Casi siempre tengo la misma suerte. Suele ocurrir al atardecer, aquellos días en los que decido encaminar mis pasos por la amable arcilla de la futura vía verde que se atisba desde los miradores de Úbeda. El encuentro suele ocurrir al salir del túnel, tras ese instante eterno sin luz donde el ser pierde cualquier calma al encontrarse con lo más parecido a la muerte que podemos encontrar sobre la faz de la tierra. Lo encuentro, sí, siempre viene con una vara en la mano, no la usa para andar, la lleva como adorno, como esos cayados bíblicos que empuñaban los profetas; su andar desgarbado, con pasos en los que puede caber la inmensidad de un océano, su inconfundible pelo, su legendaria barba, su Jesús en el rostro. Es Ramón Molina envuelto en millones de pensamientos que convertirá en palabras para adornar una nueva hornada de versos. Casi todas las tardes pasea al atardecer y cuando lo encuentro llev
a el ocaso del día en la mirada. Lo saludo siempre con un respetuoso “buenas tardes, D. Ramón”, intento no distraerlo y nunca ceso mi marcha para decirle alguna palabra más. Es una suerte que Úbeda y los ubetenses lo tengan como una de esas puntas de lanza de la culturalidad, que tenga un poeta de la talla del creador de Maranatha. En esta tierra que pare artistas como ochíos el horno de una panadería, mirar la sombra de Ramón hace estremecer nuestra soberbia ante tan indeleble legado. Nunca es tarde pero esta predilección de Úbeda por su hijo viene de lejos. Siempre le digo Don Ramón, con ese Don perdido en el pasado que se va perdiendo incluso en las placas de los despachos. Le digo Don Ramón, como siempre, como antaño, con el respeto del antiguo alumno a su maestro, porque ese Don lleva el peso de la infinita gratitud por la enseñanza, por el respeto hacia la persona que ha sido yunque y martillo en la fragua de la infancia. Le digo Don Ramón, como Don Alfonso a Alfonso Mendoza cuando coincidimos en el parque, o Doña Josefina a mi seño, aunque ella ya no se acuerde de nada. Es el respeto al maestro, a nuestros maestros. Aún recuerdo cuando días como hoy se les hacía merecido homenaje.
Sé que Don Ramón, tras saludarme y yo perderme en mis velocidades, vuelve la vista atrás y en un murmullo me dice: adiós, alumno.
Feliz día del maestro.