Hay días preñados por la intensidad. Días que no
exigen de un sol para anunciar la mañana, y la misma luna es el lucero hacedor
de la vida bella y el campo agreste. Hay días que no necesitan del mundo para
hacerse; se cuentan en el reguero del alma y en el mar calmo de la consciencia,
perdida entre el ruido social y el estrés de otros días. Hay días, reflejos de
aquel de 1381, que comienzan en una asombrosa ciudad asomada al paraje del
Gavellar y deben acabar, porque así lo han querido aquellos que lo han forjado
en el devenir de la historia, en la misma ciudad del mismo nombre. Hay días que
no necesitan de grandes infraestructuras para ser obrados, porque el hombre que
los hace sólo viaja con una mochila a la espalda y un bastón en la mano; días
entre el rumor de olivos, el canto de los vencejos y el murmullo de una misa
parida en la aurora. Hay días, diáfanos o velados, que convierten el “caralsol”
de una loma en un camino sin piedras y escollos, sin pendientes, ni polvo ni
barro. Días donde el ubetense cosmopolita se mimetiza con el aldeano creyente y
añorante. Hay días y estos son los de Romería; los de nuestra Romería. Días que
han venido cansándose desde el encuentro del romero con la madrugada, hasta su
llegada al cementerio; días que cansan al alma, al cuerpo y al pueblo. Días con
un principio de ilusión y ensimismamiento; días con un final responsable y
orgulloso: días de la llegada tras un largo e intenso día de ida y vuelta.
Es engañoso querer alargar un día en tres, ni el
agua se hace vino, ni hay creyente para tan postiza catedral. Se ablandan los
cimientos de la Fe y, con ellos, la violencia de las pasiones y las férreas
vivencias tinturadas en el marco de una noche con día y un día sin noche. Si
pretendemos hacer de nuestra Chiquitilla una Morenita o una Blanca Paloma,
caemos en el error de mirar adelante borrando todo lo que somos; además de consentir
que en el impass de esta larga espera
sin motivo, aparezcan todo tipo de mercaderes y patricios de nuestros días, que
nada tienen que ver con el sentir de una romería ubetense, verdadera, escueta,
intensa, plebeya, nuestra: una romería de oración; y que, además, Ella, nuestra
Patrona, quede relegada al rincón donde la postren, mientras ni una humilde
oración se escape de entre las lonas del circo que en su honor se ha montado.
Ni oraciones, ni denarios.
Quien ha vivido intensamente el día de nuestra
Romería, sabe y está concienzudamente convencido de que sobra un solo minuto
añadido; porque nuestra Romería es así: un intenso y largo viaje a través de la
historia, en la que el ubetense, desde aquel Juan Martínez, sólo se ha
preocupado de traer a la Virgen de Guadalupe a Úbeda, con el alma colmada, los
pies cansados y el sueño en sus espaldas. Seamos fieles a la historia, que
nuestros muertos, a la caída de la tarde del primer día de mayo, nos vigilan
pacientes tras los muros de San Ginés a que sigamos cumpliendo con la
tradición.
Son días contados. Hagamos que cuenten.
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