jueves, 11 de diciembre de 2025

El charco


Ibiut era aún una niña, casi con seis mil años de historia. Vestía faldita corta, mostrando unas rocosas rodillas donde terminaban las verdes polainas que siempre llevaba puestas para no mancharse las pantorrillas con el barro de los barrios alfareros. Guapa y graciosa, tenía un defecto convertido en bendición: los vientos la condenaron, como a la ninfa Eco, a repetir sólo las últimas palabras que escuchara, sin haber previsto estos que todos los peregrinajes sintácticos que acababan en los oídos de la joven eran palabras bellas.
No me digan cómo, porque casi me queda tinta para el punto final, pero Ibiut calló rendida ante la belleza de un muchacho. Lo reconoció a primera vista, era el niño que escondía quimeras y sueños bajo los adoquines de las calles; fantasías que poco a poco habían ido saliendo de sus escondites para hacerse realidad. Se enamoraron de recuerdos y el mancebo, fiel a su corazón y a su imberbe facundia, sólo mantenía conversaciones con ella que acababan en la palabra amor. El tiempo pasó, el muchacho creció y todos los sueños escondidos en su infancia levantaron tal cantidad de adoquines y aceras que muchas de las calles quedaron vaciadas, casi todas pertenecientes al flanco oeste de la ciudad.
Con los bolsillos del joven llenos de sueños cumplidos, otras sirenas y dioses lo embelesaron con halagos, hasta caer la dulce niña Ibiut casi en el olvido. Ciega de amor, usando el poder que le otorgaron, usó las palabras desesperadas que uno de sus mil pretendientes le dedicara una noche, para atraer a su amante predilecto.
No pudo negarse a volver ante la niña, pero al verse reflejado ante sus ojos se turbó como nunca lo había estado. Nunca se había visto tan bello, tan culto, tan poderoso; el brillo de enamorada de la mirada de Ibiut, así lo reflejó. Para corroborar tal efusión de magnanimidad, apartó a Ibiut de un manotazo y corrió hacia el abrevadero de las huertas del sur para confirmar el reflejo.
El abrevadero se había convertido en un triste charco y su reflejo allí quedó desfigurado por las formas del lodo y olía inevitablemente a verdín. Allí quedó, apresado por el cieno, en busca de la belleza que había visto en la mirada de Ibiut; y condenado eternamente a oírla noche tras noche llorar por su desprecio.