miércoles, 19 de noviembre de 2008

Al final del camino


Con la voz de su pasado pisándole el alma, me miraban sus viejos ojos rociados con los últimos instantes de su vida, secando la póstuma savia que aún alimentaba a una solitaria hoja enmohecida, y no sabré nunca si aquella mirada mendigaba el milagro que le alejara de esa muerte tan temida o imploraba para que no hubiera otro eterno minuto de vida. Cuando apareció el ocaso en aquella estepa polar de sus noventa y dos años, nunca sabré si se marchó su alma con una sonrisa o con aquel ignominioso miedo ante el silencioso enigma de la muerte.

Leyendo a Vasili Grossman, y exorcizando a aquel Primo Levi que se quedó enmarañado a mi corazón como una tenebrosa alambrada de espino, buceo en las oscuras aguas de la muerte, a sabiendas del escalofrío que recorrerá mi piel cuando sienta las gélidas temperaturas de la razón a esas profundidades, buscando el submarino que me adentre en la mayor de las profundidades o agarrándome a la popa del barco que me lleve a tierra. En el silencio de mi escafandra, mirando a través de ella, veo los listones de madera que sirven de techo a un frío barracón de algún campo de concentración nazi, los mismos que en algún instante fueron observados por algún judío en la antesala de su ejecución, siempre a un instante de la muerte, sonriendo en aquel infierno humano, cansado de ser tratado como un animal, en un último intento de sentirse hombre: esperando tranquilamente a la muerte sentado ante la película de su vida pasada, la que hace tiempo dejó de vivir y que, el recordarla, le hace sonreír. Ese mismo techo cobija, quizá en la litera contigua a la de este judío, a otro ser que aún se siente hombre, que sueña con seguir viviendo la vida fuera de ese lugar; ese ser tiembla y suda y llora ante la segura llamada de la muerte, se aferra a una inexistente esperanza porque en su mundo aún quedan besos que dar, o sueños que realizar o palabras de las que aprender. En este viaje por las insolubles sales de este desierto de la muerte, me he encontrado allá lejos, en la distancia, un cartel indicador que me señala dos caminos, entre los cuales, algún día tendré que elegir: uno el que siguió el primer judío, el de la tranquilidad de haber vivido feliz, de haber amado y haberse sentido amado, el camino que cierra tus pasos con una puerta infranqueable con una mirilla que proyecta tus recuerdos; el otro, un camino, plagado de afluentes, que al llegar al final siempre quieres volver atrás para recorrerlos.

No creo en el miedo a la muerte, sino en el miedo a que la muerte te deje sin aquello a lo que te aferras. Mi abuelo no tenía miedo a morir, como decía mi madre; mi abuelo era de esa clase de personas que, a cada paso que dan, van enraizando su vida. No creo en aquel niño muerto de miedo, entre las sábanas de su cama, sollozando entre suspiros porque la muerte había tomado forma en su mente; creo en un niño que siente miedo de que sus padres algún día se marchen para siempre de su lado, que algún día despierte y no pueda abrazarlos ni besarlos porque eso que llaman muerte ha aparecido en su vida.

No tengo miedo a ese momento en el que me encontraré con la muerte porque, cogiendo cualquiera de los dos caminos que ahora veo a lo lejos, o habré saciado mi humanidad o mi humanidad será tan grande que solamente sentiré pena de marcharme siendo aún feliz. Seré el primer judío o aquel otro que tiembla de pena; seré la sonrisa de mi abuelo o aquel “miedo” que él sentía.

Sólo siento miedo de que algún niño en este planeta esté tan familiarizado con la muerte que no tenga el privilegio de sentir lo que viví en mi infancia cuando lloré entre las sábanas de mi cama; como esos niños que esta tarde he visto en un archivo que he recibido: tirando piedras a una niña que podría tener unos quince años, viendo como sus adultos la mataban a patadas, grabando en sus teléfonos móviles la espantosa imagen de una enorme piedra aplastando la cabeza de una niña indefensa. Esos niños, cuando les llegue su momento, y es lo que realmente me aterra y me hiela la sangre, serán los únicos “privilegiados” en sentir ese miedo que yo no podré nunca llegar a experimentar. Yo he intentado razonar con la muerte; ellos han jugado con la muerte.

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