sábado, 17 de mayo de 2008

La verdad que nos duele


Me traslado a los posteriores días de la muerte de Jesús y me paro un momento a reflexionar: unos discípulos esperando que se cumpla la promesa del que fue su líder, atados de pies y manos permaneciendo atentos a sus sentidos que en cualquier instante pueden dar fe de la resurrección del amado; pasan los días y eso no ocurre, siendo tan vasta la decepción de haber creído las palabras del supuesto mesías que deciden utilizar la mentira para “engañar” a sus semejantes con lo que en ellos es una verdad fehaciente.

Son la mentira, la falacia y el embuste obras humanas repudiadas por la sociedad en la que nos vemos inmersos, aunque negar los beneficios que esta nos aporta espiritualmente en algunas circunstancias sería de tontos. Aún cuando toda mentira se utiliza para conseguir algo, hablo de esa mentira libre de favores materiales o de esta otra que coarta las libertades de las personas a las que se las contamos o esta otra que, aún pareciéndose a la que a continuación describiré, esconde una verdad que debe ser contada a sabiendas del daño que puede causar: estas son las mentiras conocidas pero no es la “mentira”.

La “mentira” puede o no esconder verdades cruciales o de extrema relevancia para el que nos la escucha, pero nos sumerge en ese mundo clandestino donde nos sentimos a gusto; y es tanta limosna la que aporta a nuestra alma cuando la transformamos en parte de nuestra vida convirtiéndola en una gran verdad. Es esa mentira que no le importa a nadie, nada más que a nosotros mismos y que es linimento para nuestra alma.

Esta “mentira” surge cada vez que nos regodeamos de las maravillas del Renacimiento de nuestra ciudad, de sus piedras y sus templos, y nos callamos los veinticinco años de Santa María porque, además de que al extranjero que nos oye no le puede importar mucho, a nosotros nos avergüenza no hacer nada; o, como he leído últimamente, surge cuando un judío superviviente de Auschwitz cuenta lo superficial (anécdotas graciosas, amigos inolvidables, hambre y frío, idas y vueltas, treguas interminables) dando de lado a las vejaciones que su moralidad ha sufrido, porque eso es lo que le duele y no puede volver a meter el dedo en la llaga. Son mentiras que cuentan lo que queremos ser y las repetimos una y mil veces para recrear un pasado que quisimos haber vivido; son mentiras que ocultan una verdad más cruel que la misma mentira.

Y esta es una autoayuda humana de la que no podemos avergonzarnos ni renegar de ella, puesto que, con su innegable capacidad, nos da la paz que la verdad intenta violentar. ¿Quién nos puede decir que la verdad del cristianismo que durante siglos hemos seguido no surgió de la “mentira” de esos discípulos engañados?

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