viernes, 20 de marzo de 2015

PREGÓN DEL CARNAVAL DE ÚBEDA 2015


EL CUERVO
Una vez, postrado de rodillas ante el fiero pliego que aboca al abismo, decidí que llamara a mi puerta. Saqué un trozo de incienso del bolsillo, prendí el carboncillo de mi mesa y el humo que aserraba mi cabeza, con esas lindezas que por aromas lleva consigo, quedamente se escapaba por la puerta, llamando a la puerta del vecino. Ya ni recuerdo la noche en la que sucedió; sólo me invaden recuerdos turbios de alcohol, un fanfarrón en la lengua; y el toc-toc tras la puerta. ¿Quién será?, dije yo. Quizá el sol con su resaca, quizá la luna con su fuerza.
Un lúcido recuerdo, atado ineluctablemente al más corto mes del año: mis ardientes deseos de jinetes polacos me allanaban la senda hacia la taciturna y pestilente taberna del íncubo cantinero. Allá pudieran habitar libros, nuevos mares de tinta con rimas y mierdas; allá pudieran la fama y la belleza coronarme en el bufón real de los fueros cultos y culturales; allá pudiera matar la ilusión de ser docto en proclamas. Y el humo sagrado se escapaba entre los resquicios de mis fronteras; el humo tan mío y con su nombre. Lebonah, incienso puro de mi infancia, de mis principios y mis comienzos; quedaba sin nombre: no existía.
Yo, que había vagado por la oscuridad y la soledad: el silencio; paseaba sin desmayo por los abismos a donde llegaban los ecos ingratos de la sátira y la ironía. Paseaba como siempre, oscuro y solitario; y en ese impasse ante el espejo, mientras preguntaba a mi reflejo por la pasión desmedida por la cobardía, oí los golpes sin dueño que aporreaban los cristales de la ajada ventana. Será el viento del Norte, pensé yo, que viene a pregonar la primavera con su partida. Y con un cigarro en la boca, y un chisquero en la mano; me abalancé sobre el pomo de la lumbrera que en la noche brillaba de pura negra.
Sin asomos de reverencia, sus alas libres ventilando la estancia, su pico mordaz escondiendo el graznido; un cuervo zaíno y tolondro puso a posar sus patas sobre el busto de la inteligencia y la sabiduría que presidía mi alcoba. ¡Criatura del diablo, sal de esta casa!, apelé a la fantasía de que los animales tuvieran entendederas humanas. La fresca seda de las cortinas danzó de la mano del viento tenaz que se colaba por la ventana, la pequeña pira que derretía la cera sobre la mesa titubeó. El cuervo, tras los espasmos efectuados en la contemplación del nuevo hábitat, púsose a picar sobre la frente de tan sabia sabiduría. Y acostumbrado, como estaba, al canto de los vencejos sobre las plazas moradas de amaneceres nazarenos, no tuve otra respuesta que el miedo hacia lo extraño y lo desconocido. Aquella sombría ave, ahora me miraba con sus anaranjados ojos, invitándome a una conversación inexistente en la razón y pendiente en la imaginación.  
-          ¡Oh, mística criatura de plumaje negro! Sombra de brujas y muerte; pozo de risas y llantos. ¿Cuáles son tus intenciones? ¿Cuál es tu nombre? ¿Acaso yo te invoqué?
Y la criatura dijo: “Carnaval”.
Y así me fui acercando hasta la mesa, venciendo la distancia que me había separado de ella, mientras el cuervo me observaba con sus traviesos ojos iluminados en la oscuridad de su penígero cuerpo. Me sumergí en el delicado mar del papel, intentando describir lo que los tácitos graznidos del negro cuervo despertaban en mi conciencia. La noche, a su lado, envuelta entre las luces y las sombras que iban y venían al compás del viento y el fuego; fue maquillándose con mágicos segundos eternos. Nada permanecía ya sosegado, tal y como había sido hasta siempre. Los fonemas, que habían surgido continuamente ajenos a la rima, nacían ahora armoniosos y musicales, perfectamente encasillados en octosílabos, endecasílabos y versos libres. De las tinieblas escondidas en las paredes, fueron surgiendo bemoles, corcheas, blancas y negras que viajaban entre las cuerdas de una guitarra, que dejaban sus equipajes en la atorada mente de un humilde aprendiz de escribiente. Y la pluma me maldecía, celosa de que mis atenciones estuvieran embarcadas en la góndola que el ave trajo consigo.
-          Serás ave de paso, viajera en un descanso, que te has posado entre estas paredes para coger fuerzas y seguir con tu camino. Pero estás dejando en mi alma la adicción a tu presencia, aun mucho antes de que te hayas ido. Son verdes, los campos verdes, salpicados de los seis colores restantes del arcoíris, los pastos que sobrevolarás con tu tétrica silueta; y has decidido descansar, entre el silencio y la soledad que reina en mi casa. ¿Qué buscas? ¿Qué manjar puedo procurarte?
Y el cuervo dijo: “Carnaval”.
Y así, plegado a la quietud inmensa que trajo consigo, el ave mora en mis adentros a través de su mirada. Si silencio es lo que muestra, a mi alma sólo le entregó con él, desasosiego y ansiedad en su presencia.
“Habita sombra entre mis casas, queda en paz sobre esa inteligencia decapitada. Haz de tu graznido, alimento para el eco perdido en las paredes. Yo te abrí la ventana, sabiendo que te mimetizabas con la noche, y que harías de mis noches tu morada. Habita entre mis casas, en la cocina o en la solana, allá donde un verso se escriba con requiebros de guitarra. Quédate en mi vida, cuervo ingrato; otras almas lo reclaman. Si tanto tiempo pasas a mi vera, si tanta muerte le donas a mi vida, si tanto olvido quieres imponerme… habita entre mis casas, no tengas prisa: tu marcha, por más deseada que sea, nunca pondrá un remedio a tu venida.”
Y el cuervo dijo: “Carnaval”.

 WILLIAM WILSON
Permitan que, por el momento, me presente como William Wilson. La página inmaculada que tengo ante mí no debe mancharse con mi verdadero nombre. Pienso que para que sea carnaval no hace falta que nazca febrero, las fechas son una invención para atar al hombre a la presencia del tiempo. Mi primer disfraz vino con la Navidad, a la pronta edad de no tener conciencia, en casa de mis abuelos, antes de que sonaran las doce campanadas de un año ignoto para la memoria. Aquella imagen virtual de un niño vestido de viejo, con un bigote, unas gafas y una boina es el único recuerdo que tengo de haber vivido disfrazado sin un sentido claro y definido. Todo lo demás tuvo su sentido: me disfracé como cualquier niño en las calles de mi barrio: de bandolero siempre que lo indios estuvieran persiguiéndonos; de estrella futbolística para marcar infinitud de goles en la portería sin redes de cualquier cochera; de pirata con parche en el ojo, escondiendo los tesoros más preciados que se pudieran esconder: un mapa sin recompensa, un trozo de mármol brillante o la correa que usarían los contrarios para molernos a latigazos una vez encontrada. Todo disfraz tenía su sentido: el juego y la imaginación. No recuerdo el carnaval vestido del frío de febrero. Ni siquiera en el colegio nos obligaban a aprehenderlo. Nos dejaban libertad de elección, y yo prefería seguir disfrazado de niño al que no le gustaban los maquillajes, los tules y los complementos.
He sido un niño de ese carnaval, y no conocí más plazas y calles que las de mi imaginación; hasta que me encontré de frente con el carnaval que hoy vengo a pregonar. Fue en la única cabalgata que anduve de niño, y, aunque disfrazado de zombie, mi disfraz era una idea y una crítica que un niño de once años gritaba y denunciaba de esa otra manera que la sociedad me permitía. Era un niño de once años que, mientras sus amigos de grupo iban y venían por las aceras asustando a los más jóvenes y a las niñas, iba mostrando una pancarta en la que enunciaba la causa de mi muerte, que no era otra que la subida inmoral del precio de la electricidad. Ese fue el único carnaval de febrero de mi infancia, al que despedí en la plaza 1º de Mayo al son de una chirigota que se disponía a cantar las primeras coplas de aquella fría noche.
He sido un ser despreciable, enemigo de actitudes vanas y profanas. He vilipendiado a mis amigos por el simple hecho de entregarse al sonido del bombo, la caja y el pito de caña. Me he reído de ellos y de sus malas voces cantando las trovas celtas de la Puerta del Sol. No entendía sus cuernos en la cabeza, ni sus pinturas de guerra, ni sus viajes carnavaleros al centro de la ciudad; y por ello los despreciaba y los ninguneaba, porque aún seguía pensando que disfrazarse era hacer el paria y desaprovechar las oportunidades que la vida te brinda para realizarte como una persona de provecho y decoro. El carnaval estaba vacío, era un campo de batalla devastado por los fuegos de tanques y aviones, donde yacía el cuerpo sin vida de la infantería. Sus chistes no me hacían gracia, sus críticas caían en saco roto, su alegría sólo era comparable a la de un payaso tonto y triste.
Era parte de una sociedad que había vagado entre la censura y el miedo, y había aceptado que las manifestaciones con las que se erguía de nuevo el carnaval, traerían lasitud y atonía a las nuevas generaciones, entregadas al intenso trasiego profano que volvía a cerrar tabernas y antros nocturnos. Yo, William Wilson, que me venía al mundo mecido entre letanías de lamentos y tambores, tan distintas, entendía, a los requiebros de guitarra y al platillo; osaba pensar de esa manera tan retrograda y anacrónica, siendo censura sin haber sido objeto de ella. Y mi mal provenía de esa costumbre española de criticar todo lo que no comulgue con nuestros credos e ideales.
Cultura de estraperlo, culturilla que no era merecedora ni tan siquiera de estar impresa en panfletos y libretos. ¡Qué derroche de papel y de tinta malversada! Empezaba a seguirla para detestarla, ahora sí, con argumentos basados en la experiencia y la observación. Dejé atrás el barrio para civilizarme con nuevas amistades y ambientes, y no tuve más remedio que chocar de frente con la retahíla de coplas y disfraces que iban mendigando, como siguen haciendo ahora, por bares y discotecas, aplausos y risas. ¿Pobre recompensa? ¿Baja autoestima?
Duró lo suficiente nuestro encuentro, ahora no sé ponerle tiempo. A la par que fuimos respetándonos, al fin y al cabo formábamos parte del mismo detalle del pueblo, entendía los motivos por los que alzabas la voz y, con ella, tu canto. Una noche, de febrero, por supuesto; me acompañó hasta casa un hombre recién hecho, que se presentó como William Wilson, pongamos que también se llamaba así. Tenía rasgos parecidos a los míos, era su sombra metáfora de la mía, y tenía la virtud, siempre he pensado que esa capacidad más que un defecto es su contrario, de hablar tan quedamente que casi susurraba. Siempre aparecía en las noches del mismo mes, durante los años suficientes para no recordarlos, tras alguna sesión de carnaval de la bohemia ubetense; me hablaba de carnaval, de las agrupaciones que yo había detestado, de disfraces que dejaban atrás problemas, penas y sufrimientos, de la oportunidad que brindaba el carnaval al vulgo para bien sonreír ante las adversidades, bien rebelarse contra ellas; me hablaba de la afición compartida por la escritura y la poesía, y el papel en blanco camuflado tras las cocheras de ensayo, dispuesto a ser manchado con la verdad de la vida que sólo podía escribirse en carnaval; de esa literatura llana y espontánea que llegaba a todas las mentes y que tan obtusa me había llegado a parecer a mí. Eran tan dulces sus insinuaciones que incluso llegué a pensar en tirar por la borda largos años de ataques contra esta fiesta profana. Aquel William Wilson desapareció en la bonanza de su mismo advenimiento, y no volví a verle hasta aquella imborrable noche.
La misma en la que me miraba en el espejo, inquiriendo a mis adentros una respuesta a mis dudas. En el reflejo del cristal vi cómo se abría la puerta y la figura de mi semejante se acercaba hacia mí. Y al igual que siempre, su susurro inquietaba mi conciencia y aceleraba mi turbación. Harto de volver a verlo, rompí en mil pedazos el espejo que nos reflejaba, y con un retazo de hielo abrí las entrañas de aquel William Wilson pérfido y petulante.
Desde entonces sólo he vuelto a mirar un espejo cada año. Su reflejo me ha entregado un elegido, un constructor, un soldado, un mayordomo, un maya, un artista, un ladrón, un duende, un fantasma, la muerte. Como cuando era niño y jugaba en las calles a ser mil personajes. Entonces, con aquella bendita inocencia, no necesitaba disfrazarme para sentir el carnaval. Ahora, bendita locura, necesito ser carnaval para no dejar de ser niño.

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Buenas noches, bienvenidos. Carnavaleros todos.
Y yo pensaba que esto sería como el pregón de mis sueños: que habría estado en la puerta del teatro, saludando a todos los presentes y recibiendo los parabienes y ánimos que con toda la sinceridad, o no, posible, saldrían de sus gargantas. Llevo una hora en las entrañas del teatro, con la única compañía de tres personajes carnavaleros que, en mala hora, propuse para presentar a este humilde orador. Uno Viedma. No he conseguido hacerlo callar; que si el disfraz es un poco soso y “acarnavalero”, que si Edgar Allan Poe no hizo nada por el carnaval ubetense como para darle este rendido homenaje; que el decorado es demasiado pobre pues unos simples libros no pueden dotar al espacio escénico de vistosidad febreril y empaque comparsista; que el maquillaje es demasiado pálido para pregonar una fiesta tan colorida y coloreada. Este Viedma, siempre en los detalles; como si el pregón debiera de tener la categoría que a las comparsas ubetenses se les presupone y se les requiere. El otro, el Canorras. Nada más que metiéndome prisa y celeridad; que tiene ensayo con la tuna, que no nos podemos acostar tarde para estar mañana a pleno rendimiento en la final, contándome que no sale en la Gracia porque sería disputarle el puesto al Sito y, eso, son palabras mayores; siempre con sus cosillas. Y el último, el Boni. Que le han traído de Madagascar unos lémures que con el mueble del cuarto de aseo quedarían muy bien, que posiblemente el próximo año tenga que perdonarle, que lo mismo vuelve con la comparsa de sus primos, que lo entienda, que es mucha la presión, que lo mismo cuando termine carnaval se apunta por fin al gimnasio. Los mismos chascarrillos de siempre, los mismos que nos acompañan en la infinitud de noches en las casas de unos y otros, a altas horas de la noche, cuando el hambre aprieta y nos apretamos todo lo que el frigorífico de turno nos ofrece gentilmente. Es el pregón de mis sueños, y en él siempre tuve claro que ellos serían los encargados de intentar describir al indescifrable hacedor de estos primeros párrafos. Está claro que uno de los principales motivos por los que soy pregonero, es porque mis mejores amigos son carnaval; y lo son por el carnaval. Gracias, hermanos, por vuestra amistad, por vuestra predisposición y por amar tanto esta fiesta.
Pero a lo que iba. Y yo que pensaba que esto iba a ser el pregón de mis sueños, y me veo aquí: más solo que el cornetín del Santo Entierro. ¿Dónde está la Unión de Comparsa y Chirigotas de Carnaval? Yo pensaba que esta proclama sería como la que se dice en Semana Santa, siendo el protocolo cuasi idéntico. Ya me veía yo en el centro del escenario, serio y complaciente, flanqueado por el ilustre presidente D. Luis Cobo a mi izquierda, y a la derecha, como no podía ser de otro proceder, de Su Señoría; siguiendo la estela, a izquierdas y derechas, cada uno de los directores de las diferentes agrupaciones carnavalescas ubetenses, de mayor a menor longevidad. Aquí, a este lado, el Cano; allí, en el otro, el Lechero; y, sucesivamente, Quero, Koli, el Chinarro, Petos (suelta la cámara), Edu, Troche o Moche, Carlos el Quemao, el Sito y la Sita. ¡Qué plantel, señores! Todos más rectos que el Moyar el año que fue de gitano. Un poquito de incienso tampoco hubiera estado mal. Todos muy serios, mientras el respetable (o sea, ustedes), se iría levantando de sus butacas para oír el himno, sin parangón, del carnaval ubetense: “Y ahora nos vamos ya de aquí, quien quiera que se venga, quien quiera que se venga; pero vengarse no está bien”.
Nada ha sido como en mis sueños sucedía. Sólo me queda esperar a que Santi sea presidente de la Unión de Cofradías. Pero Santi, cucha que te diga, tampoco tengas prisa.
Este año todo han sido prisas, lo entiendo y lo respeto. Pero de aquí no me voy sin que suene la elección del pregonero.

Carnecita de gallina se me puso aquella tarde
cuando me chifló el Facebook:
vi que Manolo Madrid, sin yo hacer ná, puso un mensaje.
Buenas tardes Don Medina, en el móvil lo leí,
la ACCU, se quedó en mantillas;
y no encuentro medicina que me pueda socorrer.
Quiero que seas este año el pregonero y no acepto negación,
y una a una, fui contando cada luna
que quedaba pa´l pregón. ¡Qué marrón!
Pasao mañana, era “pa” pasao mañana,
por mi madre y por mi hermana,
de donde saco la letra, de donde saco un forillo.
¡Madre que me entró cagueta!
Pasao mañana. Vi que era poco tiempo,
igual que el que llevo siendo del carnaval, majareta.
No sé cómo quedará, si le gustará a la gente;
los que fueron antes que yo pregoneros son la leche.
Que sea como haya de ser, ojalá que fuera ayer
y estuviera aún escribiendo.
Cierra Rano el Ideal,
pero deja el wáter abierto.



EL GATO NEGRO
No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Algún día he de morir, no soy inmortal como llegarán a serlo el Litri y Zorrica; ni quiero hacerme dueño de ningún escaño vitalicio, como pretendía hacer Marcos con la presidencia del jurado. Algún día he de marchar y bastante tiempo anduve inmerso en la apatía social propia de la infancia y la adolescencia como para desaprovechar cada segundo vivido sin denunciar y maldecir las injusticias y mezquindades de esta vida. Si se piensa que la nobleza y la bondad pueden arreglar los problemas del mundo, reduciendo los males y las ofensas con su amilanado silencio, sin rumbo erraremos, abocados a la esclavitud y al ostracismo. Y si algún día he de morir, la muerte, antes de sacar mi alma por la ventana,  llamará al portón de mi casa y pedirá permiso para entrar.
La crítica inteligente, la ironía escondida, la sátira audaz: idiomas del carnaval, lenguajes subversivos ante el miasma de afrentas que la vileza imperante nos regala a hurtadillas. La revolución permanente, la defensa de la libertad de expresión y el menosprecio a la esclavitud de nuestras libertades. Tantas veces nos hemos callado, tantas veces las hemos obviado, aborregados en el bienestar de nuestra ufana existencia; las hemos maltratado, vapuleado, vilipendiado. Y nuestras libertades ahí, observándonos, a nuestro lado, como el negro gato fiel que espera ser acariciado por su amo, mirándonos con un solo ojo; huero el otro por los golpes de nuestros silencios. Y qué es el carnaval sino la esperanza de un mundo que observa al vulgo alzar la voz al vuelo y rebelarse contra las miserias humanas.
No he entendido el carnaval sino como el lienzo en blanco donde nuestras apatías y desalientos puedan ser escuchados y leídos. La carnavalización de la literatura, como arma arrojadiza del poeta anónimo y callejero. Y que somos nosotros sino simples vagabundos mendigando una atención a nuestra palabra. A nuestra palabra, que al fin y al cabo es la del mundo mundo.
Recuerdo a mi abuela, sentada frente al televisor, en las tardes invernales en las que solía visitarla antes de irme a ensayar con la comparsa. Me decía: a ver, hijo mío, cuando tienes un rato y te cuento como era el carnaval de mi época. Nunca tuvimos ese momento, por la mierda de tiempo sin tiempo donde nos movemos; pero aunque no diera para escribir el libro que ella deseaba, si sirvieron sus cantinelas para saborear el carnaval de otro tiempo; de ese otro tiempo sin libertad, bajo el yugo de la censura y el despotismo. Me tarareaba, con su voz temblorosa de bella anciana, chascarrillos melodiosos que los hombres y mujeres de nuestro pasado cantaban por carnaval. Canciones valientes que sonaban en los quicios de las casas, y en las calles abajo, plenas de vulgaridades propias de la ignorancia y el analfabetismo. Chistes verdes y canciones para hacer sonrojar a las mujeres eran la sonata eterna de un tiempo en esclavitud eterna. Mi abuela pasaba hambre como cualquier madre con siete hijos, mi abuela no era instruida, como cualquier madre de siete hijos; pero mi abuela cantaba letras absurdas, en carnaval, para un mundo también absurdo. Tanto le debo a mi abuela, como cualquiera de nosotros les debemos a nuestros padres y nuestros hijos. Es por ello, que en este otro mundo también absurdo, estamos en la obligación de evolucionar las canciones absurdas de otros tiempos: absurdas por la opresión y la vigilancia a la que estaban sometidas. Nuestro tiempo, si otra libertad no tiene, ostenta la falsa libertad de usar la libertad para alcanzar la verdadera. No podemos convertir el carnaval en una farsa; no podemos desnaturalizarlo mediante el pasotismo y la inmoralidad impuestos por las redes sociales. Un libro, mi abuela nunca leyó un libro; un lápiz, mi abuela nunca usó un lápiz; libertad de expresión que tampoco poseyó; más que un portal y una calle abajo, oídos para nuestras palabras; carnaval nuestro gracias a sus luchas y conquistas. Demasiado le debemos al pasado como para despistarnos y destruir nuestro futuro.
Por mi abuela, la literatura y los libros de historia nunca he tenido miedo a escribir para carnaval. A pesar de perder amigos emparentados con mi otra gran pasión de la Semana Santa, debido a la escritura de algún verso crítico hacia el nexo que nos unía; a pesar de que mi cuenta de correo un día fuera usurpada por un tal Mohamed el año que escribí la comparsa Alcazaba; nunca he dejado de escribir en libertad y comprometido con la buena moral y la defensa del más desprotegido. Ni siquiera el temor hacia un clan que convive con nosotros, pudo acallar un pasodoble dolido e iracundo. El año que los Pikikis saquen una comparsa, tendremos motivos para asustarnos.
Mentimos confiando en la bondad del mundo, nos confundimos creyendo que los problemas serán siempre ajenos a nuestra casa. Nuestra casa no son las cuatro paredes de nuestra casa; nuestra casa es el mundo y nuestro prójimo es parte de nuestra propia existencia. No hagamos del carnaval una boda sin Eucaristía. A Dios no le gustan los lamentos ni las letanías. No es el típico comparsista dulce e insensible que va perdiendo aceite cual enamorado zorrillesco a la luz de la luna, cantando el “yo me enamoré de ti por culpa de los carnavales”. Dios es más viejo que el mundo, y este no se ha creado en siete días como cantan los tristes profetas. El mundo lo hizo Dios a base de protesta y condena, y es nuestra obligación, como parte innata y creadora de su mundo, izar nuestra voz y nuestros actos en pos de la salvaguarda de nuestros derechos y libertades.
¡Ay, estrellitas del carnaval! Todas las estrellas del cielo sobre vuestras cabezas cayeran, cada vez que una copla sin sentido emergiera de vuestras cuerdas vocales. El compromiso social como carnavaleros debe empezar con un no, en el mismo instante que leáis un pasodoble que empiece con la letra A, y termine con la letra Z. La poesía debe ser camino, y no un fin en sí misma; el arte por el arte, a veces es arte; aquí no, caballero. Y para aburrir o denigrar a la inteligencia del mundo, ya existen artificios como Mediaset, el disco de Paquirrín o un mitin político. Y amén con vosotros también, pueblo sabio y libre, jurado feroz de las trivialidades en las que solemos caer los quijotes carnavaleros; no os calléis una ofensa ante la ofensa de un repertorio huero.
Vivimos con la compañía de un gato negro, nuestro compromiso social y la libertad de expresión, ahorcado en otros tiempos precedentes. Y no hay otra acción íntegra y honesta que la de acariciarlo, alimentarlo, proporcionarle cobijo y pasear con él por la calle, ya sea el cielo raso o ennegrecido. Sus maullidos son nuestra consciencia, y para bien o para mal siempre revelarán nuestros gritos y, para más vergüenza, nuestros silencios.

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Este pregón es el arma definitiva que Manolo Madrid ha creado para erradicar definitivamente el carnaval. Los astros se han confabulado en contra de esta fiesta. ¿Qué hago yo aquí y el Litri escribiendo el pregón del costalero? ¿Está este mundo en lo cierto? Yo, que lo más parecido a un buen cuplé que haya escrito fueron mis primeros pasodobles. Creo que mi problema reside en el lugar donde casi siempre me he sentado a escribirlos: del wáter no puede salir nada bueno. Incluso este año, cuando todo estaba de mi lado para ser el único que escribiera algo sobre el accidente del caballo del Prendimiento, me quedo sin dar la exclusiva. Envidio los cuplés de Jose Angel, de Poveda, del Lechero y su tropa, del Chirru y su experiencia; envidio al letrista total que guarda Santiago Muñoz en su casa; pero uno sabe cuáles son sus limitaciones y las acepta. El humor es una cualidad de la inteligencia; creerse gracioso sin serlo es un rasgo de la necedad.
Y si no puedo sacar la carcajada, permitidme regodearme en haber podido dibujar sonrisas tontorronas y soñadoras. Aquel “Y lo mejor de esperar el tren es cuando por el andén pasean las muchachitas engalanadas, y con el aire que levanta el trenecito cuando arranca me alegro yo la vista porque, ¿sabes lo que pasa?, a todas ellas las faldas se les levanta”, nos valen mil cuplés, Antonio Tomás. O la Daysi, Maikel; échale risas a la Daysi.
Ernesto Sopena: A MI ME GUSTÓ MUCHO LA DAYSI, MUCHACHO.
Pregonero: OIGA, SEÑOR, ¿QUIÉN ES USTED?
Ernesto Sopena: ERNESTO SOPENA, PARA SERVIRLE. NATURAL DE LA VIEJA, COMPARSA DEL MAIKEL.
Pregonero: SALGA AHORA MISMO DE MI PREGÓN.
Ernesto Sopena: USTED A MI NO ME VA A DAR ÓRDENES. YO HE SALIDO DE CUBA, MI HELMANO, Y TENGO TODA LA LIBERTAD DEL MUNDO PARA DECIR Y HACER LO QUE QUIERA. BASTANTE REPRESIÓN TENEMOS ALLÍ CON EL COMANDANTE CASTRO.
Pregonero: POR FAVOR, NO VUELVA A PONER ESA MUGROSA GORRA EN MI PELO. ME ESTÁ DESPEINANDO. ESTO ES ÚBEDA. HAY SERIEDAD.
Ernesto Sopena: LA HABANA ES ÚBEDA CON MÁS NEGRITOS. ÚBEDA ES LA HABANA CON PEPE ROBLES.
Pregonero: BUENO ESTÁ BIEN. ¿A QUÉ HA VENIDO?
Ernesto Sopena: A DESPOTRICAR DE LA COMPARSA DEL CANO Y A METERME UN RATICO CON EL JURADO.
Pregonero: OIGA POR FAVOR, ESTO ES SERIO.
Ernesto Sopena: LA COMPARSA DEL CANO ES…
Pregonero: SALGA DE AQUÍ.
Ernesto Sopena: Y EL JURADO, ESE CHIQUITILLO DEL JURADO ME LA VA A…
Pregonero: PERO POR FAVOR, TENGO AMISTADES ENTRE LOS MIEMBROS DEL JURADO.
Ernesto Sopena: PUES ENTONCES, SI TIENE AMISTADES, MI HELMANO, MAÑANA NOS DAN EL PRIMER PREMIO, ¿NO?
Pregonero: POR FAVOR. NO PIENSO SEGUIR SU PATRAÑA. YO SIEMPRE HE PENSADO EN LA HONORABILIDAD DE LA GENTE.
Ernesto Sopena: MUY BONITO TE QUEDÓ ESO, MI AMOL. DILE LO MISMO A LOS QUE SE QUEDEN SEGUNDOS MAÑANA.
Pregonero: ESTÁ SIENDO USTED MUY ATREVIDO.
Ernesto Sopena: SÍ, COMO BAJAR A VER AL ALCALDE SIENDO DE UNA ASOCIACIÓN DE VECINOS.
Pregonero: MÁRCHESE, SEÑOR SOPENA.
Ernesto Sopena: ESPERE QUE AHORITA MISMO EMPIEZO CON LAS CHIRIGOTAS.
Pregonero: NI SE LE OCURRA. ¡¡ES MI PREGÓN!!


  
LA VERDAD SOBRE EL CASO DEL SEÑOR VALDEMAR
Andas moribunda, Úbeda, como lo haces en los meses de la nada. Has parido al Dios de la Cuaresma y caes rendida tras el parto, cerrando los ojos y el alma hasta la llegada del incienso. Tus calles, atolondradas, se entregan al frío y al viento, a la lluvia y a la noche, alimentando tu calma con más soledad de la que siempre presumes. No eres andaluza, ni eres castellana; eres una ciudad sin patria, llena de silencios y sombrías meretrices apostadas al calor de las candelas de tus esquinas, rincones y plazas. Siempre te estás muriendo, Úbeda, soltando por las rendijas de las cancelas y ventanas de tus palacios y tus iglesias, alaridos y quejumbres tan frecuentes que, de tan oídas, ya ni son escuchadas. Y cuánto se pierden los hombres, no yendo a tu vela; cuánta tinta se cuaja sin elegías callejeras; cuán solitarios están tus bancos, y tus jardines, y tus laberintos, y tus barrios, y tus piedras. No es que andes moribunda, es que tú misma te matas en estos meses de aguardo sin fiesta que te acompañe. Pero antes de morir, mujer bendita, siempre hay algo que te salva: te entregas sin pudor ni decencia al hipnotismo, sometida al encanto de letanías y chascarrillos escondidos en las trastiendas de las tabernas y bares guardados bajo tu falda.
Te hipnotiza el flamenco rugir del pueblo amargo, te concedes a las dianas del pito de caña y el matasuegras. Dejas de ser Úbeda tornándote en una parroquia sin nombre, con hombres y mujeres sin nombre, enmascarados en la bohemia de vivir sin una identidad propia. Sin repicar de campanas, ni salvas de cohetes para no enfadar a nuestro Bobas; llega carnaval hechizando cada rincón, cada ventana, cada puerta que había estado cerrada al inconcluso invierno. Pero llega quedamente, para acunarte sin querer que te duermas; te va cantando nanas con dulces voces desafinadas y en cuanto cierras un ojo te hace sacar la sonrisa con una ingeniosa trova. Abres las entrañas de tu armario, inducida por las órdenes de mando, y vas alumbrando a todos aquellos canallas que te hicieron, te hacen y te harán tan distinta a como normalmente eres. Vas pariendo litris, sorias, jimenas, copados, petos, calculines, barrancos, sebastianes, pacos, charlies, navarretes, ciris y mil valientes más, que se quedan en el tintero, reinventados año a año en un personaje del cuento narrado en tus calles. No tendrán monumentos, no queda sitio en tus plazas para ninguno de ellos, pero en cada esquina, en cada patio tuyo, en cada calle en la que estuvieran, sus espíritus vagaran más allá de los siglos, cada vez que febrero los cite al carnaval eterno.
Te gusta el carnaval, y así lo has demostrado en el devenir de los últimos años. Ignoro los motivos de la creciente afición al disfraz y a la máscara. Quizá sea, como no me canso de decir, la tapadera con la que ocultar los problemas cotidianos de un mundo en constante cambio, o tal vez la expresión de un hombre más feliz que su precedente; pero no ignoro el auge que, de manera exponencial, ha experimentado el número de ubetenses decididos a inventarse una realidad paralela. Escondes tus volutas, disimulas tus colores, te quedas sin identidad para ser el escenario necesario para cada uno de los actores que salen a tus calles. Ese es el verdadero carnaval; ese y el de tus noches. El carnaval de cabalgata es el aire fresco que inunda mi optimismo.
Así te quedas hipnotizada. ¿No va a ser así? Con tanto color en las calles, con tanto calor en las aceras; abrumada por el olor que trae consigo la felicidad y la esperanza. Así, como tu sábado de carnaval, debería de oler el despacho del médico Mercurio, mientras alguien se asomaba a la ventana, atraído por el ruido y el murmullo de unos rostros ocultos tras la máscara y el antifaz. Te dejas pintar las mejillas y sonríes al cielo sofocada porque, siendo tan seria en tus días, no te acostumbras a verte tan espontánea y visceral. ¡Qué mayor renacimiento que el de tus ciudadanos! ¡Qué mayor hermosura que sus júbilos! ¡Qué mayor conjunción que la tuya con la nuestra!
Úbeda, en carnaval, eres distinta. Te dejas hipnotizar porque así te escondes en lo más hondo de ti misma. Te vas quedando dormida, mientras aprendes a morir en calma. ¿Pero te mueres, o te matan? Si de algo adolece tu carnaval y, por ende, tú misma, es de confundir una fiesta sin dueño, una ciudad de todos, abierta al ubetense conocido y al desconocido, incluso al foráneo prendado de ella; con la posesión que algunos carnavaleros hacen de ti. Tú no eres mi comparsa, ni la otra; no eres de la chirigota, o de la otra. Tú eres un mundo apostado en el alféizar de nuestras ventanas, que espera pacientemente a que se abran sus cristales y pueda inundar todas nuestras casas.
Úbeda, señora austera y sobria. Nueves días quedan para la aurora. Vive esta noche hipnotizada por los desvaríos de tus locos actores y poetas. Ya me dirás como sales de esta duermevela. Ya me dirás si has dormido, o si cuando vuelvas, lo haces muerta.
  
EL POZO Y EL PÉNDULO
¡Qué pena tienen los libros por no tenerte entre sus páginas, pasodoble! Estás hecho de poesía invisible, de leyenda amarga para el paladar de los sentidos. Naces escrito, el papel es la sábana que te acoge en los primeros compases de vida, pero allí estarías condenado a una muerte silenciosa y solitaria que, aunque me duela decírtelo, te llegará irremediablemente, de todas maneras, sí o sí, cuando todo esto acabe. Te concibe la calle, el mundo, sus moradores; eres el resultado del amor y el odio, de la alegría y la pena, de la justicia y la desesperanza; esas son las semillas necesarias para tu futuro florecer. Pero no estás destinado a perdurar, como regalo del carnaval y para el carnaval que eres, te marchas con él, ardes en el fuego junto a la sardina, y te quedas levitando en la memoria de los que te conocieron como un febril recuerdo destinado al eterno olvido. Eres la poesía volátil de los poetas sin nombre, y quedas relegada al cajón desastre de una casa llena de armarios con disfraces envueltos en olor a naftalina. Y no es que no te queden febreros para seguir existiendo; es que se borra la tinta del papel donde debieras ser al no haber oídos que te lean.
Me gusta cuando vienes de medía. Ahí sí eres tú, sin circunstancias; que luego te vuelves un preso de concurso consignado a ser evaluado por la avaricia y la ignorancia. De medía vienes limpio, envuelto en la pureza de una notas musicales que aún no se han manchado con el tizne del mal requiebro y el humo y el alcohol de los ensayos. Vienes nervioso y tímido, tartamudeas en cada estrofa mientras tu hacedor va contando las sílabas componentes de tus versos en los dedos de sus manos. Lo mismo no dices nada que te eriges en el espejo donde se reflejarán todos los que vengan detrás de tu escritura. Me gusta cuando vienes de medía, canalla, y me gritas al oído que vuelvo a hacerme misterio de febrero.
¿Y dónde naces, sino en un rincón de un hogar pobre y humilde de un ciudadano cualquiera con una vida que de sencilla es igual a la de todos los hombres del reino de los hombres? Entre cuatro paredes que rezuman trabajo y sueño, tras un día cualquiera de un hombre cualquiera con horas de trabajo a sus espaldas y en sus manos, en el silencio agradecido que se apodera del nido donde no han dejado de revolotear los vencejos de la infancia. Naces cuando la somnolencia quiere apoderarse de los últimos suspiros del día, y naces porque estos quieren merodear en las fronteras del reino de la inmortalidad, llenando de vaho carnavalero y cultura una casa escondida tras la fachada insulsa que cada mañana ilumina el largo día de esta crisis inhumana que asola la faz de la existencia. Entre paredes sin diplomas, o entre paredes con diplomas mudos que ningunean nuestro pasado. Naces, pasodoble, en cada rincón donde habite una miaja de cultura y bizarría; donde ambas yacen sobre el lecho vacío de coito placentero. ¿Dónde naces sino en la nada de unas manos anónimas y corrientes? Pintores, mecánicos, maestros, autónomos muchos de ellos, conserjes, incluso de médicos, ingenieros, abogados, periodistas y arquitectos que no dejan de ser como los primariamente nombrados; en fin, mano de obra de un mundo anclado en la injusticia y la desigualdad. Eres sencillo porque naces sencillo, oculto entre cuatro paredes de cualquiera de nuestras casas; donde el dolor te azota y el amor te sana.
En mi casa, al principio, eres el viento pinturero que pregona la llegada del otoño. Llegabas en una cinta sin cajeta, como decía la letra de aquel hermano tuyo y mío; como ahora lo haces en un archivo “whatsappero”, envuelto entre el ruido de una mala grabación y rimas de otros lares (no entenderé nunca la obsesión de Antonio Tomás, Maikel y Legaña de meter en la letra de medía de sus composiciones las palabras mar, bahía, barquilla, caleta y otros vocablos evocadores de Cádiz; ¡pisha, esto es Úbeda, y aquí hay que mamar!, valga la redundancia). Y ya no hay mañana sin tu cantinela, sin tu tarareo, sin mis ganas de escribirte. Pero las prisas nunca son buenas consejeras, prefiero pasear contigo en los parques mientras me acarician las primeras hojas caducas de los pocos árboles de la ciudad, entre el renacimiento amargo de tus calles en los días sin nada, acompañarme de ti en mis entrenamientos diarios, verte en el rostro de Gabriel y Daniela, olerte en la cama junto a Toni, ver tu reflejo en los ojos de mis padres. Pero las prisas nunca son buenas. Me gusta soñarte, hijo mío. Fumarme el mundo mirando al cielo mientras encuentro el primer verso que te verá nacer; como he hecho con este pregón que empecé a soñar hace dos meses y comencé a escribir el día de antes de ayer. Un mundo de diferencia entre el sueño y su realidad, marcada su diferencia en la sabia manipulación del lenguaje escrito.
Me gusta soñarte, hijo mío.
Así es la única manera de tenerte.
Cuando te quieres escribir, canalla,
me das la muerte.
Me empujas a la habitación. Ya sea la cocina, el baño, el salón, la oficina, la cama o el patio; allí me empujas con tu fuerza, carnaval, y me gritas, sin yo quererlo, poeta. Y siempre encuentro lo mismo: el péndulo imparable en el que la cortante hoja del pasodoble va acercándose inexorablemente sobre la cama donde tanto he soñado. Me invitas a volver a tumbarme sobre ella y vivir concienzudamente el final de mi sueño. Junto a la almohada, un papel y una pluma. En otro rincón del habitáculo, descubro un oscuro pozo al que la curiosidad me acerca. Está muy oscuro. No se vislumbra su fin; ignoro si está vacío y la mortal distancia acabará con mi vida o, si por el contario, el agua inunda su alma y, aunque sea la que amortigüe mi caída, me postrará a un final más longevo pero con igual resultado. Mientras en estos razonamientos me introduzco, observo como el paso del tiempo hace que las paredes de la habitación vayan disminuyendo el área del cuarto donde estoy. Es una pesadilla, quizá sea verdad; no lo sé. El tiempo sigue cerrando el espacio, ya soy capaz de oler la humedad que despiden sus adobes. El tiempo, sí, el tiempo. Malditas las elecciones que me ofrece. Vuelvo a desplomarme en la cama y, antes de que el pasodoble colgado del péndulo me hiera mortalmente con su acerada hoja, apreso con mis manos la pluma y el papel que me acompañarán en la otra vida; ojalá la haya y pueda volver a entrar en esta habitación tan familiar a mis sentidos. Aquí estoy, pasodoble. Aquí estoy, carnaval.
Me gusta soñarte, hijo mío.
Así es la única manera de tenerte.
Cuando te quieres escribir, canalla,
me das la muerte.



PASODOBLE
Aprendiz quijotesco sin más molino que el propio miedo.
En Macondo un Buendía y en Mágina el viento.
Un viejo marinero y el mar de olivos, el mar eterno.
Chocarrero sin corte ni cortesía, pobre bufón.
Flamenco de garganta revenida.
Actor sin trama ni apuntador.
Borracho de un poema de Sabina.
Un jinete polaco de cartón.
Metáfora del arte en negativo:
no es el remedio a la pena, condena y castigo; es su enfermedad.
Creyente y orador de barro
que el fuego ponga y te quite lo que sea cabal.
Si gané o perdí, tan solo tiene repuesta el destino
y el día de mañana no está escrito.
Soy mi pasado, soy mi presente. Aún soy camino.
Si gané o perdí. Sólo puedo decir que tengo amigos,
que conquisté a mi esposa y tuve hijos.
Y que mis padres ven con orgullo mis desvaríos.
Dejadme entonces ser poeta sin valía,
dejadme entonces apostado en esta esquina
viendo la vida como un triste bohemio con media muerte encima.
Dejadme inmerso en este pasodoble sin principio ni final.
Es lo que valgo y no di para más.
Dejadme soñando otra letra pues dijo el poeta que la vida es sueño.

ALELUYA
Mañana se hará tarde entre copleros.
Mañana habrá una luna amanecida.
Mañana guardarán todo el incienso,
mañana en ningún templo dirán misa.
Mañana hablará por fin la calle.
Mañana el hogar quedará vacío,
con una cama despeinada por la mañana atardecida.
Mañana se nos vacían
los bolsillos para guardar rencores,
los miedos y los artificios.
Mañana el corazón, tic tac,
versos nativos con rima
de la tribu del llanto, de la tribu de la risa;
rima la esperanza, la ira, la furia, el reclamo; la vida.
Mañana Cuba. Mañana Humanos.
Mañana música, perrones.
Mañana cita a las nueve,
correas para escuchar latidos.
Mañana Alemania pobre,
solidaria con sus amigos.
Mañana da lo mismo que nos desahucien,
hay lunas sin fronteras ni compromisos.
Mañana de trapo y polvo,
pasado sin artificios.
Mañana podemos hacerlo,
¿Podemos?, podemos, niña.
Troche, Moche, Petos, Gófer,
Alejo, Edu, Jero, niñas.
Mañana Ideal cerrado,
mañana un Real sin prisas.
Mañana entre alcohol y humo
iremos hablando, vísperas;
de un mañana y nuevos nombres,
de una comparsa advenida.
Mañana el año a la saca
mañana sin mañana a la vista,
mañana sin prisas la vida
quedará en nosotros suspendida.
Mañana, mañana, mañana.
Carnaval, carnaval, carnaval.
El cuento extraordinario y misterioso
que comienza y pone fin con un disfraz.



Un mañana más. Bienvenido.
La oportunidad de estar vivo.
Quiero seguir dando gracias, al destino,
por permitir que muera esta canción.
Que muera al alba y al despertador;
al frío en la cara y al primer calor.
Que muera al guiño del rostro al primer sol del día.
Que muera en un paseo de parque
cuando el otoño me acaricia,
que muera perdida en las letras
de un libro, un poema. Que muera escondida
en los besos del recuerdo,
entre caricias y querencias;
que muera sin matar
al Dios de la vida y las pequeñas cosas.
Que muera, al caer la tarde, en familia y abrazos
o, al anochecer, abierta de nuevo al amor.
Que muera así siempre la trova;
no habrá eternidades que la llamen vieja.
Que muera al besar los errores que he cometido
y pueda olvidar aquello que dejé de ser.
Que muera así siempre la trova;
no habrá eternidades que la llamen vieja.
Esta es mi canción, mi revolución.

He dicho.

Úbeda, 12 de febrero de 2015




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