miércoles, 2 de diciembre de 2015

De un año a otro (reflexiones en la antesala)

De un año hacia otro, en algo ha cambiado la elaboración del carnaval ubetense. Se cumple hoy un año del momento en el que, mediante un mensaje en Facebook, me proponían para ser pregonero del pasado carnaval. En la actualidad, esa pesquisa está solucionada y, la pregonera, tendrá elaborado el texto y el atrezo que servirá de pistoletazo de salida el próximo día 4 de febrero.

El ente responsable de la aceleración de estos acontecimientos es la ACCU, que en aquel entonces se encontraba sin cabeza de turco visible. Este organismo mantendrá esta noche una importante reunión. De ella saldrá la planificación de los actos componentes de esta festiva fiesta, valga la redundancia; y por enésima vez se pondrá encima de la mesa la posible modificación de las bases del concurso de agrupaciones. En este menester, creo que vamos, por enésima vez, retrasados: Torredonjimeno, Martos, Jaén; ciudades con un devenir carnavalesco más pobre que el ubetense, tienen publicadas sus bases y abiertos sus plazos de inscripción desde hace días. Esta incidencia es la principal causa, bajo mi modesto punto de vista, de la pobre inscripción de grupos foráneos al concurso ubetense. El tiempo es justo, los concursos se agolpan en dos fines de semana, y si hay que discriminar, se discrimina al ubetense, por ser el último de la fila, el más rezagado.
Esta noche debe suponer un punto de inflexión en la elaboración de nuestro concurso. Proponer una temprana fecha para la apertura del periodo de inscripción, y que esta se repita de forma sistemática, año tras año; aumentar exponencialmente la publicidad en redes sociales y medios de comunicación; y facilitar, en la medida de lo posible, la participación de grupos foráneos; más allá del aumento de los premios, deben ser los argumentos a reforzar. Si, por el contrario, como ha venido ocurriendo, cada interlocutor se mira el ombligo, intentando modificar algún punto de las bases en el que puede sacar mayor rendimiento y puntuación; si se quedan en lo superfluo, de nada habrá servido otra nueva tertulia; consiguiendo con ello que vuelvan a mirar al mundo carnavalesco como un reducto pueril de la sociedad ubetense.

Diez años se cumplen de la institución de la Asociación Cultural Carnavalesca Ubetense. Es buen momento para poner al concurso más significativo de la provincia donde se merece.



miércoles, 14 de octubre de 2015

Cerca de Cuesta Zapata



Ahora es cerca del camino de Cuesta Zapata. Allí toman el sol en su destierro las mudas piedras que en tiempos convulsos se preñaron de secretos, penas y quebrantos; mientras otros soles las desperezaban cada mañana allá por la que hoy se llama avenida y se apellida libertad.
Dos veranos en silencio, viendo los paseos de señoras en chándal, las carreras de atletas sin medallas y el polvo que, levitando, llega a posarse sobre ellas tras la marcha veloz de algún grupo de ciclistas o el ruidoso paso de un viejo Land Rover. Allí quedaron, cerca del camino de Cuesta Zapata; tras el trasiego de aquellos días de hace dos veranos, cuando las disociaron, las derrumbaron, las desterraron. Ahora es cerca del camino de Cuesta Zapata, donde descansan sin descanso las tristes piedras de la Cárcel del Partido.

Donde antes señoreaban, aun desvencijándose por el abandono y la apatía; ahora se abre al cielo ubetense un inmenso solar vacío, yermo y mohíno, camuflado por el recuerdo neomudéjar de la portada del edificio. Y todos creíamos que, cuando todo ocurrió, todo podría volver a suceder: tras el revuelo de su derrumbe, vendría la agitación de una nueva construcción que haría olvidar la ignominiosa destrucción. Nada; sigue la nada. Casi dos años después, aún sin construcción, la nada nos trajo el olvido.

Este verano he vuelto a Granada. En cierto modo, a despedirme de ella. En uno de esos postreros viajes, antes de adentrarme en el barrio de los Doctores, observé, con una mezcla de entusiasmo y melancolía, que la Vieja Cárcel Provincial de esa ciudad, situada en la carretera de Jaén, también había sido derruida. Sólo han salvaguardado, por su valía patrimonial, el torreón de entrada al edificio, donde aún se conserva un escudo republicano, respetado durante el uso que de aquella cárcel hizo el franquismo. No pude más que comparar ambos casos. La diferencia salta a la vista: el entorno que rodea al torreón granadino, ha sido fehacientemente adecuado a las características de una ciudad patrimonial como Granada. En Úbeda, algún día ocurrirá lo mismo. Aún tengo los dedos cruzados, esperando que nuestros políticos se decanten por algún edificio de uso público, cultural y escénico; y se olviden de sosos edificios multifamiliares en una ciudad con tantas viviendas vacías.


No pintan bien las elecciones nacionales para el partido gobernante. Se prevén cambios. Igual lo local y lo estatal hablen igual. Igual el rojo combine con el rojo. Igual lo que era rojo se vuelve azul, y el azul en rojo. Igual se vuelve a hablar de la Vieja Cárcel del Partido, del vacío que dejó tras su muerte. Igual los que frente a ella clamaron, ahora pueden honrar su memoria de manera digna, consecuentemente con sus actos de antaño. Aunque, de mí para ti: las cosas de palacio sabemos que van despacio; y creo que ya no importa que a algunos nos duela aún la ausencia de aquel palacio.

domingo, 16 de agosto de 2015

El café

Un hombre se aproxima a las mesas recién colocadas de un bar asomado a las pétreas plazas del enjambre renacentista de una ciudad recién estrenada por el sol, en un domingo más de este verano que se empeña en ser aún protagonista a pesar del papel emergente de las noches alargadas de agosto, plenas de brisas  y consuelos para el amante de temperaturas más ambles y civilizadas. La camarera, apoyada bajo el dintel de la puerta, espera que el transeúnte tome asiento; este le pide un café solo antes de aposentarse sobre la enea. Un escaso minuto transcurre entre el ruido de la cafetera y el ruido de la taza sobre el cristal de la mesa, donde ahora descansa un teléfono y una novela de Thomas Mann. Las palomas pintan con sus vuelos el cielo sin nubes de la mañana. Otro hombre, vestido con camisa a cuadros, pantalón corto de color gris y zapatos con cordones, sale del interior del bar con una cerveza en la mano, tomando asiento junto a la mesa recientemente ocupada. No han surgido saludos, cada uno a lo suyo; uno escribiendo en alguna red social, el otro observando al primero. Se acerca un tercero, montado en una bicicleta, y el hombre de la cerveza lo llama por su nombre. Se sonríen, exhibiendo el recién llegado una dentadura mellada. “Me quedan dieciocho”, le responde dejando el vehículo sobre la calle mientras saca de un bolsillo posterior de su pantalón vaquero ajado y sucio una bolsa llena de cigarrillos. Saca uno y se lo ofrece al hombre de la cerveza mientras le cuenta que la bicicleta se le encontró ayer. Prende con la mecha de su mechero el cigarro regalado y se marcha calle abajo sobre el regalo que la suerte le hizo; “Voy a seguir haciendo deporte”. El tiempo transcurre. Una pareja de turistas ocupa otra mesa de la terraza, y las moscas cojoneras de finales del verano incordian al varón de la pareja posándose sobre la imberbe cabeza. Dos zumos de naranja, dos tostadas, una con aceite y tomate para ella, otra con mantequilla y mermelada de fresa para él. El fumador consume su cigarro con caladas distanciadas por amplios instantes de tiempo, en ellos se ocupa de vigilar la correcta combustión del cigarrillo, debatiéndose entre comprar o no un paquete de estos inhibidores de pasiones. El libro aún sigue sobre la mesa. Su dueño, escondido tras unas gafas de sol, degusta con breves tragos el café templado, mirando calle abajo, o por lo menos eso indica la dirección de su rostro. Desde allí se acerca una mujer anciana, embutida en un vestido rosa estampado con flores del mismo color, otras rojas y otras blancas. Se sienta en otra mesa, y ocupa la silla frente a la puerta, esperando la salida de la camarera. “¡Cafetera!”, así reclama su atención, “lo de siempre, un café con leche y media tostada. ¿Tienes zumo? Sí, pónmelo aunque sea de bote.” Y todo enunciado, exclamado e interrogado con la casi total ausencia de consonantes. Sus pies están presos entre las cintas de unas sandalias con plataforma de esparto. Sostiene sobre su regazo un bolso grande, protegiéndolo con sus brazos ante posibles mangantes y maleantes, pedigüeños y andrajosos. Aumenta el número de pasos hacia la iglesia del pueblo. El hombre del café paga la deuda contraída con la camarera; guarda su teléfono en el bolsillo y se aleja del lugar balanceando el libro en su mano derecha. Al final no abrió sus páginas; se entretuvo excesivamente en admirar la escena de un postrero domingo de verano sobre una plaza de un pueblo cualquiera. Y yo, tumbado en mi chaise-longe me he ocupado de observarlo a él.

jueves, 21 de mayo de 2015

Alea jacta est


Se acaba esta oposición en el que los inscritos al proceso se han batido el cobre en la ardua tarea de conseguir la más alta nota que el pópulo pueda otorgarle. Alta recompensa para tan poco trabajo: veinte días, con sus respectivas vacaciones, llenos de insomnio en el que como malos estudiantes han intentado aprehender todos los contenidos de la materia para convencer al tribunal de sus magnificencias y eficacias. Todos con los mismos apuntes, unos copiados de otros, que no son más que el resultado de las clases magistrales que Úbeda da, quiere y requiere. Lo dicho, poco trabajo para tan magna recompensa. Trabajo sin base, encaminado a enmascarar las grandes carencias que tras cuatro años, unos y otros, han demostrado en el hemiciclo de su aula.

No voy a engañarme con cantos de sirena. En todas las proclamas electorales se nos intenta vender Úbeda como la princesa que todo príncipe desea amar, cuidar y mimar; una historia de amor verdadero, imperecedero, dispuesta a sobrevivir a pesar de la multitud de desastres y hecatombes que puedan surgir durante los cuatro años venideros. Y yo, a Úbeda, veo que le han dado la espalda cuando, siguiendo las directrices de sus partidos políticos, han hecho caso omiso a la salvaguarda de la Vieja Cárcel; cuando no aparecen junto a los padres de alumnos del conservatorio ubetense; cuando las impetuosas ganas de trabajar por el pueblo en el inicio de la legislatura, son aplacadas con una mísera liberación; cuando se anteponen ideas casposas y pretéritas, al sentido común inherente en toda buena y leal política; cuando el diálogo desaparece y se convierte en un circo lo que debería ser un lugar lleno de inteligencia, sabiduría y consenso. Otra legislatura más, Úbeda me cuenta que se han argüido decenas de excusas para darle la espalda desde el lugar donde el ubetense debe querer, amar, cuidar, celar y encumbrar a esta ciudad con más ahínco: desde su consistorio. ¿Tan fácil es decir, sinceramente, amo a Úbeda? ¿Tan difícil es actuar por y para Úbeda? ¿Tan difícil es ser un ubetense cuando se ocupa un sillón en el Palacio de las Cadenas? ¿Tan difícil es quedarse mudo durante quince días para realizar la mejor campaña electoral que se pueda cumplir?

Se acaba esta oposición, queridos oyentes. Alea jacta est. Cansado de tanta propaganda, quedo apostado en mi jergón, a la luz de una lamparita. Me da por releer a Saramago en su Ensayo sobre la lucidez. En él se describe otro evento electoral, en el que las urnas se preñan de votos en blanco porque los ciudadanos deciden, sin causa preclara, ejercer el sagrado derecho del voto de esta manera. Los ciudadanos de la novela, sin motivo; y nosotros, con decenas de motivos, ya sea a nivel nacional, regional o municipal, nunca seremos capaces de actuar como los de la ficción; nunca se nos abrirán los ojos más, y se nos abrirán los oídos menos. ¡Qué utopía la de Saramago! 

lunes, 4 de mayo de 2015

Días contados


Hay días preñados por la intensidad. Días que no exigen de un sol para anunciar la mañana, y la misma luna es el lucero hacedor de la vida bella y el campo agreste. Hay días que no necesitan del mundo para hacerse; se cuentan en el reguero del alma y en el mar calmo de la consciencia, perdida entre el ruido social y el estrés de otros días. Hay días, reflejos de aquel de 1381, que comienzan en una asombrosa ciudad asomada al paraje del Gavellar y deben acabar, porque así lo han querido aquellos que lo han forjado en el devenir de la historia, en la misma ciudad del mismo nombre. Hay días que no necesitan de grandes infraestructuras para ser obrados, porque el hombre que los hace sólo viaja con una mochila a la espalda y un bastón en la mano; días entre el rumor de olivos, el canto de los vencejos y el murmullo de una misa parida en la aurora. Hay días, diáfanos o velados, que convierten el “caralsol” de una loma en un camino sin piedras y escollos, sin pendientes, ni polvo ni barro. Días donde el ubetense cosmopolita se mimetiza con el aldeano creyente y añorante. Hay días y estos son los de Romería; los de nuestra Romería. Días que han venido cansándose desde el encuentro del romero con la madrugada, hasta su llegada al cementerio; días que cansan al alma, al cuerpo y al pueblo. Días con un principio de ilusión y ensimismamiento; días con un final responsable y orgulloso: días de la llegada tras un largo e intenso día de ida y vuelta.

Es engañoso querer alargar un día en tres, ni el agua se hace vino, ni hay creyente para tan postiza catedral. Se ablandan los cimientos de la Fe y, con ellos, la violencia de las pasiones y las férreas vivencias tinturadas en el marco de una noche con día y un día sin noche. Si pretendemos hacer de nuestra Chiquitilla una Morenita o una Blanca Paloma, caemos en el error de mirar adelante borrando todo lo que somos; además de consentir que en el impass de esta larga espera sin motivo, aparezcan todo tipo de mercaderes y patricios de nuestros días, que nada tienen que ver con el sentir de una romería ubetense, verdadera, escueta, intensa, plebeya, nuestra: una romería de oración; y que, además, Ella, nuestra Patrona, quede relegada al rincón donde la postren, mientras ni una humilde oración se escape de entre las lonas del circo que en su honor se ha montado. Ni oraciones, ni denarios.

Quien ha vivido intensamente el día de nuestra Romería, sabe y está concienzudamente convencido de que sobra un solo minuto añadido; porque nuestra Romería es así: un intenso y largo viaje a través de la historia, en la que el ubetense, desde aquel Juan Martínez, sólo se ha preocupado de traer a la Virgen de Guadalupe a Úbeda, con el alma colmada, los pies cansados y el sueño en sus espaldas. Seamos fieles a la historia, que nuestros muertos, a la caída de la tarde del primer día de mayo, nos vigilan pacientes tras los muros de San Ginés a que sigamos cumpliendo con la tradición.

Son días contados. Hagamos que cuenten.

jueves, 23 de abril de 2015

Silence Tempus; Oración y temblor: sinfonías de la Pasión. Meditación.


Miedo, Padre, miedo. Miedo de saberme contigo, de ti y en ti; y tener miedo de que no seas Tú quien me infunde este miedo. Porque no te conozco. Porque soy la amarga tierra y el agua inerte puesta en tus manos, moldeada en tu mente y próxima a tu boca; porque soy el antes de un soplo de vida y el después tras el vacío de la muerte. Miedo de esta carne y este verbo abandonados en este laberinto que es la vida. Miedo porque sé quién eres: vengo de tu vientre, me abrirás las puertas de tu Reino; pero no encuentro el anaquel donde la memoria custodia las vitales palabras para conformar la divina sintaxis que exija tu identidad. Miedo porque supe quién eres, porque sabré quién eres y, en este valle donde la vida se empeña en alcanzar eternidad, no decaigo en la porfía de, con mortales signos y lánguidos suspiros, seguir contumazmente preguntando por tu Nombre.

¿Quién eres? ¿Quién eres? ¿Quién eres? ¿Quién soy? Quizá sea el error que he cometido, buscar en tu respuesta mi grandeza. No será con los ojos abiertos el modo de encontrar tu morada, ni verán estos la luz de tu alcoba mientras sigan cegados en sus tinieblas, ni descubrirán tu rostro porque no tienen nada tangible que les sirva de parangón. No es quién eres, sino quién soy. Yo soy quien Tú eres, y en mí está el pozo donde brota el agua que calme mi sed de hombre. Muda mi lengua, sordos mis oídos, ciegos mis ojos, quietas mis manos: así puedo sentirte. Quizá sea esto lo que llaman oración. Solos Yo y yo, en esa soledad encuentro la verdad y en ella puedo escuchar tu voz, y lo que con ella has escrito, escrito está. Y en tu palabra encuentro las veces que te he negado, la traición a tu amor generoso, cada herida que cada golpe que cada látigo que cada palabra malsana te ha abierto, cada Barrabás esputado por mi boca, cada cruz que una y otra vez he anclado a tu hombro, cada zancadilla para que volvieras a caer, cada uno de los clavos que he puesto, te he quitado y he vuelto a hincar en las mismas llagas sangrantes de tus manos y tus pies; cada azaroso dado que sobre tus abrigos he derramado buscando tu merced. Es en mí donde estás: en mis errores tu ausencia y en mis aciertos tu presencia; y no hay mayor presencia tuya que cuando sé que me faltas cuando me alejo de ti.

Miedo, Padre, miedo en este temblor de esperanza entre el polvo del que vengo y las cenizas que seré cuando me visite la parca, en esta oración constante que es la vida; en este temblor del alma confusa y vacilante, vagabunda en el mundo de los sentidos, en este espíritu con pieles heladas y hambres de mundo. Miedo, Padre, de volver a perderme en un quién eres, de regresar asustado y renqueante de la batalla sin cuartel librada en el quién soy. Pero déjame con mis miedos, Padre; por ellos, además, nace la belleza de este mundo. El miedo parido por la oración es causa de las más bellas sinfonías, versos y pinturas que el hombre pueda llegar a crear; en ellas lo vence, en ellas te encuentra, en ellas eres. Temor, temblor y creación; oración.

¿Quién eres? ¿Quién eres? ¿Quién eres? ¿Quién soy?


TEXTO INTRODUCTORIO A LA MARCHA “SPES NOSTRA”
”No me hables, Padre. Deja en mi mente el eco solo y tembloroso de mi voz; y no me hables. Quiero pensar que esto es sólo un sueño, una pesadilla y que la locura ha sido la dueña de mis actos y mis palabras. No me hables, Padre; no quiero escuchar el temblor que en mi alma produce tu Verbo. Quiero esta paz y este silencio, seguir perdido en la inmensidad del cielo como uno más que mira tus estrellas, que oye la brisa de la noche mecerse entre las ramas de este olivo; quedar rendido tras revelar que no soy el Hijo del Hombre, sino un hombre más entre tus hijos. No me mandes este ángel para secar mis lágrimas, para limpiar mi sangre. Mi consuelo sólo será alcanzado por el sueño. ¡Padre, Padre! Aparta de mi este Cáliz; mas no sea mi voluntad sino la tuya. Mas no sea mi esperanza sino la Vuestra.

Pedro, Juan, Santiago; despertad. Es próxima la hora. Con un beso entregarán al Hijo del Hombre.”

Una moneda para el Barquero


No sé dónde está Dios. A veces lo veo sentado en los bancos del parque, jugando en los brazos del hombre, regodeándose en un temprano atardecer de invierno; montado en bicicleta, temblando en una conducción inexperta, buscando la orgullosa mirada de un padre anhelante por socorrer el dolor de una posible caída. Lo veo en la noche, en su silencio, en la madrugada, saliendo incandescente a través de las chimeneas de los tejados, preñado de sueños recalentados en el fogón del cansancio; lo veo en el anonimato de unos rostros acodados por el templado cartón de la miseria occidental y la riqueza tercermundista; lo veo cruzando la calle, sobre cuatro patas perrunas, proyectando su sombra en el camino de la vida cuando unos faros en la noche viajan más allá de este mundo, en la mente; lo veo en las puertas de los supermercados, mendicante, escondiendo sus manos tras las perras sueltas que se convertirán en Él sabe qué; lo veo en las sonrisas que viajan a través del altavoz de un teléfono móvil, mientras se desanda el futuro con paso firme pero sin rumbo; lo veo en el amanecer de todos los días, cerrando las cancelas de los hogares y abriendo las oficinas y los comercios; lo veo en el campo escarchado de finales de diciembre, entre la plata fría de la mañana y el aceitoso calor del fruto que cae por el esfuerzo de un hombre empeñado en hacer del sufrimiento un modo de honor y nobleza; lo veo en los besos inconscientes; lo veo en los templos vacíos. A veces lo veo, lo intuyo, lo aprehendo; pero dudo que sea Él.

Sé dónde no está Dios. No está en los parques vacíos de niños y de juegos, ni en las manos lacerantes de un padre con una infancia olvidada, en el frío del invierno reflejado en la cara de un infante camino del colegio, sin más abrigo que el sueño aún latente en el brillo hambriento de sus ojos de adulto sin edad; no está en la noche, ni en la madrugada calma plena de pesadillas alimentadas por la frustración de vivir en una sociedad amoral y mezquina; no está en los fríos cajeros de occidente: calientes camas para una noche y heladas sábanas para toda una vida; no está en el oscuro asfalto de la noche, sin más tumba que el devenir del tiempo, donde yacen las vísceras de una criatura sin alma, alumbradas por otros faros en la noche que viajan sin marcharse de este mundo, en el cuerpo; no está en el automatismo de una transparente puerta de supermercado, a través de la cual vagan las criaturas terrenales, apresando entre sus manos calladas lo que el bolsillo les dio para sobrevivir, ignorando a otras manos pedigüeñas que ruegan la pobreza que les pueda sobrar o la riqueza que del corazón les brote; no está en el vacío de las miradas perdidas en una transitada calle del centro, perdidas en el coltán de una devastadora pantalla de móvil, acaparadora de todos los sentimientos de mundo occidental, miradas que se dejan rostros sin conocer, amigos sin saludar, sonrisas que ofrecer y de las que alimentarse, miradas sin pasos que desanden el futuro y que regresan a un pasado que dudo, a veces, alguna vez haya existido. No está en las cancelas que no se abren al despertar el día, huérfanas de oficinas y de comercios que alguna vez abrieron para los trabajos que, ahora, dormitan en un sofá sucio de depresiones y malolientes tufos a naufragio; no lo intuyo en el abrasador frío de diciembre, cuando ya ni las lumbres se encienden para calentar la sangre helada de un jornalero conocedor de que tras la caída del aceitoso fruto que la plata da, solo hay sufrimiento sin honor y sin nobleza. No está en los besos conscientes. No está en los templos repletos y ensortijados. A veces ni lo veo, ni lo intuyo, ni lo aprehendo; pero dudo que no sea Él.

El hombre, y por ende el cristiano como raza filosófica de este, además de inconformista, es indeciso por naturaleza, y lo es por la balanza subjetiva donde sopesa las pequeñas cosas en las que puede y no puede, debe y no debe estar Dios. En ella se tambalea su Fe, como valor incompleto de un ser imperfecto. La duda es el “pannuestro” del cristiano convencido; y un cristiano soberbio, en las pesquisas relacionadas con Dios, no es un hombre acabado. El hombre es un pergamino viejo y añejo, con retazos de lienzo perdidos por siempre en la inmensidad inexplorada y vedada al raciocinio espiritual y científico.

Y si Dios está y no está. Si Dios no está en su existencia y está en su falta. ¿Dónde queda ese “dios” de madera y pátina que pasea cada primavera por las calles de nuestra ciudad? ¿En qué plato de la balanza colocamos al dios de nuestra infancia, de nuestro presente y de nuestra muerte?


Mi abuelo, mucho antes de morir, me regaló una vieja moneda de cobre: vestigio de una guerra entre hermanos donde, me dijo que, Dios no existió, ni se le echó en falta. Durante algunos años la guardé como el mayor tesoro que ningún pirata hubiera jamás encontrado. Un día, lejano ya, en uno de mis paseos entre las húmedas capillas de la olvidada iglesia de San Pedro, un adolescente de barro mojado se postró a los pies de lo que para él era un Dios verdadero. Su túnica morada, su cruz al hombro, su mirada infinita, y todos los amaneceres morados que le dio y ansiaba siguiera dando. Un adolescente que sacó su cartera del bolsillo, y de ella una vieja moneda de cobre con un valor eterno. Un adolescente que miró a ese Dios a la cara mientras que, con una lágrima en el alma, dejaba entre sus pies desnudos una vieja moneda de cobre con valor eterno. Una moneda para el Barquero. Que me lleve allí donde Dios esté o deje de existir.

(Publicado en la revista "Jesús" 2015)

jueves, 16 de abril de 2015

Yo soy Charlie


Digamos que yo soy Charlie, y traigo hasta esta publicación una cuestión más propia del mes de febrero, mes crítico por lo de carnavalesco, que de este mes de la Cuaresma cuando nace esta obstinación del amigo Salva. Y digamos que la traigo aquí porque ya ni el mundo alza la voz y entona canciones con esta temática en carnaval; y el contenido de este artículo nos postra a los cristianos, y en este caso a los cofrades, en el cadalso de la ignominia y la doble moralidad, donde esperamos que nuestros propios actos sean la soga que abrace nuestro cuello.

Digamos que yo soy Charlie; no Hebdo, sino Charlie a secas: un hombre cristiano y, por la gracia de Dios, cofrade. Un hombre amante de su religión y apasionado con sus cofradías. Un vaso medio convencido y un vaso medio insatisfecho; vamos, un hombre perfecto. Un hombre que duda; y en este caso duda de la moralidad del hábitat en el que se moverá esta publicación. Duda del compromiso del mundo cofrade con el sufrimiento y las barbaridades que sus correligionarios están padeciendo en la actualidad, en ciertas partes de este mundo. Lo he dicho, pero lo vuelvo a repetir: ¡Nos están matando! Y no hacemos nada para evitarlo.

Yo soy Charlie y recuerdo como, desde las más altas cumbres de nuestra Iglesia, se nos instaba, se nos convidaba, a colgar de nuestras solapas un lazo para posicionarnos a favor de la protesta cuando una ley zapateresca se postulaba en contra de la vida. Contra la vida, no ya cristiana (a saber qué fe habría llegado a abrazar el nonato que queríamos que naciera), sino cualquier modo de vida, ya hubiera sido pobre o rica, sana o enfermiza, colmada o hambrienta, con un futuro incierto o con una pronta muerte certera. Y lo recuerdo porque hoy (bueno, siempre ha sido así, de un modo u otro, en este vergel de almas, se ha atentado contra la vida), más que nunca, miles de los nuestros (estos sí es verdad, a ciencia cierta, que son nuestros; no como los nonatos a los que les queda una vida para elegir y profesar) mueren a manos de la más cruel de las ignorancias, represiones y ultrajes. Hoy, otras leyes, crucifican, incineran, despeñan, degollan, lapidan, violan, mutilan, silencian, aplastan y, en fin, denigran a la “raza” cristiana. Y en esta “raza”, también hay niños. Niños. Los mismos niños que, aunque nacidos, llevan más de mil años desnutridos y condenados a una muerte venidera, en el vientre de África, en la “mala” Corea o en la China emergente.

Yo soy Charlie, aquí queda escrito el documento que he de leer antes de que mi estación de penitencia dé comienzo. Esta es la palabra que me quema y hierve mi sangre. Queda escrita a sabiendas que ninguna cofradía alzará la voz, tal y como se hizo aquel año en contra del aborto o, más bien, en contra de una ley que un partido político postuló en contra del derecho a nacer de todo embrión creado. Porque defender la vida, si es que se defendía a esta, es una obligación, no ya de un cristiano cofrade, sino de cualquier ser humano creado por la gracia de Dios. Y esta no se defiende con un lazo sobre el hábito penitencial, sino con la voz del corazón que desgarra todas las entrañas del alma para verterse al viento, al oído, a las conciencias.

Yo soy Charlie, y antes de que nuestros iconos sagrados puedan caer en manos de la barbarie y la obcecación ignorante de unos locos demonios, me hago piedra rota y desplomada para mostrar de forma activa, mi repulsa hacia los demonios que atentan contra lo que soy: un ser humano libre, con valores cristianos y preso en la honradez de afrentar a quien desee estigmatizarme.

Yo soy Charlie, y traigo estas palabras más propias de carnaval que de la Semana que nos viene; porque esto ya no requiere de carnaval ni de Semana Santa para denunciarlo; requiere de vida, de moral y de compromiso. En uno, se han perdido en el tedio de escribir buscando el falso aplauso y el reconocimiento de un concurso; en la otra, nunca tuvieron cabida, pues en ella evangelizamos con Jesús y su Madre en la calle, y con Ellos todo queda dicho: el error no es que ahora no se diga nada, el error es que no se tuvo que haber dicho nada. Como dijo El Roto, poniendo en boca del crucificado: ¡Lo que me faltaba, lacitos!


Yo soy Charlie, y sólo Tú me bastas. Tú, y no el doble que se hace de Ti en la tierra.

(Publicado en la revista El Sudario 2015)

viernes, 10 de abril de 2015

Prólogo de la revista Gracia Nuestra 2015


Nos están matando. Y no podemos dejar de clamar que es así. Por ser esclavos de nuestra Fe, de nuestro Amor, de nuestra Esperanza y de nuestro Credo; por llamarnos cristianos, que así son los seguidores de Cristo y de su Palabra; por practicar la Caridad con nuestros semejantes y Compartir cada pedazo nuestro, con el suyo y el vuestro. Nos están matando. Pero no sólo muere la carne, no sólo nos matan el cuerpo, sino que con esta descabellada guerra a la que nos invitan sin remedio, nos van matando aquello que realmente nos adjetiva como humanos: la libertad de expresión. Introducen el miedo en nuestra casa, a través de las múltiples ventanas que el mundo civilizado ha abierto en nuestras fachadas; nos intimidan con lo que puede ser si, con lo que puede ser si no; y por ello, por el miedo y por creer que nunca nos llegará la hora, yacemos en nuestros aposentos asistiendo deshonrosamente al genocidio de nuestra tribu, y con ella, de nuestras libertades.

El verdadero ser libre es aquel que, creyendo serlo, hace uso de su libertad para salvaguardarla y amplificarla. Y de eso adolece el sentir cristiano en la actualidad. Somos libres en la oración, en el ayuno, en nuestras obras, en nuestra reflexión, en nuestra familia, en nuestro templo; pero nos quedamos ahí, sin gritar a los cuatro vientos que oramos, ayunamos, obramos, reflexionamos, amamos y somos, porque somos libres; no gritamos nuestra libertad, con gritos entusiastas y felices, sino que nos vestimos del silencio propio de la persona zalamera y agradable que sólo reza y sólo ama. Y el silencio es la piedra de Abraham donde dejamos caer nuestra Fe para que sea sacrificada, no ya por Dios, sino por el hombre no cristiano.

Has abierto estas páginas, estás leyendo este prólogo, y con este simple gesto has roto tu silencio. En ellas encontrarás las voces de cristianos comprometidos, aquellos que con la buena intención de contar y narrar sus dudas y sus vivencias predican su Fe, antes y después de haberla sentido y profesado; encontrarás las crónicas de todos los acontecimientos de la Hermandad a la que perteneces, esta Hermandad sonora y expresiva, llena de la Palabra de Dios, que no cesa en el empeño de evangelizar con sus actos y con sus hombres y mujeres. Encontrarás imágenes porque la imagen es el lenguaje del pasado, del presente y del futuro; y nadie ni nada puede cegarnos los ojos y amputarnos las manos. Encontrarás la palabra. La palabra; la palabra portadora de Dios, descriptiva de Dios, y el arma (si se le puede llamar así) con la que el cristiano debe combatir en los múltiples frentes que la sociedad actual le ha ido abriendo últimamente. Has roto el silencio de la vagancia y el pasotismo, estás siendo leal a tus convicciones o, si no estás convencido, curioseas entre unas páginas simples y cándidas que nunca harán daño y que tanto bien pueden aportar a tu entendimiento. Este papel es el grito paciente de una religión sencilla y amable, que ama y protege, que reza y proclama la libertad del ser humano, sea cual sea su religión y su raza.


Y hoy, nos están matando. No ya en Oriente Medio donde la incultura, el fanatismo y la barbarie está acabando con toda aquella idea que difiera en lo más mínimo de los pérfidos postulados que la religión que han creado les indica; sino entre nosotros mismos. Nos está matando la desidia, la apatía, la indolencia y el abandono; nos estamos matando nosotros mismos si nos dejamos llevar por la comodidad de una religión a medida, de un autocredo y la lasitud de nuestros fondos y nuestras formas. Nos mata el cofrade que se preocupa nada mas que de llevar al corriente sus cuotas y vestir el hábito penitencial el Lunes Santo; nos mata el potencial humano que nuestra cofradía tiene y que queda en paños menores a lo largo de todo el año; nos mata la palabra que has soñado, has sentido, has vivido y que has dejado escapar entre los vientos de tu imaginación, sin antes postrarla en la virginidad de una de estas páginas: página destinada a ti. Pero estás leyendo y eso es un grito de esperanza, un respiro, una lágrima de emoción. Aún seguimos existiendo, hablando y discutiendo, y todo ello en torno a Dios, en torno a Ella, a nuestra Madre de Gracia. Aún seguimos vivos, aunque se empeñen en matarnos y nos sigamos arriesgando a callar.

viernes, 20 de marzo de 2015

PREGÓN DEL CARNAVAL DE ÚBEDA 2015


EL CUERVO
Una vez, postrado de rodillas ante el fiero pliego que aboca al abismo, decidí que llamara a mi puerta. Saqué un trozo de incienso del bolsillo, prendí el carboncillo de mi mesa y el humo que aserraba mi cabeza, con esas lindezas que por aromas lleva consigo, quedamente se escapaba por la puerta, llamando a la puerta del vecino. Ya ni recuerdo la noche en la que sucedió; sólo me invaden recuerdos turbios de alcohol, un fanfarrón en la lengua; y el toc-toc tras la puerta. ¿Quién será?, dije yo. Quizá el sol con su resaca, quizá la luna con su fuerza.
Un lúcido recuerdo, atado ineluctablemente al más corto mes del año: mis ardientes deseos de jinetes polacos me allanaban la senda hacia la taciturna y pestilente taberna del íncubo cantinero. Allá pudieran habitar libros, nuevos mares de tinta con rimas y mierdas; allá pudieran la fama y la belleza coronarme en el bufón real de los fueros cultos y culturales; allá pudiera matar la ilusión de ser docto en proclamas. Y el humo sagrado se escapaba entre los resquicios de mis fronteras; el humo tan mío y con su nombre. Lebonah, incienso puro de mi infancia, de mis principios y mis comienzos; quedaba sin nombre: no existía.
Yo, que había vagado por la oscuridad y la soledad: el silencio; paseaba sin desmayo por los abismos a donde llegaban los ecos ingratos de la sátira y la ironía. Paseaba como siempre, oscuro y solitario; y en ese impasse ante el espejo, mientras preguntaba a mi reflejo por la pasión desmedida por la cobardía, oí los golpes sin dueño que aporreaban los cristales de la ajada ventana. Será el viento del Norte, pensé yo, que viene a pregonar la primavera con su partida. Y con un cigarro en la boca, y un chisquero en la mano; me abalancé sobre el pomo de la lumbrera que en la noche brillaba de pura negra.
Sin asomos de reverencia, sus alas libres ventilando la estancia, su pico mordaz escondiendo el graznido; un cuervo zaíno y tolondro puso a posar sus patas sobre el busto de la inteligencia y la sabiduría que presidía mi alcoba. ¡Criatura del diablo, sal de esta casa!, apelé a la fantasía de que los animales tuvieran entendederas humanas. La fresca seda de las cortinas danzó de la mano del viento tenaz que se colaba por la ventana, la pequeña pira que derretía la cera sobre la mesa titubeó. El cuervo, tras los espasmos efectuados en la contemplación del nuevo hábitat, púsose a picar sobre la frente de tan sabia sabiduría. Y acostumbrado, como estaba, al canto de los vencejos sobre las plazas moradas de amaneceres nazarenos, no tuve otra respuesta que el miedo hacia lo extraño y lo desconocido. Aquella sombría ave, ahora me miraba con sus anaranjados ojos, invitándome a una conversación inexistente en la razón y pendiente en la imaginación.  
-          ¡Oh, mística criatura de plumaje negro! Sombra de brujas y muerte; pozo de risas y llantos. ¿Cuáles son tus intenciones? ¿Cuál es tu nombre? ¿Acaso yo te invoqué?
Y la criatura dijo: “Carnaval”.
Y así me fui acercando hasta la mesa, venciendo la distancia que me había separado de ella, mientras el cuervo me observaba con sus traviesos ojos iluminados en la oscuridad de su penígero cuerpo. Me sumergí en el delicado mar del papel, intentando describir lo que los tácitos graznidos del negro cuervo despertaban en mi conciencia. La noche, a su lado, envuelta entre las luces y las sombras que iban y venían al compás del viento y el fuego; fue maquillándose con mágicos segundos eternos. Nada permanecía ya sosegado, tal y como había sido hasta siempre. Los fonemas, que habían surgido continuamente ajenos a la rima, nacían ahora armoniosos y musicales, perfectamente encasillados en octosílabos, endecasílabos y versos libres. De las tinieblas escondidas en las paredes, fueron surgiendo bemoles, corcheas, blancas y negras que viajaban entre las cuerdas de una guitarra, que dejaban sus equipajes en la atorada mente de un humilde aprendiz de escribiente. Y la pluma me maldecía, celosa de que mis atenciones estuvieran embarcadas en la góndola que el ave trajo consigo.
-          Serás ave de paso, viajera en un descanso, que te has posado entre estas paredes para coger fuerzas y seguir con tu camino. Pero estás dejando en mi alma la adicción a tu presencia, aun mucho antes de que te hayas ido. Son verdes, los campos verdes, salpicados de los seis colores restantes del arcoíris, los pastos que sobrevolarás con tu tétrica silueta; y has decidido descansar, entre el silencio y la soledad que reina en mi casa. ¿Qué buscas? ¿Qué manjar puedo procurarte?
Y el cuervo dijo: “Carnaval”.
Y así, plegado a la quietud inmensa que trajo consigo, el ave mora en mis adentros a través de su mirada. Si silencio es lo que muestra, a mi alma sólo le entregó con él, desasosiego y ansiedad en su presencia.
“Habita sombra entre mis casas, queda en paz sobre esa inteligencia decapitada. Haz de tu graznido, alimento para el eco perdido en las paredes. Yo te abrí la ventana, sabiendo que te mimetizabas con la noche, y que harías de mis noches tu morada. Habita entre mis casas, en la cocina o en la solana, allá donde un verso se escriba con requiebros de guitarra. Quédate en mi vida, cuervo ingrato; otras almas lo reclaman. Si tanto tiempo pasas a mi vera, si tanta muerte le donas a mi vida, si tanto olvido quieres imponerme… habita entre mis casas, no tengas prisa: tu marcha, por más deseada que sea, nunca pondrá un remedio a tu venida.”
Y el cuervo dijo: “Carnaval”.

 WILLIAM WILSON
Permitan que, por el momento, me presente como William Wilson. La página inmaculada que tengo ante mí no debe mancharse con mi verdadero nombre. Pienso que para que sea carnaval no hace falta que nazca febrero, las fechas son una invención para atar al hombre a la presencia del tiempo. Mi primer disfraz vino con la Navidad, a la pronta edad de no tener conciencia, en casa de mis abuelos, antes de que sonaran las doce campanadas de un año ignoto para la memoria. Aquella imagen virtual de un niño vestido de viejo, con un bigote, unas gafas y una boina es el único recuerdo que tengo de haber vivido disfrazado sin un sentido claro y definido. Todo lo demás tuvo su sentido: me disfracé como cualquier niño en las calles de mi barrio: de bandolero siempre que lo indios estuvieran persiguiéndonos; de estrella futbolística para marcar infinitud de goles en la portería sin redes de cualquier cochera; de pirata con parche en el ojo, escondiendo los tesoros más preciados que se pudieran esconder: un mapa sin recompensa, un trozo de mármol brillante o la correa que usarían los contrarios para molernos a latigazos una vez encontrada. Todo disfraz tenía su sentido: el juego y la imaginación. No recuerdo el carnaval vestido del frío de febrero. Ni siquiera en el colegio nos obligaban a aprehenderlo. Nos dejaban libertad de elección, y yo prefería seguir disfrazado de niño al que no le gustaban los maquillajes, los tules y los complementos.
He sido un niño de ese carnaval, y no conocí más plazas y calles que las de mi imaginación; hasta que me encontré de frente con el carnaval que hoy vengo a pregonar. Fue en la única cabalgata que anduve de niño, y, aunque disfrazado de zombie, mi disfraz era una idea y una crítica que un niño de once años gritaba y denunciaba de esa otra manera que la sociedad me permitía. Era un niño de once años que, mientras sus amigos de grupo iban y venían por las aceras asustando a los más jóvenes y a las niñas, iba mostrando una pancarta en la que enunciaba la causa de mi muerte, que no era otra que la subida inmoral del precio de la electricidad. Ese fue el único carnaval de febrero de mi infancia, al que despedí en la plaza 1º de Mayo al son de una chirigota que se disponía a cantar las primeras coplas de aquella fría noche.
He sido un ser despreciable, enemigo de actitudes vanas y profanas. He vilipendiado a mis amigos por el simple hecho de entregarse al sonido del bombo, la caja y el pito de caña. Me he reído de ellos y de sus malas voces cantando las trovas celtas de la Puerta del Sol. No entendía sus cuernos en la cabeza, ni sus pinturas de guerra, ni sus viajes carnavaleros al centro de la ciudad; y por ello los despreciaba y los ninguneaba, porque aún seguía pensando que disfrazarse era hacer el paria y desaprovechar las oportunidades que la vida te brinda para realizarte como una persona de provecho y decoro. El carnaval estaba vacío, era un campo de batalla devastado por los fuegos de tanques y aviones, donde yacía el cuerpo sin vida de la infantería. Sus chistes no me hacían gracia, sus críticas caían en saco roto, su alegría sólo era comparable a la de un payaso tonto y triste.
Era parte de una sociedad que había vagado entre la censura y el miedo, y había aceptado que las manifestaciones con las que se erguía de nuevo el carnaval, traerían lasitud y atonía a las nuevas generaciones, entregadas al intenso trasiego profano que volvía a cerrar tabernas y antros nocturnos. Yo, William Wilson, que me venía al mundo mecido entre letanías de lamentos y tambores, tan distintas, entendía, a los requiebros de guitarra y al platillo; osaba pensar de esa manera tan retrograda y anacrónica, siendo censura sin haber sido objeto de ella. Y mi mal provenía de esa costumbre española de criticar todo lo que no comulgue con nuestros credos e ideales.
Cultura de estraperlo, culturilla que no era merecedora ni tan siquiera de estar impresa en panfletos y libretos. ¡Qué derroche de papel y de tinta malversada! Empezaba a seguirla para detestarla, ahora sí, con argumentos basados en la experiencia y la observación. Dejé atrás el barrio para civilizarme con nuevas amistades y ambientes, y no tuve más remedio que chocar de frente con la retahíla de coplas y disfraces que iban mendigando, como siguen haciendo ahora, por bares y discotecas, aplausos y risas. ¿Pobre recompensa? ¿Baja autoestima?
Duró lo suficiente nuestro encuentro, ahora no sé ponerle tiempo. A la par que fuimos respetándonos, al fin y al cabo formábamos parte del mismo detalle del pueblo, entendía los motivos por los que alzabas la voz y, con ella, tu canto. Una noche, de febrero, por supuesto; me acompañó hasta casa un hombre recién hecho, que se presentó como William Wilson, pongamos que también se llamaba así. Tenía rasgos parecidos a los míos, era su sombra metáfora de la mía, y tenía la virtud, siempre he pensado que esa capacidad más que un defecto es su contrario, de hablar tan quedamente que casi susurraba. Siempre aparecía en las noches del mismo mes, durante los años suficientes para no recordarlos, tras alguna sesión de carnaval de la bohemia ubetense; me hablaba de carnaval, de las agrupaciones que yo había detestado, de disfraces que dejaban atrás problemas, penas y sufrimientos, de la oportunidad que brindaba el carnaval al vulgo para bien sonreír ante las adversidades, bien rebelarse contra ellas; me hablaba de la afición compartida por la escritura y la poesía, y el papel en blanco camuflado tras las cocheras de ensayo, dispuesto a ser manchado con la verdad de la vida que sólo podía escribirse en carnaval; de esa literatura llana y espontánea que llegaba a todas las mentes y que tan obtusa me había llegado a parecer a mí. Eran tan dulces sus insinuaciones que incluso llegué a pensar en tirar por la borda largos años de ataques contra esta fiesta profana. Aquel William Wilson desapareció en la bonanza de su mismo advenimiento, y no volví a verle hasta aquella imborrable noche.
La misma en la que me miraba en el espejo, inquiriendo a mis adentros una respuesta a mis dudas. En el reflejo del cristal vi cómo se abría la puerta y la figura de mi semejante se acercaba hacia mí. Y al igual que siempre, su susurro inquietaba mi conciencia y aceleraba mi turbación. Harto de volver a verlo, rompí en mil pedazos el espejo que nos reflejaba, y con un retazo de hielo abrí las entrañas de aquel William Wilson pérfido y petulante.
Desde entonces sólo he vuelto a mirar un espejo cada año. Su reflejo me ha entregado un elegido, un constructor, un soldado, un mayordomo, un maya, un artista, un ladrón, un duende, un fantasma, la muerte. Como cuando era niño y jugaba en las calles a ser mil personajes. Entonces, con aquella bendita inocencia, no necesitaba disfrazarme para sentir el carnaval. Ahora, bendita locura, necesito ser carnaval para no dejar de ser niño.

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Buenas noches, bienvenidos. Carnavaleros todos.
Y yo pensaba que esto sería como el pregón de mis sueños: que habría estado en la puerta del teatro, saludando a todos los presentes y recibiendo los parabienes y ánimos que con toda la sinceridad, o no, posible, saldrían de sus gargantas. Llevo una hora en las entrañas del teatro, con la única compañía de tres personajes carnavaleros que, en mala hora, propuse para presentar a este humilde orador. Uno Viedma. No he conseguido hacerlo callar; que si el disfraz es un poco soso y “acarnavalero”, que si Edgar Allan Poe no hizo nada por el carnaval ubetense como para darle este rendido homenaje; que el decorado es demasiado pobre pues unos simples libros no pueden dotar al espacio escénico de vistosidad febreril y empaque comparsista; que el maquillaje es demasiado pálido para pregonar una fiesta tan colorida y coloreada. Este Viedma, siempre en los detalles; como si el pregón debiera de tener la categoría que a las comparsas ubetenses se les presupone y se les requiere. El otro, el Canorras. Nada más que metiéndome prisa y celeridad; que tiene ensayo con la tuna, que no nos podemos acostar tarde para estar mañana a pleno rendimiento en la final, contándome que no sale en la Gracia porque sería disputarle el puesto al Sito y, eso, son palabras mayores; siempre con sus cosillas. Y el último, el Boni. Que le han traído de Madagascar unos lémures que con el mueble del cuarto de aseo quedarían muy bien, que posiblemente el próximo año tenga que perdonarle, que lo mismo vuelve con la comparsa de sus primos, que lo entienda, que es mucha la presión, que lo mismo cuando termine carnaval se apunta por fin al gimnasio. Los mismos chascarrillos de siempre, los mismos que nos acompañan en la infinitud de noches en las casas de unos y otros, a altas horas de la noche, cuando el hambre aprieta y nos apretamos todo lo que el frigorífico de turno nos ofrece gentilmente. Es el pregón de mis sueños, y en él siempre tuve claro que ellos serían los encargados de intentar describir al indescifrable hacedor de estos primeros párrafos. Está claro que uno de los principales motivos por los que soy pregonero, es porque mis mejores amigos son carnaval; y lo son por el carnaval. Gracias, hermanos, por vuestra amistad, por vuestra predisposición y por amar tanto esta fiesta.
Pero a lo que iba. Y yo que pensaba que esto iba a ser el pregón de mis sueños, y me veo aquí: más solo que el cornetín del Santo Entierro. ¿Dónde está la Unión de Comparsa y Chirigotas de Carnaval? Yo pensaba que esta proclama sería como la que se dice en Semana Santa, siendo el protocolo cuasi idéntico. Ya me veía yo en el centro del escenario, serio y complaciente, flanqueado por el ilustre presidente D. Luis Cobo a mi izquierda, y a la derecha, como no podía ser de otro proceder, de Su Señoría; siguiendo la estela, a izquierdas y derechas, cada uno de los directores de las diferentes agrupaciones carnavalescas ubetenses, de mayor a menor longevidad. Aquí, a este lado, el Cano; allí, en el otro, el Lechero; y, sucesivamente, Quero, Koli, el Chinarro, Petos (suelta la cámara), Edu, Troche o Moche, Carlos el Quemao, el Sito y la Sita. ¡Qué plantel, señores! Todos más rectos que el Moyar el año que fue de gitano. Un poquito de incienso tampoco hubiera estado mal. Todos muy serios, mientras el respetable (o sea, ustedes), se iría levantando de sus butacas para oír el himno, sin parangón, del carnaval ubetense: “Y ahora nos vamos ya de aquí, quien quiera que se venga, quien quiera que se venga; pero vengarse no está bien”.
Nada ha sido como en mis sueños sucedía. Sólo me queda esperar a que Santi sea presidente de la Unión de Cofradías. Pero Santi, cucha que te diga, tampoco tengas prisa.
Este año todo han sido prisas, lo entiendo y lo respeto. Pero de aquí no me voy sin que suene la elección del pregonero.

Carnecita de gallina se me puso aquella tarde
cuando me chifló el Facebook:
vi que Manolo Madrid, sin yo hacer ná, puso un mensaje.
Buenas tardes Don Medina, en el móvil lo leí,
la ACCU, se quedó en mantillas;
y no encuentro medicina que me pueda socorrer.
Quiero que seas este año el pregonero y no acepto negación,
y una a una, fui contando cada luna
que quedaba pa´l pregón. ¡Qué marrón!
Pasao mañana, era “pa” pasao mañana,
por mi madre y por mi hermana,
de donde saco la letra, de donde saco un forillo.
¡Madre que me entró cagueta!
Pasao mañana. Vi que era poco tiempo,
igual que el que llevo siendo del carnaval, majareta.
No sé cómo quedará, si le gustará a la gente;
los que fueron antes que yo pregoneros son la leche.
Que sea como haya de ser, ojalá que fuera ayer
y estuviera aún escribiendo.
Cierra Rano el Ideal,
pero deja el wáter abierto.



EL GATO NEGRO
No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Algún día he de morir, no soy inmortal como llegarán a serlo el Litri y Zorrica; ni quiero hacerme dueño de ningún escaño vitalicio, como pretendía hacer Marcos con la presidencia del jurado. Algún día he de marchar y bastante tiempo anduve inmerso en la apatía social propia de la infancia y la adolescencia como para desaprovechar cada segundo vivido sin denunciar y maldecir las injusticias y mezquindades de esta vida. Si se piensa que la nobleza y la bondad pueden arreglar los problemas del mundo, reduciendo los males y las ofensas con su amilanado silencio, sin rumbo erraremos, abocados a la esclavitud y al ostracismo. Y si algún día he de morir, la muerte, antes de sacar mi alma por la ventana,  llamará al portón de mi casa y pedirá permiso para entrar.
La crítica inteligente, la ironía escondida, la sátira audaz: idiomas del carnaval, lenguajes subversivos ante el miasma de afrentas que la vileza imperante nos regala a hurtadillas. La revolución permanente, la defensa de la libertad de expresión y el menosprecio a la esclavitud de nuestras libertades. Tantas veces nos hemos callado, tantas veces las hemos obviado, aborregados en el bienestar de nuestra ufana existencia; las hemos maltratado, vapuleado, vilipendiado. Y nuestras libertades ahí, observándonos, a nuestro lado, como el negro gato fiel que espera ser acariciado por su amo, mirándonos con un solo ojo; huero el otro por los golpes de nuestros silencios. Y qué es el carnaval sino la esperanza de un mundo que observa al vulgo alzar la voz al vuelo y rebelarse contra las miserias humanas.
No he entendido el carnaval sino como el lienzo en blanco donde nuestras apatías y desalientos puedan ser escuchados y leídos. La carnavalización de la literatura, como arma arrojadiza del poeta anónimo y callejero. Y que somos nosotros sino simples vagabundos mendigando una atención a nuestra palabra. A nuestra palabra, que al fin y al cabo es la del mundo mundo.
Recuerdo a mi abuela, sentada frente al televisor, en las tardes invernales en las que solía visitarla antes de irme a ensayar con la comparsa. Me decía: a ver, hijo mío, cuando tienes un rato y te cuento como era el carnaval de mi época. Nunca tuvimos ese momento, por la mierda de tiempo sin tiempo donde nos movemos; pero aunque no diera para escribir el libro que ella deseaba, si sirvieron sus cantinelas para saborear el carnaval de otro tiempo; de ese otro tiempo sin libertad, bajo el yugo de la censura y el despotismo. Me tarareaba, con su voz temblorosa de bella anciana, chascarrillos melodiosos que los hombres y mujeres de nuestro pasado cantaban por carnaval. Canciones valientes que sonaban en los quicios de las casas, y en las calles abajo, plenas de vulgaridades propias de la ignorancia y el analfabetismo. Chistes verdes y canciones para hacer sonrojar a las mujeres eran la sonata eterna de un tiempo en esclavitud eterna. Mi abuela pasaba hambre como cualquier madre con siete hijos, mi abuela no era instruida, como cualquier madre de siete hijos; pero mi abuela cantaba letras absurdas, en carnaval, para un mundo también absurdo. Tanto le debo a mi abuela, como cualquiera de nosotros les debemos a nuestros padres y nuestros hijos. Es por ello, que en este otro mundo también absurdo, estamos en la obligación de evolucionar las canciones absurdas de otros tiempos: absurdas por la opresión y la vigilancia a la que estaban sometidas. Nuestro tiempo, si otra libertad no tiene, ostenta la falsa libertad de usar la libertad para alcanzar la verdadera. No podemos convertir el carnaval en una farsa; no podemos desnaturalizarlo mediante el pasotismo y la inmoralidad impuestos por las redes sociales. Un libro, mi abuela nunca leyó un libro; un lápiz, mi abuela nunca usó un lápiz; libertad de expresión que tampoco poseyó; más que un portal y una calle abajo, oídos para nuestras palabras; carnaval nuestro gracias a sus luchas y conquistas. Demasiado le debemos al pasado como para despistarnos y destruir nuestro futuro.
Por mi abuela, la literatura y los libros de historia nunca he tenido miedo a escribir para carnaval. A pesar de perder amigos emparentados con mi otra gran pasión de la Semana Santa, debido a la escritura de algún verso crítico hacia el nexo que nos unía; a pesar de que mi cuenta de correo un día fuera usurpada por un tal Mohamed el año que escribí la comparsa Alcazaba; nunca he dejado de escribir en libertad y comprometido con la buena moral y la defensa del más desprotegido. Ni siquiera el temor hacia un clan que convive con nosotros, pudo acallar un pasodoble dolido e iracundo. El año que los Pikikis saquen una comparsa, tendremos motivos para asustarnos.
Mentimos confiando en la bondad del mundo, nos confundimos creyendo que los problemas serán siempre ajenos a nuestra casa. Nuestra casa no son las cuatro paredes de nuestra casa; nuestra casa es el mundo y nuestro prójimo es parte de nuestra propia existencia. No hagamos del carnaval una boda sin Eucaristía. A Dios no le gustan los lamentos ni las letanías. No es el típico comparsista dulce e insensible que va perdiendo aceite cual enamorado zorrillesco a la luz de la luna, cantando el “yo me enamoré de ti por culpa de los carnavales”. Dios es más viejo que el mundo, y este no se ha creado en siete días como cantan los tristes profetas. El mundo lo hizo Dios a base de protesta y condena, y es nuestra obligación, como parte innata y creadora de su mundo, izar nuestra voz y nuestros actos en pos de la salvaguarda de nuestros derechos y libertades.
¡Ay, estrellitas del carnaval! Todas las estrellas del cielo sobre vuestras cabezas cayeran, cada vez que una copla sin sentido emergiera de vuestras cuerdas vocales. El compromiso social como carnavaleros debe empezar con un no, en el mismo instante que leáis un pasodoble que empiece con la letra A, y termine con la letra Z. La poesía debe ser camino, y no un fin en sí misma; el arte por el arte, a veces es arte; aquí no, caballero. Y para aburrir o denigrar a la inteligencia del mundo, ya existen artificios como Mediaset, el disco de Paquirrín o un mitin político. Y amén con vosotros también, pueblo sabio y libre, jurado feroz de las trivialidades en las que solemos caer los quijotes carnavaleros; no os calléis una ofensa ante la ofensa de un repertorio huero.
Vivimos con la compañía de un gato negro, nuestro compromiso social y la libertad de expresión, ahorcado en otros tiempos precedentes. Y no hay otra acción íntegra y honesta que la de acariciarlo, alimentarlo, proporcionarle cobijo y pasear con él por la calle, ya sea el cielo raso o ennegrecido. Sus maullidos son nuestra consciencia, y para bien o para mal siempre revelarán nuestros gritos y, para más vergüenza, nuestros silencios.

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Este pregón es el arma definitiva que Manolo Madrid ha creado para erradicar definitivamente el carnaval. Los astros se han confabulado en contra de esta fiesta. ¿Qué hago yo aquí y el Litri escribiendo el pregón del costalero? ¿Está este mundo en lo cierto? Yo, que lo más parecido a un buen cuplé que haya escrito fueron mis primeros pasodobles. Creo que mi problema reside en el lugar donde casi siempre me he sentado a escribirlos: del wáter no puede salir nada bueno. Incluso este año, cuando todo estaba de mi lado para ser el único que escribiera algo sobre el accidente del caballo del Prendimiento, me quedo sin dar la exclusiva. Envidio los cuplés de Jose Angel, de Poveda, del Lechero y su tropa, del Chirru y su experiencia; envidio al letrista total que guarda Santiago Muñoz en su casa; pero uno sabe cuáles son sus limitaciones y las acepta. El humor es una cualidad de la inteligencia; creerse gracioso sin serlo es un rasgo de la necedad.
Y si no puedo sacar la carcajada, permitidme regodearme en haber podido dibujar sonrisas tontorronas y soñadoras. Aquel “Y lo mejor de esperar el tren es cuando por el andén pasean las muchachitas engalanadas, y con el aire que levanta el trenecito cuando arranca me alegro yo la vista porque, ¿sabes lo que pasa?, a todas ellas las faldas se les levanta”, nos valen mil cuplés, Antonio Tomás. O la Daysi, Maikel; échale risas a la Daysi.
Ernesto Sopena: A MI ME GUSTÓ MUCHO LA DAYSI, MUCHACHO.
Pregonero: OIGA, SEÑOR, ¿QUIÉN ES USTED?
Ernesto Sopena: ERNESTO SOPENA, PARA SERVIRLE. NATURAL DE LA VIEJA, COMPARSA DEL MAIKEL.
Pregonero: SALGA AHORA MISMO DE MI PREGÓN.
Ernesto Sopena: USTED A MI NO ME VA A DAR ÓRDENES. YO HE SALIDO DE CUBA, MI HELMANO, Y TENGO TODA LA LIBERTAD DEL MUNDO PARA DECIR Y HACER LO QUE QUIERA. BASTANTE REPRESIÓN TENEMOS ALLÍ CON EL COMANDANTE CASTRO.
Pregonero: POR FAVOR, NO VUELVA A PONER ESA MUGROSA GORRA EN MI PELO. ME ESTÁ DESPEINANDO. ESTO ES ÚBEDA. HAY SERIEDAD.
Ernesto Sopena: LA HABANA ES ÚBEDA CON MÁS NEGRITOS. ÚBEDA ES LA HABANA CON PEPE ROBLES.
Pregonero: BUENO ESTÁ BIEN. ¿A QUÉ HA VENIDO?
Ernesto Sopena: A DESPOTRICAR DE LA COMPARSA DEL CANO Y A METERME UN RATICO CON EL JURADO.
Pregonero: OIGA POR FAVOR, ESTO ES SERIO.
Ernesto Sopena: LA COMPARSA DEL CANO ES…
Pregonero: SALGA DE AQUÍ.
Ernesto Sopena: Y EL JURADO, ESE CHIQUITILLO DEL JURADO ME LA VA A…
Pregonero: PERO POR FAVOR, TENGO AMISTADES ENTRE LOS MIEMBROS DEL JURADO.
Ernesto Sopena: PUES ENTONCES, SI TIENE AMISTADES, MI HELMANO, MAÑANA NOS DAN EL PRIMER PREMIO, ¿NO?
Pregonero: POR FAVOR. NO PIENSO SEGUIR SU PATRAÑA. YO SIEMPRE HE PENSADO EN LA HONORABILIDAD DE LA GENTE.
Ernesto Sopena: MUY BONITO TE QUEDÓ ESO, MI AMOL. DILE LO MISMO A LOS QUE SE QUEDEN SEGUNDOS MAÑANA.
Pregonero: ESTÁ SIENDO USTED MUY ATREVIDO.
Ernesto Sopena: SÍ, COMO BAJAR A VER AL ALCALDE SIENDO DE UNA ASOCIACIÓN DE VECINOS.
Pregonero: MÁRCHESE, SEÑOR SOPENA.
Ernesto Sopena: ESPERE QUE AHORITA MISMO EMPIEZO CON LAS CHIRIGOTAS.
Pregonero: NI SE LE OCURRA. ¡¡ES MI PREGÓN!!


  
LA VERDAD SOBRE EL CASO DEL SEÑOR VALDEMAR
Andas moribunda, Úbeda, como lo haces en los meses de la nada. Has parido al Dios de la Cuaresma y caes rendida tras el parto, cerrando los ojos y el alma hasta la llegada del incienso. Tus calles, atolondradas, se entregan al frío y al viento, a la lluvia y a la noche, alimentando tu calma con más soledad de la que siempre presumes. No eres andaluza, ni eres castellana; eres una ciudad sin patria, llena de silencios y sombrías meretrices apostadas al calor de las candelas de tus esquinas, rincones y plazas. Siempre te estás muriendo, Úbeda, soltando por las rendijas de las cancelas y ventanas de tus palacios y tus iglesias, alaridos y quejumbres tan frecuentes que, de tan oídas, ya ni son escuchadas. Y cuánto se pierden los hombres, no yendo a tu vela; cuánta tinta se cuaja sin elegías callejeras; cuán solitarios están tus bancos, y tus jardines, y tus laberintos, y tus barrios, y tus piedras. No es que andes moribunda, es que tú misma te matas en estos meses de aguardo sin fiesta que te acompañe. Pero antes de morir, mujer bendita, siempre hay algo que te salva: te entregas sin pudor ni decencia al hipnotismo, sometida al encanto de letanías y chascarrillos escondidos en las trastiendas de las tabernas y bares guardados bajo tu falda.
Te hipnotiza el flamenco rugir del pueblo amargo, te concedes a las dianas del pito de caña y el matasuegras. Dejas de ser Úbeda tornándote en una parroquia sin nombre, con hombres y mujeres sin nombre, enmascarados en la bohemia de vivir sin una identidad propia. Sin repicar de campanas, ni salvas de cohetes para no enfadar a nuestro Bobas; llega carnaval hechizando cada rincón, cada ventana, cada puerta que había estado cerrada al inconcluso invierno. Pero llega quedamente, para acunarte sin querer que te duermas; te va cantando nanas con dulces voces desafinadas y en cuanto cierras un ojo te hace sacar la sonrisa con una ingeniosa trova. Abres las entrañas de tu armario, inducida por las órdenes de mando, y vas alumbrando a todos aquellos canallas que te hicieron, te hacen y te harán tan distinta a como normalmente eres. Vas pariendo litris, sorias, jimenas, copados, petos, calculines, barrancos, sebastianes, pacos, charlies, navarretes, ciris y mil valientes más, que se quedan en el tintero, reinventados año a año en un personaje del cuento narrado en tus calles. No tendrán monumentos, no queda sitio en tus plazas para ninguno de ellos, pero en cada esquina, en cada patio tuyo, en cada calle en la que estuvieran, sus espíritus vagaran más allá de los siglos, cada vez que febrero los cite al carnaval eterno.
Te gusta el carnaval, y así lo has demostrado en el devenir de los últimos años. Ignoro los motivos de la creciente afición al disfraz y a la máscara. Quizá sea, como no me canso de decir, la tapadera con la que ocultar los problemas cotidianos de un mundo en constante cambio, o tal vez la expresión de un hombre más feliz que su precedente; pero no ignoro el auge que, de manera exponencial, ha experimentado el número de ubetenses decididos a inventarse una realidad paralela. Escondes tus volutas, disimulas tus colores, te quedas sin identidad para ser el escenario necesario para cada uno de los actores que salen a tus calles. Ese es el verdadero carnaval; ese y el de tus noches. El carnaval de cabalgata es el aire fresco que inunda mi optimismo.
Así te quedas hipnotizada. ¿No va a ser así? Con tanto color en las calles, con tanto calor en las aceras; abrumada por el olor que trae consigo la felicidad y la esperanza. Así, como tu sábado de carnaval, debería de oler el despacho del médico Mercurio, mientras alguien se asomaba a la ventana, atraído por el ruido y el murmullo de unos rostros ocultos tras la máscara y el antifaz. Te dejas pintar las mejillas y sonríes al cielo sofocada porque, siendo tan seria en tus días, no te acostumbras a verte tan espontánea y visceral. ¡Qué mayor renacimiento que el de tus ciudadanos! ¡Qué mayor hermosura que sus júbilos! ¡Qué mayor conjunción que la tuya con la nuestra!
Úbeda, en carnaval, eres distinta. Te dejas hipnotizar porque así te escondes en lo más hondo de ti misma. Te vas quedando dormida, mientras aprendes a morir en calma. ¿Pero te mueres, o te matan? Si de algo adolece tu carnaval y, por ende, tú misma, es de confundir una fiesta sin dueño, una ciudad de todos, abierta al ubetense conocido y al desconocido, incluso al foráneo prendado de ella; con la posesión que algunos carnavaleros hacen de ti. Tú no eres mi comparsa, ni la otra; no eres de la chirigota, o de la otra. Tú eres un mundo apostado en el alféizar de nuestras ventanas, que espera pacientemente a que se abran sus cristales y pueda inundar todas nuestras casas.
Úbeda, señora austera y sobria. Nueves días quedan para la aurora. Vive esta noche hipnotizada por los desvaríos de tus locos actores y poetas. Ya me dirás como sales de esta duermevela. Ya me dirás si has dormido, o si cuando vuelvas, lo haces muerta.
  
EL POZO Y EL PÉNDULO
¡Qué pena tienen los libros por no tenerte entre sus páginas, pasodoble! Estás hecho de poesía invisible, de leyenda amarga para el paladar de los sentidos. Naces escrito, el papel es la sábana que te acoge en los primeros compases de vida, pero allí estarías condenado a una muerte silenciosa y solitaria que, aunque me duela decírtelo, te llegará irremediablemente, de todas maneras, sí o sí, cuando todo esto acabe. Te concibe la calle, el mundo, sus moradores; eres el resultado del amor y el odio, de la alegría y la pena, de la justicia y la desesperanza; esas son las semillas necesarias para tu futuro florecer. Pero no estás destinado a perdurar, como regalo del carnaval y para el carnaval que eres, te marchas con él, ardes en el fuego junto a la sardina, y te quedas levitando en la memoria de los que te conocieron como un febril recuerdo destinado al eterno olvido. Eres la poesía volátil de los poetas sin nombre, y quedas relegada al cajón desastre de una casa llena de armarios con disfraces envueltos en olor a naftalina. Y no es que no te queden febreros para seguir existiendo; es que se borra la tinta del papel donde debieras ser al no haber oídos que te lean.
Me gusta cuando vienes de medía. Ahí sí eres tú, sin circunstancias; que luego te vuelves un preso de concurso consignado a ser evaluado por la avaricia y la ignorancia. De medía vienes limpio, envuelto en la pureza de una notas musicales que aún no se han manchado con el tizne del mal requiebro y el humo y el alcohol de los ensayos. Vienes nervioso y tímido, tartamudeas en cada estrofa mientras tu hacedor va contando las sílabas componentes de tus versos en los dedos de sus manos. Lo mismo no dices nada que te eriges en el espejo donde se reflejarán todos los que vengan detrás de tu escritura. Me gusta cuando vienes de medía, canalla, y me gritas al oído que vuelvo a hacerme misterio de febrero.
¿Y dónde naces, sino en un rincón de un hogar pobre y humilde de un ciudadano cualquiera con una vida que de sencilla es igual a la de todos los hombres del reino de los hombres? Entre cuatro paredes que rezuman trabajo y sueño, tras un día cualquiera de un hombre cualquiera con horas de trabajo a sus espaldas y en sus manos, en el silencio agradecido que se apodera del nido donde no han dejado de revolotear los vencejos de la infancia. Naces cuando la somnolencia quiere apoderarse de los últimos suspiros del día, y naces porque estos quieren merodear en las fronteras del reino de la inmortalidad, llenando de vaho carnavalero y cultura una casa escondida tras la fachada insulsa que cada mañana ilumina el largo día de esta crisis inhumana que asola la faz de la existencia. Entre paredes sin diplomas, o entre paredes con diplomas mudos que ningunean nuestro pasado. Naces, pasodoble, en cada rincón donde habite una miaja de cultura y bizarría; donde ambas yacen sobre el lecho vacío de coito placentero. ¿Dónde naces sino en la nada de unas manos anónimas y corrientes? Pintores, mecánicos, maestros, autónomos muchos de ellos, conserjes, incluso de médicos, ingenieros, abogados, periodistas y arquitectos que no dejan de ser como los primariamente nombrados; en fin, mano de obra de un mundo anclado en la injusticia y la desigualdad. Eres sencillo porque naces sencillo, oculto entre cuatro paredes de cualquiera de nuestras casas; donde el dolor te azota y el amor te sana.
En mi casa, al principio, eres el viento pinturero que pregona la llegada del otoño. Llegabas en una cinta sin cajeta, como decía la letra de aquel hermano tuyo y mío; como ahora lo haces en un archivo “whatsappero”, envuelto entre el ruido de una mala grabación y rimas de otros lares (no entenderé nunca la obsesión de Antonio Tomás, Maikel y Legaña de meter en la letra de medía de sus composiciones las palabras mar, bahía, barquilla, caleta y otros vocablos evocadores de Cádiz; ¡pisha, esto es Úbeda, y aquí hay que mamar!, valga la redundancia). Y ya no hay mañana sin tu cantinela, sin tu tarareo, sin mis ganas de escribirte. Pero las prisas nunca son buenas consejeras, prefiero pasear contigo en los parques mientras me acarician las primeras hojas caducas de los pocos árboles de la ciudad, entre el renacimiento amargo de tus calles en los días sin nada, acompañarme de ti en mis entrenamientos diarios, verte en el rostro de Gabriel y Daniela, olerte en la cama junto a Toni, ver tu reflejo en los ojos de mis padres. Pero las prisas nunca son buenas. Me gusta soñarte, hijo mío. Fumarme el mundo mirando al cielo mientras encuentro el primer verso que te verá nacer; como he hecho con este pregón que empecé a soñar hace dos meses y comencé a escribir el día de antes de ayer. Un mundo de diferencia entre el sueño y su realidad, marcada su diferencia en la sabia manipulación del lenguaje escrito.
Me gusta soñarte, hijo mío.
Así es la única manera de tenerte.
Cuando te quieres escribir, canalla,
me das la muerte.
Me empujas a la habitación. Ya sea la cocina, el baño, el salón, la oficina, la cama o el patio; allí me empujas con tu fuerza, carnaval, y me gritas, sin yo quererlo, poeta. Y siempre encuentro lo mismo: el péndulo imparable en el que la cortante hoja del pasodoble va acercándose inexorablemente sobre la cama donde tanto he soñado. Me invitas a volver a tumbarme sobre ella y vivir concienzudamente el final de mi sueño. Junto a la almohada, un papel y una pluma. En otro rincón del habitáculo, descubro un oscuro pozo al que la curiosidad me acerca. Está muy oscuro. No se vislumbra su fin; ignoro si está vacío y la mortal distancia acabará con mi vida o, si por el contario, el agua inunda su alma y, aunque sea la que amortigüe mi caída, me postrará a un final más longevo pero con igual resultado. Mientras en estos razonamientos me introduzco, observo como el paso del tiempo hace que las paredes de la habitación vayan disminuyendo el área del cuarto donde estoy. Es una pesadilla, quizá sea verdad; no lo sé. El tiempo sigue cerrando el espacio, ya soy capaz de oler la humedad que despiden sus adobes. El tiempo, sí, el tiempo. Malditas las elecciones que me ofrece. Vuelvo a desplomarme en la cama y, antes de que el pasodoble colgado del péndulo me hiera mortalmente con su acerada hoja, apreso con mis manos la pluma y el papel que me acompañarán en la otra vida; ojalá la haya y pueda volver a entrar en esta habitación tan familiar a mis sentidos. Aquí estoy, pasodoble. Aquí estoy, carnaval.
Me gusta soñarte, hijo mío.
Así es la única manera de tenerte.
Cuando te quieres escribir, canalla,
me das la muerte.



PASODOBLE
Aprendiz quijotesco sin más molino que el propio miedo.
En Macondo un Buendía y en Mágina el viento.
Un viejo marinero y el mar de olivos, el mar eterno.
Chocarrero sin corte ni cortesía, pobre bufón.
Flamenco de garganta revenida.
Actor sin trama ni apuntador.
Borracho de un poema de Sabina.
Un jinete polaco de cartón.
Metáfora del arte en negativo:
no es el remedio a la pena, condena y castigo; es su enfermedad.
Creyente y orador de barro
que el fuego ponga y te quite lo que sea cabal.
Si gané o perdí, tan solo tiene repuesta el destino
y el día de mañana no está escrito.
Soy mi pasado, soy mi presente. Aún soy camino.
Si gané o perdí. Sólo puedo decir que tengo amigos,
que conquisté a mi esposa y tuve hijos.
Y que mis padres ven con orgullo mis desvaríos.
Dejadme entonces ser poeta sin valía,
dejadme entonces apostado en esta esquina
viendo la vida como un triste bohemio con media muerte encima.
Dejadme inmerso en este pasodoble sin principio ni final.
Es lo que valgo y no di para más.
Dejadme soñando otra letra pues dijo el poeta que la vida es sueño.

ALELUYA
Mañana se hará tarde entre copleros.
Mañana habrá una luna amanecida.
Mañana guardarán todo el incienso,
mañana en ningún templo dirán misa.
Mañana hablará por fin la calle.
Mañana el hogar quedará vacío,
con una cama despeinada por la mañana atardecida.
Mañana se nos vacían
los bolsillos para guardar rencores,
los miedos y los artificios.
Mañana el corazón, tic tac,
versos nativos con rima
de la tribu del llanto, de la tribu de la risa;
rima la esperanza, la ira, la furia, el reclamo; la vida.
Mañana Cuba. Mañana Humanos.
Mañana música, perrones.
Mañana cita a las nueve,
correas para escuchar latidos.
Mañana Alemania pobre,
solidaria con sus amigos.
Mañana da lo mismo que nos desahucien,
hay lunas sin fronteras ni compromisos.
Mañana de trapo y polvo,
pasado sin artificios.
Mañana podemos hacerlo,
¿Podemos?, podemos, niña.
Troche, Moche, Petos, Gófer,
Alejo, Edu, Jero, niñas.
Mañana Ideal cerrado,
mañana un Real sin prisas.
Mañana entre alcohol y humo
iremos hablando, vísperas;
de un mañana y nuevos nombres,
de una comparsa advenida.
Mañana el año a la saca
mañana sin mañana a la vista,
mañana sin prisas la vida
quedará en nosotros suspendida.
Mañana, mañana, mañana.
Carnaval, carnaval, carnaval.
El cuento extraordinario y misterioso
que comienza y pone fin con un disfraz.



Un mañana más. Bienvenido.
La oportunidad de estar vivo.
Quiero seguir dando gracias, al destino,
por permitir que muera esta canción.
Que muera al alba y al despertador;
al frío en la cara y al primer calor.
Que muera al guiño del rostro al primer sol del día.
Que muera en un paseo de parque
cuando el otoño me acaricia,
que muera perdida en las letras
de un libro, un poema. Que muera escondida
en los besos del recuerdo,
entre caricias y querencias;
que muera sin matar
al Dios de la vida y las pequeñas cosas.
Que muera, al caer la tarde, en familia y abrazos
o, al anochecer, abierta de nuevo al amor.
Que muera así siempre la trova;
no habrá eternidades que la llamen vieja.
Que muera al besar los errores que he cometido
y pueda olvidar aquello que dejé de ser.
Que muera así siempre la trova;
no habrá eternidades que la llamen vieja.
Esta es mi canción, mi revolución.

He dicho.

Úbeda, 12 de febrero de 2015