domingo, 16 de agosto de 2015

El café

Un hombre se aproxima a las mesas recién colocadas de un bar asomado a las pétreas plazas del enjambre renacentista de una ciudad recién estrenada por el sol, en un domingo más de este verano que se empeña en ser aún protagonista a pesar del papel emergente de las noches alargadas de agosto, plenas de brisas  y consuelos para el amante de temperaturas más ambles y civilizadas. La camarera, apoyada bajo el dintel de la puerta, espera que el transeúnte tome asiento; este le pide un café solo antes de aposentarse sobre la enea. Un escaso minuto transcurre entre el ruido de la cafetera y el ruido de la taza sobre el cristal de la mesa, donde ahora descansa un teléfono y una novela de Thomas Mann. Las palomas pintan con sus vuelos el cielo sin nubes de la mañana. Otro hombre, vestido con camisa a cuadros, pantalón corto de color gris y zapatos con cordones, sale del interior del bar con una cerveza en la mano, tomando asiento junto a la mesa recientemente ocupada. No han surgido saludos, cada uno a lo suyo; uno escribiendo en alguna red social, el otro observando al primero. Se acerca un tercero, montado en una bicicleta, y el hombre de la cerveza lo llama por su nombre. Se sonríen, exhibiendo el recién llegado una dentadura mellada. “Me quedan dieciocho”, le responde dejando el vehículo sobre la calle mientras saca de un bolsillo posterior de su pantalón vaquero ajado y sucio una bolsa llena de cigarrillos. Saca uno y se lo ofrece al hombre de la cerveza mientras le cuenta que la bicicleta se le encontró ayer. Prende con la mecha de su mechero el cigarro regalado y se marcha calle abajo sobre el regalo que la suerte le hizo; “Voy a seguir haciendo deporte”. El tiempo transcurre. Una pareja de turistas ocupa otra mesa de la terraza, y las moscas cojoneras de finales del verano incordian al varón de la pareja posándose sobre la imberbe cabeza. Dos zumos de naranja, dos tostadas, una con aceite y tomate para ella, otra con mantequilla y mermelada de fresa para él. El fumador consume su cigarro con caladas distanciadas por amplios instantes de tiempo, en ellos se ocupa de vigilar la correcta combustión del cigarrillo, debatiéndose entre comprar o no un paquete de estos inhibidores de pasiones. El libro aún sigue sobre la mesa. Su dueño, escondido tras unas gafas de sol, degusta con breves tragos el café templado, mirando calle abajo, o por lo menos eso indica la dirección de su rostro. Desde allí se acerca una mujer anciana, embutida en un vestido rosa estampado con flores del mismo color, otras rojas y otras blancas. Se sienta en otra mesa, y ocupa la silla frente a la puerta, esperando la salida de la camarera. “¡Cafetera!”, así reclama su atención, “lo de siempre, un café con leche y media tostada. ¿Tienes zumo? Sí, pónmelo aunque sea de bote.” Y todo enunciado, exclamado e interrogado con la casi total ausencia de consonantes. Sus pies están presos entre las cintas de unas sandalias con plataforma de esparto. Sostiene sobre su regazo un bolso grande, protegiéndolo con sus brazos ante posibles mangantes y maleantes, pedigüeños y andrajosos. Aumenta el número de pasos hacia la iglesia del pueblo. El hombre del café paga la deuda contraída con la camarera; guarda su teléfono en el bolsillo y se aleja del lugar balanceando el libro en su mano derecha. Al final no abrió sus páginas; se entretuvo excesivamente en admirar la escena de un postrero domingo de verano sobre una plaza de un pueblo cualquiera. Y yo, tumbado en mi chaise-longe me he ocupado de observarlo a él.

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