Se acentúa la
calle durante los últimos carnavales. La calle; ese concepto del que se han
apoderado aquellos carnavaleros que han decidido dejar de participar en el
concurso de agrupaciones que durante treinta y cuatro años viene celebrándose
en la tablas del teatro Ideal. Se llaman callejeras, también se autodenominan
ilegales, las agrupaciones ajenas al concurso; como si en este mundo del
carnaval hubiera alguna ley por la que guiar nuestros pasos en la semana que se
nos acerca.
El carnaval es
imprevisible, no impone trabas a los que son de él. El carnaval es por la gente
que lo hace, desde el pregonero que rompe la fila tela que nos separa a humanos
y dioses para dejar entrar a Momo en este mundo, hasta el niño que tímidamente
se coloca en una de las aceras de la ciudad, con un antifaz de cartón en la
cara para ver la excelsa cabalgata. Por esa misma imprevisibilidad ha quedado
demostrado que no es necesario la asociación de los carnavaleros bajos las
siglas de ningún ente, y mucho menos que un grupo limitado de ellos intenten
manejar los entresijos del carnaval ubetense, acordando concursos insulsos con
bares y restaurantes en los que el único beneficiado era el empresario,
metiendo los bigotes en la organización del concurso de agrupaciones y
apoderándose erróneamente de algo que en su principio llegó a decirse que era
de todos.
Queda clara la
irracionalidad de esta fiesta que prefiere la gandulería al trabajo
sistemático, el zarrapastroso reino de la calle al boato del teatro, y la
imposición de una semana sin reglas al trasiego de jornadas enmarcadas en un
mapa.
El carnaval es
un estado de ánimo. Es intangible, volátil, inodoro, inaudible. Tiene tintes de
religión. Una religión cuyas virtudes teologales son la crítica, la sátira y la
burla; virtudes que difícilmente pueden llegar a unificar a un mundo tan
heterogéneo como el de la máscara, el disfraz, la letra mordaz y las vilezas humanas.
Felices
vísperas.
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