martes, 30 de enero de 2018

La elección de Febrero


Se acentúa la calle durante los últimos carnavales. La calle; ese concepto del que se han apoderado aquellos carnavaleros que han decidido dejar de participar en el concurso de agrupaciones que durante treinta y cuatro años viene celebrándose en la tablas del teatro Ideal. Se llaman callejeras, también se autodenominan ilegales, las agrupaciones ajenas al concurso; como si en este mundo del carnaval hubiera alguna ley por la que guiar nuestros pasos en la semana que se nos acerca.

El carnaval es imprevisible, no impone trabas a los que son de él. El carnaval es por la gente que lo hace, desde el pregonero que rompe la fila tela que nos separa a humanos y dioses para dejar entrar a Momo en este mundo, hasta el niño que tímidamente se coloca en una de las aceras de la ciudad, con un antifaz de cartón en la cara para ver la excelsa cabalgata. Por esa misma imprevisibilidad ha quedado demostrado que no es necesario la asociación de los carnavaleros bajos las siglas de ningún ente, y mucho menos que un grupo limitado de ellos intenten manejar los entresijos del carnaval ubetense, acordando concursos insulsos con bares y restaurantes en los que el único beneficiado era el empresario, metiendo los bigotes en la organización del concurso de agrupaciones y apoderándose erróneamente de algo que en su principio llegó a decirse que era de todos.

Queda clara la irracionalidad de esta fiesta que prefiere la gandulería al trabajo sistemático, el zarrapastroso reino de la calle al boato del teatro, y la imposición de una semana sin reglas al trasiego de jornadas enmarcadas en un mapa.

El carnaval es un estado de ánimo. Es intangible, volátil, inodoro, inaudible. Tiene tintes de religión. Una religión cuyas virtudes teologales son la crítica, la sátira y la burla; virtudes que difícilmente pueden llegar a unificar a un mundo tan heterogéneo como el de la máscara, el disfraz, la letra mordaz y las vilezas humanas.


Felices vísperas.

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