martes, 20 de mayo de 2008

El paraíso sin sombra


Me apacigua el sosiego de esas imágenes plagadas del verde natural, del verde virginal capaz de ahuyentar al más furioso calor de los meses más tórridos del año. Envidio las estampas, que todos tenemos en nuestra mente, de los ancianos sentados en un banco aferrándose a su bastones y soltándolos de vez en cuando para atusarse la gorra mientras disfrutan de una nostálgica historia de una época ya pasada, o se acaloran en una jubilada discusión de ideales bajo la cómplice sombra de un sauce de un parque cualquiera, plagado del verde del ayer y regalándonos la celestial melodía de las hojas mecidas por la brisa. Es irónico, en este mes de alergias y estornudos que llevo padeciendo toda una vida, que me acuerde, y en cierta forma añore, si es que alguna vez he tenido recuerdos para añorar, el retrato de un rincón coloreado de verde; pero hoy me transporta el alma hasta la desconocida New York y me pasea por las avenidas de Central Park donde tantas veces he vagabundeado con mi imaginación, mientras veía algún paseo de los protagonistas de tal o cual película, entre la frescura de una primavera o bajo una lluvia de caducas gotas otoñales: es el eterno esquema de cualquier ciudad de este mundo, potenciado a la enésima virtud en el caso de New York: lo “cosmopolita” que se refugia en la naturaleza huyendo del crepitar de la civilización.

Y por eso, porque la probabilidad que alberga un nacimiento me trajo a la cúspide de esta Loma, añoro esos espacios que la naturaleza le roba al inquebrantable suelo de las ciudades y nuestros pueblos. Porque vivo en una ciudad donde en vez de jugar a ser dioses creando vida en nuestras plazas y parques, nuestros gobernantes se visten de vivos golems esmerándose en la difícil tarea de arrojar piedra donde antes la savia nos daba sombra, cambiando a los gatos las sombras de los árboles por las siluetas que los coches aparcan en nuestras plazas. Pero es así y nos hacen creer que la palabra Renacimiento está en riña con lo que huele a romero, o a polen en primavera, o a rocío en las mañanas. Por eso, porque vivo en un pueblo sin pulmones he añorado esos recuerdos que habitan en mi mente gracias a las postales antiguas o a las películas de los yanquis.

Y es para preocuparse cuando todos los días, cuando viajo desde mi lugar de trabajo hasta mi casa, veo la inhóspita postal de un Parque Norte que pregonan se abrirá antes del verano: se abrirán unos miles de metros cuadrados llenos de veredas abiertas, sin árboles que las vistan de laberinto; y no será un parque porque los niños no querrán deslizarse por los abrasadores metales de un tobogán, ni los viejos querrán sentarse a la deriva de un banco sin sombra, ni los adolescentes se besarán en sus rincones porque no habrá ningún recóndito escondite donde camuflarse. Ese es el legado que nos van a dejar diez años de mentiras y de disputas electoralistas. Quizá hubiera sido bueno sembrar árboles que este verano nos dieran cobijo, y no haberlo dejado al abandono de la palabra vacía y del insulto a un pueblo.

Cuando inauguren este novedoso parque seguiré paseando por las plazas de mi Úbeda, imaginando que camino por Central Park o resucitando en mis ojos los árboles que anidaban allá por San Pedro o la Plaza Andalucía; y si el cansancio me pide un momento en la sombra me acurrucaré bajo la espadaña de San Lorenzo que hoy por hoy es lo único verde que da sombra en Úbeda.

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