sábado, 13 de septiembre de 2008

Quimeras de libertad


Puede ser que las cortinas, que escondían la ventana que daba al patio de vecinos, ya fueran de aquel color azul mar que solo ven los pescadores, allá, en las llanuras abisales, en los sempiternos amaneceres marinos, y que son las únicas que puedo recordar, engalanando el altar de mis sueños. Allí, tal vez, se escondieran las criaturas que hablaban en mis cuentos a través de las cuerdas vocales de mi madre o mi padre, justo antes de asaltar la alcazaba de mis fantasías nocturnas para acompañarme hasta la llegada de todos los nuevos días; o en los cajones de la pequeña mesita de noche: en el primero, escondidos entre los calzoncillos, jugando con algún Popeye el marino o desafiando a Mazinger Z para que demostrase la legendaria fuerza de sus puños; o en el segundo, aguardando a que la luz de la lámpara se apagara para salir de la cueva de algún par de calcetines; o en el tercero, jugando con mis canicas y mis estampas de la veraniega colección de Panini, ya fuera de modelos de coches o los futbolistas que ese año amenizarían las tardes de domingo de mi padre; en algún lugar de aquella habitación de niño se esconderían los protagonistas y criaturas que se hospedaban habitualmente entre las páginas de aquel libro que mi madre o mi padre me leían todas las noches, sentados a mi lado, sobre la cama, esforzándose en la lectura, o narrándome aquellas historias con la tapa del libro cerrada, pues el cuento llegaba a ser más tolerable para ellos si primero era memorizado y luego contado que el deber leérmelo con aquella lectura trabajosa de unos padres que gozaron de aquella escolarización gratuita y no obligatoria. El beso en la frente de algunos de mis progenitores tras el consabido arrope me mantenía en el puente que une la vigilia y el sueño, quizá abriría los ojos un microsegundo para asegurarme que la luz del hilo musical velaría mis sueños, y luego dormirme con la huella en mi última razonada visión de un libro sobre aquella mesita de noche de tres cajones, desde donde empezaban a saltar y brincar los duendes, gnomos y demás criaturitas de mis cuentos.

Nacemos soñando, nacemos libres, ajenos a un mundo que nos irá enterrando en el delirio de nuestras necesidades de hombres, y, a cada paso que damos, con cada minuto que agotamos de nuestra vida, vamos desterrando nuestros sueños de niño a la frontera del olvido, seducidos por estos, nuestros sueños de hombre, adultos deseos que enmarañan nuestras noches, quedando esclavos de ellos, embarcando nuestra vida en la patera que nos lleve, sin sustento, ni agua, ni comida, hacía la realización de alguno de ellos. Nacemos soñando, nacemos libres, y morimos creyendo haber soñado, morimos creyendo que hemos sido libres.

Por eso me aferro a esa singularidad de soñar por el simple hecho de hacerlo, al soñar sin un porqué, sin un paraqué; por eso, cuando quiero soñar, cierro los ojos y veo aquellas cortinas de color azul mar, y los barrotes barnizados de aquella cama iluminados por el anaranjado resplandor de la lucecilla del hilo musical, giro la cabeza y veo mi mesita de noche al amparo de la misma luz, con aquella foto de un infante soñador de melena a lo Colón, y aquella lamparita apagada que da sombra al libro que mi madre o mi padre acaba de leerme; cuando quiero soñar toco la cubierta y a través de mis dedos siento el terremoto de emociones que se apoderarán de mi vida en este próximo sueño de ojos abiertos; soñar como cuando niño, abriendo el libro por esa primera página que muestra el abismo de un pasado que ya no existe y que ni siquiera habrá existido, o un futuro que será o será la quimera de un futuro, o un presente tan lejano a ti, tan digno de soñar, porque no pertenece a tu vivencias. Los sueños están compuestos de imágenes, de tiempos, de sucesión de imágenes en un tiempo lleno de olores y sabores que realmente son reales a nuestros sentidos, no es quimera recibir la fragancia del cardamomo en una página donde se describa los sudores y las pasiones de dos personas que se aman en un almacén de especias de Nueva Delhi y al doblar la esquina, en la página siguiente, recibas el oloroso frescor primaveral del azahar de un paseo por las calles de Sevilla; deleitarte con sabores tan lejanos que, si no fuera por esta ofrenda onírica de estar soñando, nunca podrías paladear. Soñar es descubrir lo que es extraño en tu vida, es un párrafo lleno de aprensiones y miedos desconocidos por tu espíritu, es viajar y enamorarte de capítulos que hablen de ella, de esa desconocida a la que has dibujado un cuerpo, has oído su voz en tu interior y conoces sus caricias por el tacto de su piel; es erizarte la piel cuando te susurra al oído, cerrar los ojos para encontrarla y abrirlos rápidamente para no perderla; viajar a mundos lejanos, embarcado en un barco de papel que navega a través de mares de tinta.

Cuando niño, en la cama, en aquella habitación de cortinas azul mar, viajaba a media noche hacia alguna laguna de la vigilia, abría los ojos, tocaba con mis dedos la pequeña luz anaranjada del hilo musical, miraba mi retrato y volvía al sueño con una sonrisa que se dibujaba en mi rostro. Ahora, últimamente, me desvelo constantemente recordando, con una sonrisa en mi rostro, los personajes de una novela que ya he leído, los lugares por donde han deambulado, las torres de los campanarios, las palomas volando tras el repicar de campanas, la lluvia cayendo mientras personas en gabardina corren a refugiarse bajo los soportales de una calle de una ciudad que me han descrito, los diálogos entre los personajes aún cercanos a mi oído, el beso inolvidable de una mujer de labios carmesí, sus uñas pintadas, sus tacones negros, un principio y un final que abrazan a una serie de acontecimientos; me desvelo y abro los ojos por un instante, lo recuerdo todo pero no recuerdo el nombre de esa novela que he leído. Me duermo, ahora, en la cama, en esta habitación huérfana de cortinas azul mar, como un niño que vuelve a soñar con una sonrisa en la cara. Antes he mirado la mesita de noche que hay al lado de la cama: no hay ningún libro.

Nacemos soñando, nacemos libres soñando con el libro de la vida, ese que leemos antes de nacer y que nos da la condición de ser libres. Ahora sueño con historias que se encuentran en los libros: sueño despierto, sueño dormido con lo único que nos hace libres.

martes, 9 de septiembre de 2008

Primos... hermanos de aquel tiempo (Para David y Almudena)


No podré medir la distancia que me separa ahora mismo de aquel patio de vecinos que dio luz a mis mañanas, porque desconozco las ecuaciones necesarias, así como sus medidas, para calcular el tiempo; puedo asomarme al mismo cierre que se pasea por mis sueños, conocer la situación actual, verlo desde el cielo lejano de la infancia, pero soy incapaz de medir la distancia que me separa de él, ignorante, como lo soy, del significado que encierran los años, los meses, los días y todos estos términos que alguien inventó para contar lo desconocido.

Puedo asomarme de nuevo a aquel cierre de mi infancia, observando la blancura camaleónica de la clara cal de las paredes de aquel patio de vecinos, recreándome en los quehaceres de aquellas mujeres que alguna vez me acariciaron el cabello mientras hablaban con mi madre, viéndolas tender la ropa o correr las cortinas de la cocina para que sus olores me advirtiesen de la inminente llegada de mi padre; pero veo las mañanas de verano, con aquella luz que hacía aumentar el contraste de las cosas, a través del cierre de la enclaustrada terraza de mi casa, cuando mi tía abría la corrediza puerta de su patio y destapaba la azul y sintética piscina de aquellos veranos, cuando me escondía para que no me viera y alertaba a mi oído porque, tarde o temprano, escucharía aquel lindo “Toto” que brotaba de la garganta de aquella linda niña, reclamando mi presencia a través de aquel cierre para decirme que bajara a bañarme y a jugar con ella. Se medir los juguetes que compartimos porque conozco sus colores, las dimensiones de las habitaciones en las que los compartíamos, el timbre de la voz de mi tío y la eterna sonrisa que conseguía dibujarle en su pequeña cara de niña con mis tonterías de alocado y simpático niño; puedo pesar el amor que le profesé porque en el corazón tengo una balanza con un plato lleno de añoranzas del pasado que solo se equilibra cuando la recuerdo a mi lado, llamándome a todas horas con aquel eterno “Toto”. La tristeza también existe, ahora, cuando no encuentro la medida que me diga si es tarde o temprano, si están lejos o son cercanos aquellos momentos y lugares en los que encontré una hermana cuando aún no era ser Virginia.

Y él, el hermano que nunca he tenido y en el que encontré el único hermano de mi vida, también vino en un tiempo que no puedo medir con esas absurdas medidas temporales, porque aunque aún exista aquel piso de la Puerta del Sol que me vio crecer, tampoco se que adjetivo poner a aquella edad de mi vida en la que lo conocí por primera vez, cuando dormimos las primeras noches, igual que lo hicimos luego a los largo de lo que llaman años, los dos, juntos, en una cama de adolescente que daba cobijo a los sueños de dos niños. Él fue el hermano, incluso el mayor, que siempre quise tener, el que me enseñó a hacerme los nudos en los zapatos por primera vez, quizá porque aún siendo yo mayor que él, esas cosas se aprendían antes en Valencia que en Jaén; como también se aprendería antes a nadar y por eso fue él el hermano mayor que me instruyó en tan notable actividad vital. Con él he pasado las mejores horas, días y meses de mi vida, he saboreado los veranos tal y como lo muestran las películas de veranos en otros veranos del mundo, esos en los que te sientes protagonista de alguna de esas películas de veranos y que quizá cada uno de nosotros hayamos vivido a nuestra manera. Tal vez pude contar las horas, los minutos que iban aconteciendo a través de todos esos kilómetros que nos separaban, toda vez que me acercaba a su vida surcando esa maldita distancia que nos alejaban, pero ahora no se medir aquel ritmo del tiempo, no tengo la virtud de denominarlo lejano o cercano, ahora las mareas de aquel tiempo no existen y la luna quizá no estuvo en plenilunio en ningún verano en el que estuvimos juntos.

Se me olvidó preguntarle a mi abuelo Blas, cuando dormitaba en la antesala de la muerte, si sabía contar el tiempo de la vida, si podía ponerle el adjetivo cercana o lejana a la Guerra Civil o tenía conciencia de los 92 años que había visto pasear por delante de sus ojos; si me lo hubiera explicado quizá podría decir ahora que los inolvidables momentos que pasé junto a vosotros, David y Almudena, tienen una duración eterna o, si por lo contrario, lo que no se olvida es por que fue breve en su momento. Si pudiera medir aquel tiempo del pasado, si tuviera conciencia de su tictac, podría decir todos los años, los meses y los días en que os quise como solo os pude querer entonces. Mientras tanto me conformo con medir los espacios, los colores, los sabores, las risas, los besos y las caricias que os hicieron felices en aquel tiempo que vivimos los tres.