Tengo una caja redonda. No predomina ningún color en ella, está estampada con imágenes de ángeles mofletudos que miran con cara de atribulado aburrimiento. Querubines que alivian su gesto cada vez que abro la caja en busca de algún tesoro escondido en ella. No son joyas, tampoco oro, mucho menos recuerdos. No soy propenso a coleccionar objetos que hayan sido importantes, durante alguna época, en mi vida, o quizá sea lo contario y el poco mimo que pongo en guardar cosas me haga estar equivocado. En ella guardo mis costales, el cinturón de velcro que disimula el ajado aspecto de la vieja faja que también descansa en el abismo oscuro de su fondo, los dos pañuelos verdes, el de quita y el de pon, el nuevo y el viejo, que limpian el sudor en cada mañana de primero de mayo; una vieja faja blanca que ha quedado sin uso: no me gusta el blanco, el blanco no aferra; antes también descansaban allí las medallas de mis cofradías, aunque las proscribí porque inquietaban a los querubes y, a cada instante, se creían en Cuaresma y se alegraban la jeta para luego enfadarse por la infructuosa interrupción del descanso; ahora las tengo colgadas de una cruz, la tres: la azul, la granate y las rojas, a la salida de casa, a mano, porque cada mes, por lo menos una de ellas, sale a pasearse en alguna misa mensual. Ayer acrecentaron, los ángeles, el tedioso gesto. Abrí la caja por última vez este año. Los costales, que han servido para ensayar y portar a Jesús Sacramentado en su día grande, estaban limpios, doblados y dispuestos a descansar hasta, por lo pronto, el ensayo solidario del próximo otoño. Se me aburren los ángeles. Me aburro yo con esta tensa calma de los veranos calurosos llenos de moscas inmisericordes y los quince días de asueto que no dan para templar la ansiedad por la llegada pronta de tiempos más civilizados y más civilizadores. Empero los ángeles se han pasado la noche en vela, oía el aleteo inquieto de sus preguntas: porque ayer no se cerró la caja. Empujaba y empujaba y la tapadera no encajaba y el viento se negaba a añejarse y el olor metafísico de la arpillera buscaba aliento, vida, latido, palabra. Se ha cerrado a medias; se ha abierto a medias. Y los angelotes tan dichosos.
Así la he dejado, sobre la librería preñada de libros mal encasillados y apuntes poco estudiados; en el cuarto de los juguetes donde Daniela se empeña en tener una cocina, un aula de clase, un rincón de lectura y un rinconcito para esconderse cuando el tiempo la crezca. Una rendija, a modo de sonrisa, se dibuja en la superficie curva de mi caja. Y como ríe, huele a incienso, suena a banda de cabecera, arrulla con raso de capirucho, sisea con un racheo de costalero, despierta a golpe de llamador, acalla los ruidos del hogar con el silencio del Silencio; y como ríe, como ríe mi caja, sé que se ha quedado abierta para agrandar las vísperas que me han regalado.
Era cuestión de tiempo, dependía de que el día preciso despertara con el canto del gallo rojo. Ya se auguraba en las cristaleras donde se refleja el Este en el trecho de camino de casa al trabajo, en el piar mañanero de los vencejos que se cuela entre los auriculares y el oído, en el viento fresco acariciando la piel y pintando una lágrima sobre el ojo izquierdo, en las tardes de antes de ayer cuando aún era apacible leer sobre el valle del Guadalquivir al aroma de un café expreso, en el deambular sordo de la gente en la Plaza Vieja al compás de Sigur Ros y el traqueteo del tren de las 6.27; y otra vez el aroma del café. Era cuestión del tiempo verse imbuido por él de unas ganas inmensas de pensarte, de imaginarte, de escribirte. Era cuestión de tiempo. El tiempo llegó. Te quedas conmigo. En mi cajita abierta por vísperas, estampada con unos angelotes que, apoyando la mano bajo el mentón, me traspasan con el sueño inmerso en unas miradas que desembocan en un futuro no muy lejano, cuando a la luna de Parasceve le falten cuatro días para alumbrar.
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