libro al abrirse se asemeja en mucho a las mañanas de niebla entre las serpientes de verde y plata; así el amor, anticipándome una eterna tormenta que nunca acaba de descargar sobre el desolador desierto de la pasión.

Y, como todo buen perfume, tiene la virtud de transformarse en pasado, en añoranzas, en partes de mí mismo, de lo que fui y por lo que ahora soy. Tan fácil como pasear entre las tinieblas de esta noche y volver a ser lo que fui en su presencia, hacerme amanecer a través de la ventana de aquella habitación de Sevilla que daba al Guadalquivir con sus rosáceos y grises reflejos; convertirme en niño que camina, con una viejas botas de fútbol colgadas al cuello, sobre el añorado albero de aquella Patera que tanto me hizo soñar; vuelve a ser el calmante en las madrugadas de invierno cuando su presencia en la terraza me hacía presagiar una mañana sin madrugón y un frío y gris día sin aceituna, al calor del brasero; me permite volver a besar a mi abuelo Blas, porque ese era su olor cuando venía cansado del campo con los bolsillos llenos de aceitunas pasas para su tentempié de media mañana, o puedo verlo sentado en el rellano junto a mi abuela, vendiendo las moras que traía de la casería Beteta y mirando a escondidas su cartera para darme los cinco duros de todos los sábados de mis visitas; y también me devuelve a mi otro abuelo, a Antonio, que vivía a unos metros de allí, y a todas las pelotas que me regaló y que perdí o rompí o me quitaron, y a su calle Blas Infante sin asfaltar y al abismo que se asomaba al pilón del León, con todos sus anaranjados atardeceres y las noches en las contaba pueblos por las luces que brillaban, y el corral de mi abuela Pepa con su higuera y sus sombras, y sus sombras y su pozo, y los ladridos de la perra y la ceguera de mi bisabuela Ginesa con su rosario entre las manos rezándole a Santa Rita, y la juventud de mi padre cuando entraba en ese patio para llevarme a mi casa de la Puerta del Sol, y atravesar las eras, que hoy son el Parque Norte, viendo como la ermita se iba haciendo más y más grande, por el camino de piedras hasta pisar el asfalto del barrio San Pedro en el que ya se perdía el olor a tierra mojada; me voy a Granada, hasta los jardines de la facultad de Biblioteconomía donde dejé de estudiar y de enamorarme por penúltima vez. ¡Me hace ser tantas cosas que fui en su presencia! Y tantos colores, y sabores, y tantos dolores, y tanto y tanto de mí…

Esto me hace pensar y creer en que todo ser humano tendrá una fragancia que se identifique con su vida, sus alegrías, sus tristezas, su pasado e incluso con su futuro. ¿Mi futuro? Mi noche, mi presente, huele a tierra mojada y en mi futuro solo diviso un vientre, como aquel que me acunó antes de nacer, en el que va llenándose de vida Gabriel: mi futuro, mi vida… Tierra mojada.

jueves, 16 de abril de 2009

Silencios que duelen


Hay momentos en la vida, a veces, que es necesario aferrarse con todas nuestras fuerzas a la baranda de nuestro corazón y, sin miedo, asomarse al profundo abismo de nuestros sentimientos; hay que mirar hacia abajo, con los pies en la tierra y marearse con lo profundo, sin que las volubles nubes de nuestra razón despisten nuestras lágrimas. Otear este horizonte vertical de las entrañas y, sin miedo, empezar a caminar por esos angostos caminos que al andarlos ya se tornan en olvido. Y ahora navego en un barco que surca unas aguas que no son suyas, porque el tiempo que tuvo que soplar en sus olas ya pasó. Porque me siento un ser anacrónico cuando comienzo a deambular, ahora, entre la tinta de la cuaresma, porque soy un recuerdo mal vivido de una historia que acabó en el mismo momento en el que el miedo no me dejó escribir lo que ahora escribo.

Miedo a desvestir un presente para ataviarlo con las transparentes telas del pasado, a sellar una nueva última carta con el lacre de mis lágrimas, en fin, a decirle adiós a los días de una cuaresma que ya nunca podré repetir, porque no se repetirán los mismos días aunque mis sentidos queden confundidos con el mismo aroma a incienso y la misma ingravidez de mi alrededor. Aprensión a este angustioso paso del tiempo que nos avisa de nuestras arrugas, de nuestras canas, de nuestro cansancio. Y me quedé sin palabras, con tanto que decir y tantas gracias que dar; sin darle un último abrazo a mi hermano costalero, quedándome mudo al no saber valorar la voz que guiaba mis pasos, dándole la espalda a un mundo que siempre tuvo un rinconcito en los anaqueles de mi pasión; y es que sentí miedo al mirar con otros ojos, estos que el paso del tiempo me prestó, este mar del Lunes Santo donde nuestros ríos se desnudan, despojándose del agua de todo un año. Fui incapaz de describir el latir de una revirá pues me quemaban ya sus ausencias sobre mi cuerpo, porque ya me quemaba la cera que aún no se había encendido y que ya se prestaba a ello. ¿A quién le importaban los duelos de mi silencio? ¿Para que emponzoñar otros momentos que no eran los míos?

Por eso me quedé callado, soñando con mi Semana Santa, con mi Lunes Santo, añorando una cuaresma que se escapaba entre los dedos, mientras escuchaba algunas de mis palabras en la voz de una mujer valiente que gritaba pasión en Úbeda. Me callé a Rafa, a Santi, a Blas, a Alfonso, a Antonio, me callé a mi mismo para poder soñarme, me guardé mis gritos para poder llorarlos. Y es cierto que los lloré, puesto que así lo propuso mi presente; y es cierto que lloré los días que tuvieron que partir, con todas sus cosas guardadas en las maletas.

A cada estación que visito me cuesta mucho más trabajo decir adiós, ya sea porque me cansa el viaje o porque tengo la certeza de no volver a ver las mismas cosas y las mismas personas que se han quedado atrás; igual que cada Lunes Santo me va quitando a alguien de mi lado, o me susurra al oído la sistemática pesadilla en la que me destierran a la eterna soledad del capuz. Ante esta certeza del cambio, de la metamorfosis, de la mudanza que hay propuesta en cada Lunes, no tuve más remedio que quedarme en silencio, por miedo a describir algo que algún día desaparecerá, por miedo a reflexionar sobre la tristeza y la lágrima; me tuve que quedar callado, sin decir nada, oteando el horizonte de un nuevo Lunes Santo lleno de incertidumbre y abismos de soledad.

Silencio. Lo que fui. Porque necesité de su alimento y porque así, en silencio, en mi egoísmo, me sacié de mi cuaresma, de nuestra cuaresma, y me asomé a la grandiosidad de mi Lunes, de nuestro Lunes. Porque estas eran las palabras que solo debía decir y que decidí dejar en silencio. Porque para nombrar la tristeza que sentía al despedir otro Lunes, de mi vida, antes de tiempo, decidí quedarme en silencio; y ahora, muy bajito, decirte estas cosas que por fin sabemos los dos: ya no es cuaresma, ya se nos fue otro Lunes.

jueves, 26 de marzo de 2009

El infierno, o el último derecho del cristiano


La verdad sea dicha: no entiendo, porque me cuesta, porque me duele, porque me entristece, cómo se pueden decir y leer sentencias tan unilaterales en la discusión sobre el aborto. Siendo como soy, no tendría miedos ni reparos a dejar clara mi postura ante este embarazoso asunto del que comienzo a reflexionar; no me costaría trabajo afirmar que tras las primeras doce semanas de gestación ya se habla de feto, y no me dolería gritar asesino a la persona que decide interrumpir el embarazo; por otro lado tampoco me ofendería defender ese libertinaje, que no libertad, en la que cada persona tuviera derecho a interrumpir la gestación sea por el motivo que fuere. No me causaría ningún miedo hablar sin reparos sobre alguno de estos dos extremos, pero en mi naturaleza de hombre racional reflexiono y no encuentro motivos para escoger ninguno de esos dos caminos.

Me quedo con esas circunstancias de las que nos hablaba Ortega y Gasset y que nos van transformando el “yo” en este corto camino de la vida, las que nos hacen pasar del amor al odio en un instante o las que nos libran de apretar el gatillo en alguna ocasión. Porque calculando el peso de estas es cuando podemos desenmascarar el timo que nos acecha en nuestros testimonios. Por eso no puedo decir sí ante la circunstancia de una malformación congénita o de un futuro más cercano a la muerte que a la vida, y no puedo decir no simplemente por egoísmo, confort y calidad de vida. A la vida hay que palparla con las manos y de nada sirve creer entenderla por el simple hecho de mirarla desde el púlpito, ese en el que se encuentra aposentada nuestra Iglesia Católica empeñada en seguir viviendo su “yo”, tras esas inexpugnables murallas que la separan de las circunstancias de la sociedad, y más allá de la sociedad, del ser humano.

¿Aborto si? ¿Aborto no? La respuesta va más allá de la política y la religión, de lo legal y lo divino; aquí no tiene cabida la ciencia ni lo escatológico, aquí deberíamos todos responder bajo la única perspectiva desde la que se puede observar una cuestión tan humana y tan circunstancial: desde el corazón. Me alegro, o me entristezco, no sé como decirlo, por ese cristiano que rotundamente responde con un no, y no dudo que su respuesta, además de tener raíces puramente “divinas”, tenga también mucho de humana. Me alegro, o me entristezco, no sé como decirlo, por no tenerlo tan claro como él y ésta nuestra Iglesia. Pero no me sentencien con la expresión “tú no eres cristiano”. Lo soy, sí señor, sólo que soy uno de esos hombres que se afierran al último derecho del cristiano: el infierno.

martes, 24 de marzo de 2009

Sin fecha en el calendario


Metáforas. Desde el artístico verso de la poesía hasta el ancho y profundo mar de las páginas de una novela, ahondando en la selva de nuestras experiencias a través del mágico y excelso camino de la palabra. Para decir lo intangible, lo sublime, para desentrañar el ruido de lo silencioso, para estilizar el diamante. Y, si metáforas buscaba, en el blanco mutismo de una pared encontré el cuerno de la abundancia: metáfora de sí mismo, el calendario.

Números encadenados al papel, desde el uno hasta el treinta, a veces treinta y uno, en una página veintiocho, mostrándonos cada uno de ellos una misma noche, un mismo amanecer, un mismo crepúsculo, tan iguales todos y tan distintos cada uno de ellos. En cada uno la misma luna y el mismo sol, y millones de lunas y tantos soles como almas viven el día que nos describe ese número; lunas tristes de agonía y desesperación, soles de esperanza y de alegría, con el mismo blanco y el mismo dorado de siempre, ese que siempre tiene millones de tonalidades. Números que hablan de números que hablan del resultado entre la vida y la muerte y la nueva vida, que se olvidan de nosotros; y otros que llaman a nuestra puerta para regalarnos una nueva vida o para entregarnos la amarga factura de la muerte, y que no olvidamos nosotros. El último número que veremos, el que no tendrá sentido si juicio no articulamos a los días en que habremos caminado por la abrupta piel de este mundo; el número en el que Gabriel dotará de expresión a esta metáfora que se alargará durante nueve meses.

Y, así como la metáfora tiene la virtud de mostrarnos un mundo con pocas palabras, a veces solamente con una, el calendario tiene la osadía de entregarnos en tantos capítulos como años tiene nuestra historia, la historia entera. Solo nos hace falta tener conciencia de lo ocurrido y revivirlo sobre el tablero de nuestra imaginación. Reconocer un 11S y recordarlo tal y como queramos, con nuestros actos o vistiendo la piel de otra persona; podemos recortar el 1978 y recapacitar sobre todo lo acontecido durante el año que se corresponde con ese número, hablar de democracia, de libertad, de tolerancia y todo aquello que nuestra Constitución trajo consigo. Podemos olvidarnos de un solo número y agrupar varios en torno a un intervalo, como el vivido durante la Guerra Fría que en potencia pudo haber sido más devastadora que la Segunda; y ese mismo intervalo vivirlo sobre América del Sur a lomos del Che Guevara y su revolución de esperanza. Sobre el calendario, con la ayuda de nuestra imaginación, podemos estar junto a Newton a la sombra del manzano u oír la voz de Rodrigo de Triana en aquel 12 de Octubre de 1492.

Una historia, la nuestra, tan llena de errores y tan plena de aciertos y logros, escondida tras los números de un calendario del que podemos aprender, pues si algo está en nuestra mano, ahora, es la capacidad que tenemos de minimizar los errores que iremos escribiendo sobre las líneas de la historia.

Hoy me quedo aquí, frente a esta muda pared que deja oír los gritos del calendario, tomando la licencia de abstraerme de este mundo y remontarme a los tiempos del nazareno, en el mismo momento que jugaba con la metáfora del buen hombre que pone la otra mejilla antes que soltar el puño; y cuando vuelvo a la realidad me avergüenzo del grave error que algunos van a cometer, ese que vestirá la cruz con la metáfora de un lazo blanco que no tiene lugar en el calendario de la Semana Santa. Hay que escuchar la historia, volver hacia atrás las páginas de nuestro calendario y ser coherentes con nuestro pasado pues si algo somos es porque algo fuimos, y si algo no nos corresponde es ponernos en la piel de Caifás y rasgarnos las vestiduras. Como he dicho antes, hay que aprender de nuestro calendario, respetarlo y protestar, que este es el caso, cuando haya que hacerlo. Miren el calendario, miremos el calendario, hacia atrás y hacia delante: encontraremos un número, un mes, un año que se repite cada cuatro años y por una vez den el puñetazo, ese con el que no predicó el hacedor de su palabra, habiendo puesto antes la otra mejilla. Esa protesta no tiene fecha en este calendario tan lleno de metáforas.

sábado, 14 de marzo de 2009

Querida sombra


Con este refulgente universo, donde toman forma mis triviales palabras, vuelvo a ti, mi sombra, para que me ilumines de nuevo en esta oscuridad del mundo de la que me silencio en estas noches, cuando la oscuridad se hace menos dolorosa al armarse de la tranquilidad que le presta la luna.

No hallé descanso desde aquel día en el que firmamos con un hasta luego nuestra despedida. No espero tu perdón, pues no lo merezco, por amorrar mis palabras en aquel 22 de Febrero, cuando ni siquiera un verso te vine a entregar por nuestro aniversario; pero andaba pagando, con mi poesía, las noches de lujuria y despojo en el burdel del carnaval, entregando esta semilla, que con tanto amor y delicadeza comparto contigo, a esa furcia famélica que ignora la virtud que ha dado nobleza a las putas: la generosidad. Y, aunque sabes que volveré bajo sus faldas para desenmascarar a esa panda de chulos que la envilecen con su profesionalidad, me entrego a ti de nuevo pues tú me das licencia para sentirme entendido por mi estima, y la mitad de mi alma puedo entregarla sin miedo a malentendidos. Conmigo estuvo Vandelvira; se fue a erigir el caliente infierno.

He vuelto a alzar el vuelo para volver a caer una y mil veces en la fresca hierba que nace al amparo de tu fuego, remontando con mis alas la distancia que me separa de tu luz, igual que esas palomillas de las que te hablé una noche, esquivando los malos aires de la modorra y el abatimiento en las que el alma a veces se pierde; y, en el camino amanecido de esta noche, he vuelto a respirar la esencia de aquella a la que despedimos un día, Lebonah; me ha perfumado desde las encrucijadas que se han abierto a mi paso y me ha susurrado algunos romances con los que rondaré tu balcón en estas próximas noches de nuestra historia: lindas leyendas que encenderán el celaje de tu alcoba. Y a una cruz me agarraré para limpiar las lágrimas de tu rostro y aliviar las heridas de tu corazón, pues no hay lunas más proclives para ello que las vecinas al primer plenilunio de primavera, y no hay prosa en mis dedos más generosa con mi alma que esta de la cuaresma donde la historia, la belleza y nuestras pasiones se funden en un alarde de magnanimidad.
Abre las cálidas sábanas de tu cama, mi sombra, y déjame amarte, como el mejor de los galanes, con mis mentiras: pasión, furia, ira, fuego, piedad, miedos; solo sé que estas son las únicas verdades mías pues, como dijo el sabio, no sé hasta qué punto las verdades de los demás son mentiras suyas. Te daré calor en estas noches en las que mi cama no cobija los sueños de los tres, y ando de parranda jugando con la tinta entre tus sábanas, mi sombra. En las demás me encontraré soñando junto a ella y Gabriel o Daniela, ralentizando el tiempo que me separa de estos encuentros contigo en los que con un refulgente universo voy inventando estrellas que te den luz, mi sombra.

sábado, 31 de enero de 2009

La sonrisa del pobre


Esta noche, en algún rincón de esta España en crisis, duerme Manuel bajo el novelesco y bohemio tejado de una estación de tren, sin más almohada que su petate y más manta que la piel desgarrada por la tristeza y la ansiedad que las manecillas del reloj le van regalando. Quizá alguien más comparta esa terminal y lo vea como uno más que espera la llegada de su tren, pero Manuel mañana recogerá sus cosas y partirá, un día más, hacia un horizonte de desesperanza y desolación, en una España que le ha tocado habitar en este tiempo que nos ha tocado vivir. Y a mí, en esta nueva noche que nos regala otra larga borrasca, se me ha helado el alma con la historia de Manuel, tocando con las yemas de mis miedos al miedo mismo.

Manuel no puede dormir pensando que en el mundo transita la misma riqueza que antes de la crisis, pero que ahora está menos repartida, y menos conlleva a decir mal; es más, sabe que el Estado, por medio de su gobierno, ha inyectado más riqueza si cabe a unos bancos que, paradójicamente, teniendo más, menos sueltan; y no puede dormir, irremediablemente, porque no puede entender que cuando más dinero y riqueza existe en el mundo, él se tiene que aguantar con el peso de unos bolsillos vacíos, a mil kilómetros de su mujer y su hija, con la única ayuda de la solidaridad de la gente que todavía lo ven de buen ver para darle limosna, con la que comprará un bocadillo que ayudará a su espíritu a seguir luchando contra la vergüenza de oírse llorar sin un espejo al que mirarse.

Esta noche, Manuel, me ha enseñado que tenerle miedo a la muerte, hoy en día, es un privilegio pues significa que aún se conserva la dignidad y el honor que todo hombre debe poseer para serlo. Esta noche, la historia de Manuel me ha recordado que el Tercer Mundo lleva mucho tiempo recibiendo a la muerte con una cansada sonrisa.

martes, 27 de enero de 2009

Este año... Vandelvira



Cuentan las viejas lenguas que, cuando Cancerbero nos mece en la barca que nos hace cruzar las pantanosas aguas de la parca para desembarcar en la otra orilla de la vida, no nos vamos eternamente, sino que entre los viejos bosques en los que hemos deambulado se queda impresa nuestra esencia. Y si nosotros, anónimos polizones, partimos dejando el recuerdo de nuestros pasos, que decir del artista, que añade a su memoria el epíteto de lo tangible: piedra, formas, letras, pintura, colores… belleza.

Y si hablamos de artistas, por cercanía y “ubedanía”, hemos de hablar de Don Andrés de Vandelvira, que se hizo grande por lo que Úbeda le dio, y Úbeda se hizo grande con lo que Don Andrés la agració. Y así habla esta comparsa de Don Andrés de Vandelvira, disfrazando esa esencia que deambula por nuestras calles, que por estar rodeada de su obra, casi se siente revivir o renacer en los silencios de la noche. Y así hemos osado vestirnos con la piel de esta esencia, permitiéndole al artista tornarse en hombre que habla, dice y canta a su obra, a la ciudad donde emerge su obra y a los hombres a los que dejó el legado de su obra, requebrando a sus piedras, entristeciéndose por los males que le aquejan y despertando las conciencias de los ubetenses, para que sean el cofre que guarde el inmenso caudal de las dichas de esta ciudad.

Aquí está esta comparsa; aquí está este Vandelvira que no habla de su historia, ni de formas geométricas que dieron origen a tanta belleza, ni de piedras amontonadas de tal manera que se erigieron en las puertas del paraíso; aquí está esta comparsa camino de sus diez años, envuelta en un Vandelvira a nuestra manera; aquí está un Vandelvira que habla de Úbeda, para Úbeda y por Úbeda con la fuerza del carnaval: el corazón, rabia y alegría, y el sentimiento.

Para lo demás, a quién quiera saber, ahí están los libros. Esto es carnaval.

viernes, 23 de enero de 2009

La vieja María


Hay una anciana en mi pueblo, que por vieja perdió la vista, abandonada a la rutina de las prendas desoladas por el negro color del desconsuelo. Todos los días, aún cuando el febo no ha escalado el abismal precipicio de la noche, se la ve postrada en el mismo lugar donde descansan sus días; ya cuentan las malas lenguas que es incluso el mismo sitio donde ella se hizo su alcoba para soñar con sus tiempos, ya cuentan las ignominiosas lenguas que es allí donde siempre ha sido, incluso antes de que Santa Lucía la abandonara, pues dicen que antes de la ceguera también anduvo un poco loca. Pero dejemos las absurdas descripciones de un lugar que siempre ha habitado y que mi triste prosa nunca sabrá ponerle un emplazamiento en la mente del desconocido lector, y miremos a esta anciana de mi pueblo, que por vieja perdió la vista, a los ojos del sol, cuando ya la Aurora, de rosáceos dedos, ha iniciado el camino de la mañana. Al calor del día, el viandante que camine a su vera quedará hechizado por la belleza de sus rasgos, pues, aunque vieja, sigue guardando en su piel la lozanía de su pasado, fruto de unos padres que dicen mezclaron sus sangres en lecho sin cancela, la materna moruna y la paterna cristiana, y esa belleza es tan grande que, aquel que no haya cruzado palabra con esa anciana de mi pueblo, no es capaz de percibir el luto que la viste, ni la ceguera de sus ojos. Al calor del día, si generosa es la poesía de su triste figura, mil veces generoso es el viento tripulado por la cantinela de sus relatos, pues, aunque ella sabe que nadie la escucha, siempre está hablando a los que pueden escucharla. Dicen que loca está cuando el romance que es en sus labios alardea del amor que muchos reyes le profesaron, y los duelos que por su querer dignos y honorables señores libraron, derramándose noble sangre sobre el suelo de sus pasos; y por ello la tachan de loca, sin darle el beneplácito de la duda pues nadie sabe de sus años y vecinos más longevos que ella no pueden esclarecer la verdad sobre sus relatos. Tuve la suerte un día, recordado será en los días de mi vida y hasta en el día de mi muerte, de poder aposentarme sobre la caliza de unos de los bancos que hay a su alrededor y donde ella nunca se sienta, y escuchar una historieta distinta a la que estoy contando que de sus labios nació y parecía que solo a mí estaba hablando; me contó que constantemente, detrás de esos gatos que siempre la están mirando, oye murmullos de hombres que día a día, año tras año, siempre se refieren a ella, a su ceguera y a sus largos años, buscando la luz que a sus ojos los libre de la remembranza del olvido y el desconsuelo que mancha la perpetua belleza de su rostro; tuve la suerte un día de escuchar el llanto de esa anciana de mi pueblo, que por vieja perdió la vista, pues dice que esas palabras la seducen y la esperanzan con el deseo de volver a mirar al sol, pero nada es cierto en esas retóricas del viento, pues tras ellas oye la cercanía de unos pasos que se silencian a pocos metros de ella y que se alejan tras el tintineo de una moneda que golpea los adoquines sombreados por su vieja figura. Y es que la anciana de mi pueblo, que por vieja perdió la vista, da realismo a los comentarios que la tachan de falta de cordura, pues ese día allí postrado me contó que loca está desde el día que unos cuatreros, viendo su ajada figura, le dieron propina confundiéndola con una mendicante.

Y allí, en ese lugar que esta triste prosa no supo dar medida, posterga sus ilusiones la que por vieja perdió la vista, pues me contó para despedirse una triste letanía de versos llenos de sombras que algún dios le dijo en el silencio de la noche: me dijo que algún día recobraría la vista pero que seguiría siendo ciega pues así lo quisieron unas propinas.

Dicen las malas lenguas que la anciana de mi pueblo, que por vieja perdió la vista, no tiene nombre que se sepa, ni un apellido de familia. A mí, cuando me despedí de ella, me dijo que se llamaba María. La vieja María.

miércoles, 14 de enero de 2009

Vísperas


Al anochecer de todo Lunes Santo, ya esté ataviado del amable Marzo ya traiga la endiablada duda de Abril, mi costal acapara todos los momentos que el año me ha regalado, esas vísperas que dejan de ser durante el corto camino adoquinado que dura menos de un cuarto de hora y que Nuestra Señora alarga en el breve tiempo de tres o cuatro. En el claustro de Santa María, bajo el palio, dentro de la parigüela, al amparo de su Gracia, cuando se levanta por primera vez, en ese mismo instante donde el uno es todo y todo se hace unidad, el costal me susurra a la mente todas las dudas de un futuro tan corto, pero tan intenso, en el que como cada año reviviré mis vísperas, sometiendo a mi corazón a los dispares bailes que marcan la esencia de aquellas.

Es en la primera revirá, la que danzamos sobre el arisco empedrado del claustro de la ajada Santa María, la que más incomoda porque aún no eres trabajadera, donde comienzan a acariciarme las primeras vísperas: las de la madrugada de Martes Santo, cuando se acaban de cerrar las puertas del templo y arranco mis entrañas del fértil huerto de mi trabajadera, donde tantos amistosos frutos acaban de germinar, cuando veo el manto de Nuestra Señora rodeado de rostros extasiados, unos mojados en llanto, otros iluminados por una cansada sonrisa que no podrá nunca expresar esa amalgama de gozos que el costalero cobija bajo su alma. Así comienza a despuntar el recuerdo de mis vísperas, acabando este primer capítulo con el más caluroso de los abrazos: el de una mujer vestida de nazareno que se agarra a mi maltrecho cuello para susurrarme tras un beso un reconfortante “te quiero”.

Pero en este mundo tan real también existe un rinconcito para la paradoja. Uno puede estar a media altura, sintiendo en sus rodillas el peso del universo, percibiendo sobre su piel cada vello que nos viste enaltecido por la emoción de ser los pasos que a Nuestra Señora la presenten ante su pueblo; puedo escuchar el clamor y las palmas de agradecimiento de un pueblo entero y sumergirme a la par en mis vísperas, esas que son soledad, tristeza, vacío, silencio, las que empiezan a consumirme al despertar del Martes Santo cuando me doy cuenta de que todo se ha consumado. Es paradójico navegar entre esos dos mares, el de la algarabía y el de la soledad infinita; es paradójico acordarse en esos momentos de nuestras miradas cuando acompañamos a Nuestra Señora a su anual destierro a San Pedro, el peso de nuestros pasos por esos callejones tan distintos a los del Lunes; y si hablo de miradas no puedo callar el desconsuelo que siento cuando me ilumina la tristeza que Nuestra Señora dibuja en su rostro en esos primeros minutos en su capilla, mientras los más rezagados, los que nos apena dejarla tan sola, rezamos a nuestra manera. Es curioso que mientras doy mis primeros pasos sobre Úbeda al son de nuestra marcha me inunden esas vísperas tan llenas de vacío, las que son mientras languidecen los días de nuestra Semana Santa, que me golpeen el corazón los momentos tan fríos de un traslado de palio desde Santa María hasta la casa de Hermandad; la vuelta al mundo cruel y amargo donde comienzan las vísperas más agrias: esas donde ya no hay ensayos los martes y los sábados ya no huelen a incienso, cuando las noches ya no suenan a tambores y el viento es tan gélido porque el calor de las trompetas ha desaparecido. Cómo puede estar el corazón estallando en alegría en la primera arriá del palio y la mente acordándose y reviviendo esas cercanías tan distintas.

Y racheando el paso al compás de la música que acompaña a todas mis vísperas, voy comiendo calle, a veces recreándome, otras aliviando, desde la misma puerta del cielo hasta la esquina de la calle Juan Pasquau, secando el sudor de la salida con otro más limpio de intensidad y ansiedades. Quizá, mientras he descansado a la sombra de una saeta, he revivido los días de convivencia, pero no por ello despojados de trabajo y sacrificio, de nuestra Cruz de Mayo, o he sobrevolado un domingo de Mayo frente a Nuestra Señora justo antes de acompañarla en su Rosario de la Aurora; nunca sabré el número justo de reuniones de la Junta de Gobierno que he recordado y, en estos pocos metros que me quedan hasta la calle Juan Pasquau, me tomaré el merecido descanso de un verano con la única necesidad de bajar un día por semana a San Pedro para contarle mis cosas a Ella.

A Ella, a la que cada Lunes Santo se erige en reina de callejones como este de la calle Juan Pasquau que tras esta revirá se embriagará con Su belleza, con Su elegancia. Es el momento en el que mis ojos se cierran, mis dientes se enfurecen y mi cuerpo se entrega al sufrimiento desmedido que se siente cuando no puedes pero al quererlo lo haces. Cada milímetro de mis pasos, cada gota de sudor de mis poros, cada palabra que callo, cada esfuerzo desmedido que se realiza en esta angosta callejuela me transporta a las vísperas que se viven en nuestra feria; estos diez minutos de chicotá se convierten en diez o más días de feria, de trabajo silencioso, espontáneo y, gracias a los pocos hombros que te muestran su amistad, agradecido. Cada paso bien dado, firme y sin cinturita, capaz de evitar el roce del palio con algún balcón o alguna farola ingrata se transforma en mi mente en un fin de semana de traslados de la casa de hermandad hasta el recinto ferial, de sudor bajo el calor de una azada, del ruido de miles de bridas apretándose, quizá algún que otro mal momento, alguna discusión azorada, pero todos estos encaminados hacia un Lunes Santo que en estos momentos estoy viviendo y disfrutando.

Todo callejón desemboca en una plaza que dará vida a otro callejón, y este otro se hará Cava que nos llevará, a través de otra callejuela, hasta el balcón de nuestra cuesta de Granada; es aquí donde mi cansancio se agudiza y mis suelas ya no perciben el frío tacto del camino que cada año nos hace eternos. Un cansancio que me agota por el simple hecho de ser cansancio; no porque me duela, ni me duerma, ni me impersonalice, no, simplemente porque a lo que siento le he puesto el nombre de cansancio. Algo comparable a las vísperas que van desde feria hasta que llega nuestra ansiada Cuaresma, es lo que siento en ese terreno que no es de nadie y que me separa del momento álgido de los días previos al Lunes Santo: el cansancio de la espera, hastiados por el lento tictac de los días en donde se proyectan cosas para algo que veo aún lejano, esos días que se encuentran a la misma distancia de un pasado ya lejano que saboreas en el paladar de la memoria que de un futuro aún lejano que se agita con cada latido de tu corazón. Pero se acerca el abismo de nuestra cuesta y lo noto porque el aroma de San Lorenzo me embriaga los sentidos y el rumor de mi pueblo se oye ya cerca. Se apiada Dios de mi alma y nuestra cuesta se hace Cuaresma en mi mente: respiro incienso, recuerdo incienso, respiro cera, recuerdo cera, respiro arte, recuerdo arte, respiro Cuaresma en Semana Santa, recuerdo Cuaresma en Semana Santa. Bendita víspera la de la Cuaresma.

Y siendo costalero y amando con esta fiereza a la silueta del costal, hago respirar a mis pulmones y doy fuerza a mis músculos para subir el Arroyo de Santa María acordándome de cada momento que he vivido con los que ahora están a mi lado respirando el mismo aliento que yo. Llegará el día en que mi Cuaresma se desvista de las noches de ensayo, de las bromas, de las risas, de los piques, del silencio atado a la trabajadera y del sacrificio de la faja y el costal, pero mientras todo esto exista podré subir esta calle y revirar hacia Santa María rememorando las vísperas que han sido junto a los que portan conmigo a Nuestra Señora; junto a sus ilusiones, a sus miedos y a ese trocito de su vida que comparten conmigo. Por eso, cuando descanso frente a Santa María, en el tramo final de nuestros pasos, los miro y les doy gracias por este trocito de camino tan difícil de vuelta a casa que se ha hecho tan fácil saboreando cada momento que he vivido junto a ellos; porque cuando se abren de nuevo las puertas de Santa María y vamos entrando poquito a poco y sentimos de nuevo el peso del universo sobre nuestras rodillas, o quizá sobre nuestra alma, revivo las vísperas que hace unas horas saboreé junto a ellos, al abrigo de un café o un refresco, dándonos abrazos que nos libraran de la ansiedad o compartiendo un cigarrillo mientras el sol se ocultaba tras los campanarios mostrándonos el poco tiempo que nos quedaba de vísperas. Esas últimas vísperas que ahora, cuando Nuestra Señora ya descansa en el claustro de Santa María, cuando mi cuerpo va apagando el calor de la trabajadera, me inundan los ojos con su recuerdo: con los últimos paseos sobre Santa María, con los últimos abrazos con ellos, con el último calentamiento, con el último costal, con la última faja, con el primer aroma de nuestro incienso, con las últimas fotos, con las únicas miradas orgullosas que cruzo con los miembros de nuestra Junta de Gobierno, con la cobardía de mirarLa a la cara, con la última oración, con el primer silencio bajo Su palio, con la primera orden del capataz. Los últimos instantes de mis vísperas, los que he vivido hace pocas horas. Pero el ciclo comienza, resucita: cuando salga de la oscuridad ya no las recordaré; ya viviré otra vez ese primer capítulo de mis vísperas que ahora se diluyen en mi memoria: las de la madrugada de Martes Santo, cuando se acaban de cerrar las puertas del templo y arranco mis entrañas del fértil huerto de mi trabajadera, donde tantos amistosos frutos acaban de germinar, cuando veo el manto de Nuestra Señora rodeado de rostros extasiados, unos mojados en llanto, otros iluminados por una cansada sonrisa que no podrá nunca expresar esa amalgama de gozos que el costalero cobija bajo su alma. Y buscaré entre la gente a la nazarena que se agarre a mi maltrecho cuello, me dé un beso y me susurre al oído un reconfortante “te quiero”.