PRÓLOGO
Hágase en mí según tu voluntad. Hágase en mi la
paciencia para deambular entre este océano de extrañas certezas que soplan en
este destierro. Me entrego fiel, rendida, servicial a la contemplación
silenciosa, a la oración perfecta que perciba el verdadero encuentro contigo,
mi Dios, mi Señor, mi Anhelo. Cierras mis puertas para abrir las tuyas,
enséñame que hay otro camino, el verdadero camino que me arrima a tus
cercanías, una senda de letanías, de bisbiseos y persignaciones que no se perderán
entre el jaleo de lo extraordinario y el júbilo callejero abierto cada Domingo
de Ramos. Tus puertas, las mías, las abres y las cruzo.
Hágase en mí según tu Palabra, he aquí tu esclava. Me
entrego al bálsamo de tu Verbo, al frío tacto de un reclinatorio de iglesia
mientras calientas mi Fe con la candela de tu aliento. Recuérdame que hay otro
Evangelio, negro sobre blanco, que calmará mi sed cuando llegue a Ti cansada,
tras perderme entre las calles abiertas de mi memoria buscando ese evangelio de
cera y madera, de incienso y lamento, ataviado del jaleo de lo extraordinario y
el júbilo callejero abierto cada Domingo de Ramos. Mis palabras, tu Verbo, las
dices y las escucho.
Hágase en mí según tu silencio. En él quedo rendida
cuando las dudas me asaltan, cuando desfallezco ante mis obligaciones y me
olvido de dar el Amor que soy a lo demás. Me agarro a su quietud, a su calma y
divido las palabras de mi Credo en infinitas jaculatorias que siembren de
Esperanza este tiempo asolado y en derribo. Enséñame a gritar sin reserva las
enseñanzas en tus silencios escondidas. Quedo mirándome cara a cara,
compartiendo contigo el Pan y el Vino en el cenáculo, acompañándote en todos
los dolores, burlas y escarnios de tu Pasión, bajo la Cruz de nuestra
salvación, preparando los ungüentos y perfumes de tu entierro, esperando
confiada en tu Resurrección que no vendrá ataviada del jaleo de lo
extraordinario y el júbilo callejero abierto cada Domingo de Ramos. Tus
silencios, mi camino, me lo marcas y lo sigo.
Pero yo tengo una lengua de trapo, una piel que se
eriza y unos pies que se cansan, y aunque este alma que te habla ate mi vida a
ti, tengo miles de cicatrices con forma de pecado, que se cerraron en cada
encuentro con ese Dios que se desciende a esta ciudad cuando el olivo descansa
sus brazos, los vencejos bajan a beber agua de las fuentes en los atardeceres y
se cubre de juventud el Aznaitín.
Yo tengo una noche azul y blanca que empieza a
oscurecerse a las seis de la tarde, al compás de la sombra que crece sobre la
torre del reloj. Yo tengo unas zapatillas blancas pintadas con sal y cal, sal
del barrio de San Lorenzo y cal del callejón del Pozo, que zapatean, desde su
cárcel de madera, al compás de una salve misericorde y el quebranto gitano y
nazareno que entonan los vientos de Mágina. Yo tengo una luna loca que me
espera sentada en la muralla mora, vistiendo con blancos tules su cara oculta,
como una novia plantada ante el altar esperando cortarse el cielo con la figura
tintineante de un palio. Yo tengo un confesionario de terciopelo donde se
quedan los pecados que guardo en los bolsillos, purificados a golpe de madera.
Yo tengo unas calles por andar, donde se escuchan eternamente en el silencio
del tiempo, los golpes de la forja sobre la acera, el llanto de un niño en brazos
de su madre, la pregunta de un niño de la mano de su padre. Yo tengo un aire
revoltoso escondido en la esquina jugando a llevarse las sombras que surgen
desde lo absoluto. Yo tengo las cuentas de un Rosario en el péndulo perfecto de
una bambalina, rezadas en un balcón entre varales al que se asoma la belleza de
Luz Divina. Yo soy de una tribu penitente que vive en perpetua anacronía,
convirtiendo la existencia en Lunes Santo,
por más que el calendario tache sus días. Yo vivo en el zaguán de
aquella cuesta donde el torrente de agua se crea en vino, y sordo de saetas
enloquezco, y sin el rechinar de dientes deliro. Yo tengo costalero de
apellido, mi madre es una faja de clausura, mi padre es un costal arrepentido,
muero y resucito a media altura. Yo tengo al cruzar la Consolada, un verbo
herido sin conjugación, ocurre cuando escucho sus palabras, rozando el dintel
de Adoración. Yo tengo un cuerpo rociado de molienda, cuando el palio eclipsa
ya la cruz, y Ella rebuscando en la trastienda, manda Belleza, Misericordia y
Luz. Tengo un zanco traicionero, quiere quedarse en la puerta, y roza indeciso
el suelo porque quiere dar otra vuelta. Como quieres que me entregue, a este
tan largo destierro, si llevo dos años muriendo sin mi Gracia y su Consuelo;
que está el claustro preñado de niños oliendo a incienso y una Virgen callejera
que llora por ver el cielo.
OREMOS
Acógeme entre el
primer cirio que te ilumina y Tú,
María. En el espacio sin distancias,
donde no existe el tiempo; en el
vacío insondable donde guardas todas
las plegarias del
mundo. En la gravedad
infinita donde recoges la
Amargura, las Penas y Lágrimas que
derramamos, los Dolores que
padecemos; en la habitación sin
ventanas donde reside la verdadera Soledad, a veces tan
necesaria; entre la primera luz y tus ojos, en esa Paz auténtica, donde no
tiene significado la Angustia;
donde oscilan en tu
Rosario las virtudes de la Fe, la
Esperanza y la Caridad; en la Concepción del Verbo, donde
ilumina el Amor, nuestro único
Auxilio. Entre Tú, María de Nazaret, y la luz del primer cirio de tu palio, donde se contiene todo el Universo. En ese espacio
me reclino, Señora, acógeme en tu Gracia y llena de humildad mis palabras.
SALUDAS
Señor Arcipreste de la Ciudad D. Antonio Vela Aranda,
Señor Presidente de la Agrupación Arciprestal de Cofradías y Hermandades del
Arciprestazgo de Úbeda, Don Juan Tito Navarrete, Señor Presidente de la Unión
de Cofradías de Semana Santa de Úbeda Don Felipe Torres Villalba, Hermanas y Hermanos
Mayores de las Cofradías y Hermandades de Pasión, Patrona y Glorias, Pleno de
la Unión de Cofradías de Semana Santa de Úbeda, Señora Alcaldesa de la Ciudad
Doña Antonia Olivares Martínez, Autoridades Civiles, hermanos y hermanas.
Buenas noches.
LOS SILENCIOS
Hay un silencio oculto en el abismo de mi alma. Un
silencio escondido tras el rítmico tictac del corazón; profundo, hondo,
insondable y sibilino. Una nada sonora, una cumbre profunda y oscura que
consume todos los conceptos del sonido. Un sonido inerte, un silencio orgánico.
No es un silencio de sigilosos pasos sobre los
adoquinados escenarios de la ciudad nocturna, ni es el falso mutismo al que la
limpia belleza de la Luna nos entrega en la contemplación de las diáfanas bóvedas
celestiales. No es un silencio de almohada donde la sangre describe el camino
de la vida, ni la elipsis contenida en los versos de un poema. Es un silencio
más fuerte, un silencio más alborotador. Un silencio que viene de Dios, creado
por Él. Un silencio de Dios: Dios.
Actúa como la sombra sobre el asfalto. Asusta por el
tamaño en su nacimiento. Se vuelve amable al compás del tiempo. Desaparece
cuando la luminaria que le da vida se encuentra en su cenit. Se aleja por más
que los pasos no quieran separarse de ella tras la primera cita. Se marcha para
dejarme con la eterna duda, con la firme pregunta que solo encuentra respuesta
en la monotonía de nuevos encuentros.
E incapaz de aprehender tan insondable concepto, lo
humanizo en mi Semana Santa, esta que vengo a pregonar. Dios, el Silencio, la Luz
se acerca en un madero clavada, cualquiera, toda vez que cierro los ojos. Me
anuncia su llegada golpeando las entrañas con un báculo hiriente, con un timbal
destemplado, impregnando con sus ecos cada impulso vital, se acerca como la
sombra sobre el asfalto, como la forzosa inspiración de aire que culmina en una
ausencia de tiempo, en un instante invisible. La vida se desprende del madero y
permanece la muerte de sangrientas comisuras, de húmeda cabellera, laceradas
coyunturas; permanece en mí y todo desaparece por sí. La gubia ese Jesús para
mí, para quedarme a solas con Ellos, para quedarse a solas con Úbeda. Todo
desaparece: la madera, la cera, las flores, sus hombres, sus mujeres, su mortuorio
cortejo, el incienso, las piedras del casco antiguo, las balconadas del casco
nuevo, los globos del fondo y el murmullo que, como el cauce de un río
escondido tras la espesa fronda, merodea en el aire; desaparece el ruido de
tascas y tabernas que, al paso de Cristo muerto, deberían quedarse sin vino;
todo acaba y queda una inmensa oscuridad rota por la Cruz, una infinita nada
que no es nada donde Él muere. A esa cruz se aferra mi silencio, a esa cruz que
se mimetiza con la oscuridad envolvente del cielo lozano de la noche del Martes,
o el firmamento exhausto del comienzo del Viernes Santo, dejando dibujados los
perfiles de un Cristo donde se transfiguran todos los Cristos de Úbeda, todas
las afonías enmudecidas, todos los ruidos inaudibles que envolverán el paso de
cada Dios de madera que cada ubetense tiene engubiado en el alma.
Ese es mi silencio oculto, un Dios de versos y rezos
que se escapa a lomos de dos estirpes soñolientas, que dejan impreso en la
calle el bisbiseo endémico de un pueblo que lleva toda una víspera implorando
estar a los pies de la Cruz.
LAS VÍSPERAS
Al todo lo acallan las vísperas. Unas vísperas que
anuncian su llegada como aquellos Juancaballos de leyenda. Allende nuestras
fronteras regresan los quejidos del attrezzo de esta escena escrita que volverá
a estrenarse inevitablemente entre las murallas de esta capitana de vientos y
olivos: la zapatilla y el beso y el beso y la madera, el suspiro de la
arpillera cediendo al lozano amor de la trabajadera; los lamentos de trompeta,
los corros de hombres buenos escondidos en cualquier plazoleta; cornetas de
eternos niños anunciando que viene el Hombre a lomos de la Cuaresma; los
tambores, sus redobles y los redobles del silencio, y el tiempo eterno prendido
entre dos notas de timbales altaneros; la tela rajada, la tela compuesta, la
tela planchada, la túnica en la puerta; tronos crujiendo de miedo, los palios
¡fuerte y al cielo!; la cera que arde en el templo, el templo que huele a
incienso, las flores engalanando altares, altares que añorarán a los muertos; el
tilín de la campanilla anunciando en la calle al Verbo en labios de algún
penitente con un Vía Crucis al cuello; el canto de todas las lunas mientras que
mudan su atuendo, hasta que llega la novia e inunda con su silencio la bóveda
del paraíso que albergará el Evangelio.
Pero que enmudezca todo, si las vísperas que hoy
languidecen solo son artificios para disimular las carencias de una sociedad
laxa, ajetreada en las cosas que no son de Dios, aumentando así la distancia
entre el Verbo y la carne. Callen sus racheos las zapatillas de esos costaleros
perdidos en las sendas y caminos donde no ha predicado Cristo; callen sus
compases los músicos cuyas notas musicales se escriben fuera del pentagrama
donde la palabra de Dios rehíla los sonidos; callen los lamentos si no son los
reflejos del corazón y sus latidos de un mundo en duelo por la Pasión y Muerte
de nuestro Señor; callen los tambores, los bombos, la tañidos de campana, si no
creen en la Resurrección del Hijo del Hombre que concederá sentido a la
tragedia anunciada en sus repiques; callen sus cantos los vencejos que
principian a volar sobre nuestras calles y plazuelas, no solo a volar deben
aprender de sus mayores, sino a entonar los Aleluyas que acompañaran a la
Semana Santa en nuestras calles; callen las oraciones exhortadas hasta el
paroxismo cuando ni siquiera se han filtrado en la conciencia; que se callen
las calles en las noches de Cuaresma, se está abriendo un Sagrario dorado de
piedra etérea y plateado de olivos viejos y bronceado de arcilla tierna. Que
callen, Mari Tere, tus vísperas, las mías también, y las vuestras. ¡Que callen,
por Dios que callen, si no estremecen sus signos el Silencio que nos grita en
los adentros!
LA MUERTE
He muerto.
He muerto de tal manera que no puedo reprocharte nada.
Con el alma en tus vientos y tus vientos llenando mi ausencia. He muerto, sí,
muerto como en mis sueños: con la certera sensación de haberte legado hasta el
último resquicio de mi casa; no había otra posibilidad de hacerlo desde que te
juré aquel amor eterno que espero hayas recibido. A cambio de esta muerte, mi
amada, he obtenido todas las primaveras que florecían en todos los días vividos,
porque mi vida ha sido siempre una espera esperándote, con un ramillete de
flores en las manos y una proposición de amor por hacerte. Y el amor y la
eternidad solo convergen en el delta de la muerte.
He muerto, sí, y aquí reposo, entre estas cuatro paredes,
con una túnica por mortaja y la capa atada a un cuello ya sin palpitaciones:
mudo, frío, yerto. La madera inerte de este ataúd que me acoge certifica el fin
de la Semana Santa que procesionaba en mis venas: se apagó el timbal,
desapareció el cortejo, se extinguió la llama titilante, la ofrenda de mi vida,
ya ni siquiera puedo oler el incienso que ordené quemar en este velatorio.
He muerto. Con la llegada de esta Semana Santa, la
naturaleza nos pone un espejo ante los ojos, como el que refleja nuestra imagen
todas las mañanas; en ella descubrimos, como en los caminos sobre la piel, la
nieve sobre la cabellera y el tiempo contenido en la mirada con la que nos
auto-contemplamos; el paso de la vida que quedó interrumpida. La vida se nos
quedó, como muerta en un sepulcro, en un armario del último Domingo de
Resurrección. Cerramos sus puertas y dejamos, a modo de blanca naftalina, la
esperanza de iluminar sus fibras en un día de Cuaresma resurgida. Esta Semana
Santa es un arrimo irremediable hacia la muerte. Lo notamos en la proliferación
de contrastes que se van acumulando en la conciencia. Sobre esta primavera se
nos hacen menos negros los negros y más mortecinos los blancos, la profusión de
colores con la que Jesús y su Madre dejan huérfanas nuestras calles, se sombrea
con la oscurana que anega el cercano horizonte crepuscular.
En el barro de cada Domingo de Ramos se añadía una
nueva arruga al acopio de gestos esculpidos en tiempo de Pasión. Se amontonaban
los recuerdos en un zurrón que deforma nuestro cuerpo con su peso. Percibíamos
que el río llegaba a su desembocadura al compás de las añoranzas que penetran
la razón. Ser niño, querer serlo, volver a la infancia, es la mayor de ellas:
volver a navegar entre humanos fiordos en busca de una procesión anunciada por
su estruendo, buscando el tesoro de nuevos tonos sobre las túnicas, capas y
capiruchos de los penitentes que acompañan a Jesús; ser adolescente, querer
serlo, volver a la juventud: descubrir el amor, los besos, los paseos agarrados
de la mano buscando a Dios en los callejones. Y resurgían todos en la
contemplación de los niños jugando en la plaza Vieja a ser penitentes con trompetas
doradas y roncos tambores. Es la pureza inmersa en la mirada de mi Daniela,
mirando a cada uno de los nazarenos que pasan a su lado mientras ondea al
viento su pequeña mano, mendigando un saludo o acariciando el raso de una capa
mecida por el viento; es ahí donde he muerto, en la notas del clarinete de mi
Gabriel, las que suenan a Madrugá o a Lunes Santo, e intuyo la eternidad que
separa ese instante y el otro de un futuro muy lejano, donde esas notas de
clarinete alienten el ajado cuerpo de costalero de su padre.
Contrastes que albergan el entendimiento de la vida y
la muerte. Una calle Montiel en las postrimerías del Viernes Santo o en los
albores ya del Sábado de Gloria; allí también se concibe la estrecha frontera
entre este mundo y el venidero. La broncínea penumbra de la bocana al centro
histórico alumbra el hábito penitencial negro de un penitente que sostiene
entre sus manos la barroca cruz de guía, la borla de blanco encaje es la
tétrica sonrisa pregonera del cuerpo muerto de Jesús. Lejano se oirá el repique
de la campanilla con remembranzas de Stabat Mater, mientras un barrio se abre
de nuevo como un útero para alojar en su seno a la Madre de Dios, la
sanmillanera, el consuelo de los albañiles y el destello que prende la llama en
los hornos alfareros de la calle Valencia. Muda de saetas, la Cruz de Hierro es
testigo de la victoria de la vida sobre la muerte. El Evangelio se reescribe a
grito de “¡Ya, es nuestra!”, la Cuesta de la Merced, en pie a pesar de la
diáspora de un barrio horas antes, sostiene a la Virgen de la Soledad que poco
a poco va abriendo de par en par las casas, inundándolas de nuevo con su olor y
su credo. Ya, el cortejo, desarbolado, carece de penitencia y plegaria, el
barrio se adueña de la soledad ante la muerte y la torna en abrigo para sus
hogares, en abrevadero donde saciar la sed de todos los días, en Madre eterna,
Madre en quien confiar alegrías y calvarios. La Soledad es la eterna lozanía de
la tradición ubetense, es la oración que permanece cuando se cierran los templos,
es la imagen que de Dios ha forjado el pueblo para llorarle, implorarle e
incluso cantarle las verdades del barquero. Mientras Úbeda le hace una oda a la
vida en San Millán, la calle Montiel acoge sobrecogida el cortejo fúnebre de la
Cofradía del Santo Entierro. El repique de la campanilla con remembranzas de Stabat
Mater encendió la fragua; el martillo y el yunque empezaron a fulgurar sobre
los tambores y bombos de una banda que truena a tránsito espiritual. Úbeda
desaparece. Ni somos turba, ni parte del enjambre de miradas; ahora, en íntima
reflexión, acomodamos la cansada espalda sobre la fría piedra renacentista y
dirigimos la mirada al suelo mientras cuatro antorchas flamígeras anuncian el
tétrico paseo de la muerte. María de Nazaret abre con su desolación el último
habitáculo de la Pasión y Muerte de Jesucristo, desacomodada en un Misterio
colmado de miradas vacías y vacuas expresiones, y entrega la espada que le ha
atravesado el alma. Acompañando al Yacente en el inmenso páramo desolado de la
Plaza 1º de Mayo, Úbeda camina con las manos en los bolsillos, con desgarbada
figura y corazón desganado encaramándose en silencio a una plaza vaciada de los
ruidos y la algarabía propios de la hora azul del atardecer del Viernes Santo. Desemboca
la muerte en la plaza de la Transfiguración: huyen los ecos de las bandas que
arrastraron guiones de hermanos cofrades dispuestos a hacer posible el milagro
de la Procesión General y se adueña de ese espacio el lúgubre grito de los
timbales del Santo Entierro; aquella plaza pintada con miles de colores de
túnicas, capas, capiruchos, lirios adormecidos, rosas sin espinas,
aterciopelados palios, galas de tambores, dorados de trompetas, plateados de
candelabros, llamas de etéreos cirios, rojos de pirulís, aquella plaza se
mancha del triste negro y del dolor florecido; las renacentistas fachadas de
los vetustos monumentos que sirvieron de descanso para cruces de guía,
estandartes, báculos y hachones, aguantan el peso de las sombras de la noche,
el relente nocturno de la primavera y la desolación del final de la Semana de
Pasión vertiéndose en el corazón de la ciudad. Y todo lo engulle Santa María,
un sepulcro abierto de puertas hacia adentro que va apagando cada vela con el
soplo de su claustro; que sosiega los trasiegos en el trajín de su historia y
le pone fin a la Semana Santa ubetense con un implacable portazo de su puerta
de la Adoración.
Úbeda muerta, Úbeda yerta, Úbeda inerte; entre cuatro
paredes, con una túnica por mortaja y la capa atada a un cuello ya sin palpitaciones.
Ya todo es la nada, ya todo es su ausencia.
LAS
AUSENCIAS
Se esconde y no la busco. Me cita y llego tarde. La convoco
y se retrasa. Y en estos juegos del gato y el ratón afianzamos nuestro romance,
prorrogamos nuestras promesas y seguimos aprendiendo el uno del otro. El amor
es eterno si evoluciona en las ausencias. Como el amor del cristiano que vive
perpetuamente en pena por no haber compartido con Dios los tiempos en los que
se hizo Carne, y habita esa vacuidad con la Caridad de su Palabra, la Esperanza
de su encuentro y la Fe en su presencia tras la Consagración del Pan y el Vino
en la Eucaristía; así me lleno de ti: sin ti; en tus ausencias.
Cuando eres tú y aún no eres tú: te haces penitente de
dorada capa, en la ansiada tarde del Domingo de Ramos, y sales a mi encuentro
al torcer alguna esquina, o al abrirse de par en par el zaguán de alguna
casa-puerta. Con solo entregarme a un anónimo nazareno, abres el cofre de mis
recuerdos, dejando escapar la cálida luz instalada en los portalillos, frente a
la puerta de Juan de Mata. ¿Qué más da lo que nos depare el cielo? Con el
primer nazareno de verde túnica de paño, coloreas el pueblo convocado en la
Corredera con la explosión de la primavera imperecedera, que emana de las
emociones sufridas cada Domingo de Ramos. Eres tú y aún no eres tú, solo se
escuchan tus pasos en las sandalias de un creyente anónimo tras el capuz
blanco, y cada golpe retumba en el silencio de mis adentros, como las de las
manos que llaman a la Semana Santa en el portón de la Trinidad. Eres tú
comenzando a latir tras un hábito penitencial, como el corazón de un niño
recién concebido; aún no eres y ya eres, aún no estás y ya te intuyo; parece
que no eres nada y de repente lo eres todo, alabando con palmas y estruendos
festivos el alumbramiento de un Dios sobre un borriquillo que se empeña en
seguir naciendo a pesar de los tiempos actuales, convulsos e irreverentes. Aún
eres ausencia, en un nazareno sin nombre, y ya confluyen, en la encrucijada
junto a la lonja, una demasía de nostalgias y llantos, tantos como ubetenses
desterrados, con el alma embargada; no han podido entregarse en tus brazos, no
cumplen años, pierden primaveras y ocupan en su memoria, en la distancia, su
sitio en la acera, frente a la Puerta de la Misericordia de la Jerusalén
ubetense mientras la obra de Palma Burgos, el malagueño de Úbeda, el ubetense
de Málaga, comienza a evangelizar la ciudad.
Y cuando estás presente y te has marchado: porque cómo
te explico con esta pluma de andrajo, esa obsesión tuya por quedarte grabada en
cualquier recoveco que acoge tu prestancia. Encadenado a ti, durante toda mi
vida, vago por las arterias de este pueblo de leyenda y, ya sea noble invierno,
ya un zafio y desesperante verano, tu espíritu sale a mi encuentro, recreando
en mi imaginación el paso de tus cristos y tus vírgenes bajo el dintel de la
historia. ¿Cómo te explico? No hace falta codearme con la turba impaciente,
apostada en la calle Gradas, para saber que has estado y los encantos que no he
gozado. Estás pero ya has marchado, cuando llego al Claro Bajo de San Isidoro y
ya solo queda de ti la distancia; pero cómo te explico que solo un beso me
bastó para reconocerte. Parece vacía la plaza y hasta mí llegan los ecos de tus
sones en el espacio abierto de la plaza Vieja, pero te has quedado con un
Cristo herido atado a la columna bajo el arco gótico de San Isidoro. Allí no se
respira aire, allí se abren los pulmones al Desconsuelo atrapado en las copas
de los naranjos; allí solo se escuchan los arañazos del incienso en la caliza
de los muros de la casa de Dios; allí caminan las sombras a cada segundo envueltas
en el color cardenal retenido en los balcones; allí te empeñas en quedarte
enredada. Grandeza la tuya, aunque camines levantando terrazas y bares en las
calles hurañas del Real y la plaza 1º de Mayo, sobreexpuesta a un turismo voraz
y desmandado, reventando callejones con la belleza imponente del paso de la
cofradía de la Columna, alumbrando la noche venida con el sol atardecido preso
en los faroles del trono del doliente Cristo flagelado; grandeza la tuya que
aunque convocas a tu vera a un hervidero de penitentes espectadores deseosos de
tenerte estos días, has sido capaz de erigir bellos inmuebles de arte y oración
absolutos, para vivirlos cuando nos plazca, en las vueltas-esquinas, en las
sinuosas callejuelas, en las cuestas inhumanas, en rincones ensombrecidos;
grandeza la tuya en la Cuesta de Granada, grandeza la tuya bajo la placa de Don
Victoriano, grandeza la tuya en el callejón donde rezan mis monjitas, grandeza
la tuya en los balcones de la Fuente Seca; grande por abrirnos Mágina cada vez
que bajamos por el Rastro y nos ponemos a silbar el “Chato con la nariz” o “los
Voluntarios”; grandeza la tuya, mi Semana Santa, al quedarte impresa de negro y
cardenal, sobre papel de incienso, en la calle Nueva de todas las tardes
soleadas de la eternidad.
Y cuando ya no estas y aún te quedas: sí, te existes;
como un Cristo anónimo, de rostro velado que muerto cae sobre el regazo
universal de una madre y aparenta recuperar la vida en cualquier instante, para
acallar la pena majestuosa y adolescente del rostro de la dolorosa de Nicolás
Prados. Si no supiera que tienes un Cristo Resucitado encerrado en San Nicolás,
podría aventurarme y aseverar que en los brazos de tu Madre es donde se redimen
todos nuestros pecados. Con un puñado de cruces de raso negro te escondes del
ambiente febril que empieza a diluirse desde el Gólgota trinitario a la hora
nona, mientras resuenan en el cielo las Siete Palabras de la despedida. Te
haces recoleta y cercana en la feligresía de San Isidoro, porque no hay nada
más humilde y precioso que el parto de la cofradía y su Angustias, donde la
memoria de Marcelo Góngora abre el balcón y contemplará eternamente su tributo
a tu Evangelio. A la vera de sus gentes, te haces a su imagen y semejanza, y te
muestras como el abalorio que cada uno ha traído de su casa para ser ofrendado.
Surges íntima, brotas bella, y no hay prisas; el tiempo se queda suspendido en
la partitura del maestro de Xátiva. Pero, ¿a qué hora vienes?, que Úbeda está
jugando al escondite, guardándose en los fogones del ayuno y llegas con
izquierdos de flamenco y música que anuncia la mortaja; mortaja para un muerto
son las calles que arropan la Piedad, silencio y frío; y el tiempo sin piedad,
¿a qué hora vienes?, que Úbeda adormece en sus olivos. A ti poco te importa, te
desparramas en la Plaza Vázquez de Molina y frente a la puerta de la Adoración
esperas con lágrimas en los ojos el paso del último Misterio capaz de arrancar
una lágrima de pena y dolor. Por la tarde, en breves momentos, vendrá el
ajetreo de la General, con sus inquietudes; la Soledad que es otra cosa y el Santo Entierro, que el
Santo Entierro es la muerte y la muerte es un vacío de sentimientos. Casi las
cinco de la tarde, levitando esperas sobre la plaza más bonita del mundo para
caer con la gravedad de las emociones que consigo arrastrará un ejército de
soldados dispuestos a pintar en las arterias ubetenses una magistral y
pedagógica Jerusalén de Pasión y Muerte. Casi las cinco de la tarde y cuando ya
no estás aún te quedas en el testamento que la memoria quiere rescatar. En este
impasse de espera, la del bostezo de la tarde, hay una ausencia tuya que
retumbará por más que los años se empeñen en acallar, casi a las cinco de la
tarde una procesión de rasos blancos y cruces negras retorna desde Santa María
a San Isidoro para rememorar la salida, con mayúsculas, de casi las cinco de la
tarde. Porque Las Angustias tiene notas en el pentagrama que solo se hacen
audibles a las casi las cinco de la tarde; porque la sobriedad y el
estremecimiento inmersos en el patetismo de tus Misterios, tienen mayor
esplendor a las casi las cinco de la tarde; porque solo hay un cielo incapaz de
soportar tanto dolor sobre la tierra, el dolor de Ella por Él, como el que se
rompía a llantos y piropos a las casi las cinco de la tarde de las tardes de
aquella Semana Santa que no se quedaba revoloteando como un pájaro despistado
en los tejados de Santa María.
LA BODA
Úbeda es una anciana sentada en su loma. Vestida de
bronce, protege las pantorrillas con unas calcetas color de arcilla y deja
libres al viento sus ajadas rodillas. Con los brazos cruzados bajo sus grandes
senos, moviendo sus piernas entre campos de olivos, cual colegial en su pupitre,
recita coplillas y narra chascarrillos, rociando con su viejo aliento las agrestes
sierras y mansos valles, eternamente atentos a las moralejas escondidas en sus
historias; aunque ellos al mirarla solo vean a una mujer hermosa de talle fino
es sus espadañas, oigan la voz incitante de sus campanas y pequen por desear la
caricia de la acuosa piel de sus murallas. Y de esa mujer eres, como todos
nosotros necesitamos hacernos a cada momento. Ubetense es aquel que anda
preguntándose cómo ha tenido la suerte de nacer en esta Mágina de novela y
responde echando sus pies a la calle, o mirando a través del cristal del hogar,
o regresando cada tiempo a su pueblo, para descubrir una torre escondida al
final de un callejón, o el escudo ancestral sobre el dintel de una puerta, o a
Pepe “el Loro” navegando en alguna calle con sus velas en las manos. Ubetense
solo es aquel que siente la necesidad impetuosa de reafirmarse ubetense
perdiéndose constantemente en los callejones del casco antiguo, o de quedarse
sentado frente al Salvador en las silenciosas noches sin viento, o creer ser
dueño del mundo asomado a cualquiera de los miradores de la ciudad. Y siendo de
esta ciudad, no te queda otra opción que salir a la calle cuando dejas de
serlo; con tus Rosarios y tus rezos, tus cruces de Mayo o en las procesiones
infantiles; apareces en las bocas de tus cofrades en la imborrable noche
atracada en el Santuario de Nuestra Chiquitilla. No puedes quedarte encerrada
esperando a que Úbeda te regrese con la llegada de otro Domingo de Ramos. Tú y
ella, su Semana de Pasión y Úbeda, necesitáis reencontraros cuando nadie os espera
para seguir acordando una nueva cita al amanecer del Viernes Santo. Allí
lleváis siglos echándoos el Amor al hombro y mirándoos como si el tiempo fuera
el padre de una novia que pierde a la mujer de su vida. La oscuridad es testigo
de vuestros esponsales: en tu dote entregas la macilenta luz de las tulipas
portadas por los hermanos de una cofradía que trae comprimido en su guion los
sagrados estatutos de tu idiosincrasia; Úbeda aporta una puerta a la Gloria, un
rinconcito del cielo y un Miserere que, más que tuyo, ya se ha hecho himno de
un pueblo. Ni hay pintor ilustre, ni fotógrafo experto, capaz de plasmar el
acaramelado color que embadurna las miradas de cada uno de los ubetenses
citados para tan magno casamiento. Un color que no es del mundo, solo aparece
en los sueños; es la mezcla de ese todo con las almas de los muertos, que desde
San Ginés regresan para ver al Nazareno abrir las puertas del alma y pellizcar
los recuerdos que afloran como saetas sin voz y sin consuelo. Sé que cuando la
muerte venga a ajustarme las cuentas, serán otra vez las siete de una mañana
serena y un ciego habrá golpeado tres veces la fría madera, pero no hará falta
que abra el Nazareno la puerta, porque yendo al Padre Eterno llevaré toda una
vida de Viernes Santos meleros saboreando la dicha de haberme muerto muriendo
vestido con mis recuerdos, el Miserere por réquiem y en brazos de mis muertos.
LA TRADICIÓN
Regresa cuando
quieras, pero hazlo como siempre, colmando a esta ciudad de bendiciones.
Echa las persianas de los comercios en la calle Nueva, pero no por derribo como
está ocurriendo en esta maldita
pandemia, sino con la abundancia de los días gloriosos de la Semana
Santa. Echa las persianas con estruendo,
cuando los toques de la
banda de la Santa
Cena así lo ordenen, que
no suenen toques
de queda, sino
dianas floreadas convocando a
los penitentes de las aceras. Regresa con tus tradiciones, las de siempre, glorificando
la llegada de los dos días jubilosos que la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo ha marcado a fuego como la tradición de tradiciones ubetenses per secula seculorum. Nosotros,
como los Apóstoles, estamos apostados en
la puerta gótica de San Nicolás, esperando
el santo instante glorioso de la salida del Amor, en la instauración de
la Eucaristía, encaminándose entre calles
ordenadas, a la
noche cuando Úbeda
se transfigura en el Monte Tabor,
la noche que se rompe con la Gloria de
la mañana del Jueves Santo, comienzo por antonomasia de la Pasión ubetense
que desembocará, casi sin darnos
cuenta, en la Resurrección del Señor. Regresa al Jueves Santo oliendo
a pan doble y a huevo cocido de hornazo, despertando la mañana con sones
de corneta vieja. Regresa y llena de verde Esperanza la desolación y el cansancio
que se ha instalado en
nuestra pupilas; regrésate en la
procesión de la historia, de la tradición ubetense, en el desfile altanero y sobrio de
la Oración en el Huerto; y regrésanos a los que estando faltamos
y a los faltan por no estar. Regresa la alegría del reencuentro
con aquellos que llevan demasiado tiempo sin regresar. Hombres y mujeres que
volverán a mirar desde las ventanas de sus hogares, reviviendo en cierta
manera, el calvario que todos sufrimos el año pasado. Ellos, los que no pueden
volver a su tierra, sufrirán de nuevo sin el consuelo de poder encontrarse
físicamente con el Cristo de madera que aman en sus adentros. Hoy me acuerdo de ellos, de los cofrades ubetenses en el exilio. ¡Qué Dios os ayude a beber de este cáliz que vais
a volver a beber! Mi fuerza y mi oración en vosotros.
LA CAÍDA Y
EL CALVARIO
Nos dejaste sin el crujir de las trabajaderas cuando
los zancos volaban hacia los días grandes, nos dejaste sin la música cercana de
las noches de Cuaresma, nos quitaste las baquetas y mazas de las manos y le
quitaste la boquilla a nuestra corneta, nos dejaste sin la voz del capataz, sin
el golpe del martillo, sin el mimo del vocero, sin revirás de barrio, sin el
alimento terreno que suple al verdadero nutriente divino. Nos dejaste cerrados
los templos, celando el nexo de unión contigo sobre altares que se quedaron
esperando todos esos encuentros contigo que te llevaste. Ni la luz pudo
alumbrar los Sagrarios porque solo quedó abierta una rendija por la que solo se
admitía el paso de la tristeza. Nos dejaste un camino hacia el Calvario donde
empezamos a tropezar y en el que aún seguimos cayendo. Como el Cristo de
Benlliure nos tambaleamos ante el peso de la cruz que empezaba a enturbiar
nuestros caminos. Nos observábamos, en las eternas horas que ocupaban los días,
y observábamos al Cristo de Benlliure caminar sobre el gentío de las mañanas de
Viernes Santo, en la soledad de nuestros adentros, cayendo constantemente ante
el desánimo y la desolación de ver como la vida quedaba en suspenso, como la
vida se perdía en los hospitales y en los refugios de nuestros mayores; y
veíamos al Cristo de Benlliure, ese cristo que a veces parece que cae, y que a
otras se levanta, alzarse aún en un dolor inmenso para consolar a las mujeres
que no pudieron despedir a sus hijos, a los hijos que no pudieron despedir a
sus padres, a los abuelos que no pudieron ver a sus nietos; el Cristo de
Benlliure, en su firme decisión de llevar a cabo su misión salvadora, se hizo
presente en el espíritu de los profesionales sanitarios que como el Simón de
Cirene de la pandemia, cogieron firme la cruz que advertía con derrumbarse y
aún hoy siguen aliviando el camino de los que han caído en esta vía dolorosa.
La vida quedó suspendida como se suspende el tiempo entre dos golpes de timbal
de la banda de la Caída, aún estamos esperando que cese esta melancolía
inagotable, esta cruz que nos aplasta, esta amargura de días, que cesen con el
sonido del segundo golpe de timbal.
Te quitaste las sandalias, entraste en nuestras casas y
comenzaste a compartir la mesa con nosotros. Bajaste de los altares, abriste
todos los Sagrarios y te pusiste a barrer los rincones, a hacer las camas y a
alisarnos el pelo al salir de la ducha. Te metiste en los fogones y se hicieron
ciertas las palabras de Santa Teresa. De repente se desnudaron nuestros cuerpos
y descubrimos la base que sostiene nuestra carne y nuestros huesos. Fue de
domingo a domingo, desde tu llegada en una humilde borriquilla, hasta que
abandonaste el sepulcro dejando doblado el pañolón sobre la fría piedra
advirtiéndonos de tu vuelta; de domingo a domingo agarrados a las balaustradas,
llorando sobre unas calles que no podíamos pisar, envidiando el sol que no
podíamos tomar, añorando el aire que no podíamos respirar, apurando cada
oportunidad que nos ofrecían para acercarnos al Dios de la calle que se nos iba
escapando entre los barrotes. El mundo estaba encerrado y la Gloria nos llamaba
con suaves golpes sobre la ventana. Porque, aunque no existías, estabas en la
ingravidez de todos los segundos que existieron de Domingo a Domingo, porque
mirar al cielo era ver el cielo de los días entre los dos Domingos, porque
nadie caminaba y venías tú con tus pasos y tus gentes en las notas de alguna
marcha de Semana Santa liberada desde algún balcón, porque estábamos solos y
venías tú entre redes y nos congregabas al calor de la conversación entre
hermanos. De Domingo a Domingo ocupaste el Calvario ubetense, de Domingo a
Domingo fue como la hora nona en la Calavera de la Trinidad; de Domingo a
Domingo, mirando hacia el cielo, el aliento solo nos daba voz para gritar “Dios
mío, ¿por qué nos has abandonado?”, y ahí estabas Tú en la cotidianeidad de las
rutinas instaladas en los hogares, para calmarnos la Sed de ti, sin mayúsculas,
estabas Tú con tu mayúscula, y lo hacías sin darnos cuenta, como se suceden los
toques de tambor de los penitentes de negro raso en la sobremesa del Viernes
Santo, sin cortes, ni estruendos, como el agua clara de un río del que bebíamos
agua besando la cruz que cuelga del cuello, o besando la cruz veladora del
sueño, o besando la cruz en la frente de nuestros hijos, o besando la cruz a la
que se nos clavaba clamando hágase tu voluntad y no la mía; pero la cruz
ansiada, la cruz deseada, la cruz perseguida, quedó en el Gólgota de la Plaza
Vieja, de Domingo a Domingo, quedó en los versos gastados del Padre Nuestro
rezado en cada lágrima derramada que suspiraba por escuchar de tus labios,
Señor, el bálsamo que cura nuestras heridas cansadas de aquellas Semanas
Santas: todo se ha consumado.
LA BÚSQUEDA
Entre las acuarelas que dejaste olvidadas en mi retina tendré
que buscarte. Surcar el mar de colores sobre los que navega mi memoria para
salir a tu encuentro en esta cita a ciegas donde hemos quedado para
reconocernos. Tienes esa capacidad divina de la omnipresencia del Dios que me
muestras, cuando en cada momento de cada día de cada mes de cada estación del
año te haces presente en los matices que surgen sobre las calles de esta
atalaya llamada Úbeda. Porque hay momentos de Semana Santa todos los días del
año; como las tardes en las que el sol calienta la fría escultura de Juan de
Mata; o los frescos despertares en la plaza de Santa María cuando en la calma y
el silencio, unos pasos lejanos tamborileando sobre las losas me transportan a
la mañana madura del Viernes Santo donde se mezclan los tambores lentos de la
Caída y el tañido lastimero de la campana del guion de Jesús. Te encontraré,
seguro que lo haré, a la caída de la tarde del Jueves Santo, en la Corredera de
San Fernando, cuando el sol, despidiendo el día sobre los lejanos tejados de la
Plaza Vieja, convierta el empedrado en una era sin gavillas, ni sombras de
penitentes con norte en la Cruz de Hierro; te encontraré en los fulgores, en
esos cabos que se deshilachan del cielo buscando corazas romanas como dorados
espejos. Estaré allí presente, mirando hacia poniente atento, hasta que surja
entre tinieblas, en un contraluz perfecto, la imagen de un Ecce Homo, de un
Cristo guapo y sereno, hendiendo con su triste figura la soledad de este
destierro, mientras callan, y al callar matan, las notas de El presidente ha
muerto. Será una Fe inquebrantable, Señor, la que me pondrá un rosario en las
manos y letanías en los labios, y con ellos me vestiré de mantilla de esta
acuarela de Jueves Santo de cálidos contrastes desdibujados con incienso. Te
seguiré hasta que la noche me despierte con su miel en un escorzo del pueblo.
La noche es el diván donde retoñan tus secretos. Pasear
entre las callejuelas de la ciudad, bajo la luz acaramelada de sus candiles,
revuelve en los anaqueles del ubetense toda la entelequia cofrade que guía su
existencia. Es así en las noches de vísperas, al asomar nuestros sentidos al
pertinaz viento preñado de sones que nos avisan y redobles que nos estremecen,
o cuando paseando entre penumbras aparece una parihuela rancia con achaques de
anciano y al rozar su brisa explotan algunas de las yemas que guardábamos
celosamente para el Domingo de Ramos. En la noche, a la luz alicaída de las
candelas, hemos caminado cabizbajos hacia casa con una bandolera el hombro,
mirándonos las manos encallecidas de ilusión y valentía. Hemos mimado la plata,
encendido la cera y trasnochado al invierno. Mañana seremos la sombra de lo que
fuimos, vagaremos cabizbajos con las manos en los bolsillos, será vagar en
plena Semana Santa como si aún fuera la víspera. Y todo a la luz macilenta de
las mil luminarias, las mismas que el Martes Santo endulzan, si más se puede,
el paso quieto y doliente del Sagrario Primero de todo cristiano. Mater mea de
ojos verdes, serás una sombra atrapada en desamparados balcones, en los dinteles
labrados, en las cancelas dormidas. Sin golpes de llamador, sin capataces ni
contraguías, sin rezos bajo el capuz, caminarás sin más mira, de luz a luz de
las farolas por callejones sin vida. Sobria y doliente, sonarán las bambalinas del
palio que aún no luces, te perderás de recogida en los meandros del barrio de
San Nicolás, entre un vacío henchido de incienso se escuchará el racheo
aterciopelado de tus costaleros, tus nazarenos de cola recogida estarán allí
contigo, en la cera adherida en los poros de los adoquines.
En Úbeda se garabatea una procesión allí por donde se
pasee un cofrade envuelto en sueño; en la Úbeda de la noche, la del cirio y la
tulipa, hay una procesión eterna en el blanco y negro de la memoria. El Rastro
del Borriquillo, la Gracia en Juan Pasquau, Costaleros en Corazón de Jesús, ese
Cristo en su Noche Oscura, Lágrimas entre Nadal y Arjona, Santa Cena sobre
Montiel, Prendimiento en el callejón de Santiago, Huerto en la quietud de
Corredera volviendo de la General, Columna por sus Cronistas, Humildad en los
Carpinteros, el Convento con su Buena Muerte, Santa Clara, sin prisas, el Real
y su guion imborrable, la Caída en Santa María, los Dolores y Expiración
subiendo el Calvario de la lonja, la Ancha sonando a Angustias en la General, y
la Soledad que ella trae la noche, y el Santo Entierro que de la noche es
final. Y todo, a la luz macilenta de las mil luminarias que velan este sagrario
de piedra donde oramos la espera. Le instamos, diciendo: “Quédate, porque está
atardeciendo, y el día ya ha declinado.” Y la Semana Santa entró a quedarse
entre nosotros.
EL PASO DEL
TIEMPO
Tengo elegido el traje que vestiré el día del
reencuentro. Está tejido con retazos de lienzos de aquellas primeras citas en
las que aprendimos a amarnos. En la soledad de mi alcoba cuelga tras la puerta,
como cuelgan todos los hábitos de penitencia en nuestros hogares, esperando a
que abran las flores de azahar y nos regresen el aroma vedado estas dos últimas
primaveras. Es un traje de talla pequeña cuyas costuras se adhieren a la piel,
hiriéndola con los recuerdos de la infancia, con las punzadas de zozobra que
sentías en la acera al oír en lontananza el eco de los tambores y que te
separaban de tus padres en una carrera entre el gentío, cuya meta era la cruz de
guía que abría la procesión; es un traje de raso de mil colores, uno por cada
capa zarandeada por el viento que rozaron tus manos escondiéndose de las
enigmáticas miradas de aquellos seres de rostro oculto tras el capuz; el traje
de los recreos donde jugabas a ser penitente de todas las cofradías de la
ciudad entre donceles cofrades de babero y caras lozanas; es el traje que iba
cediendo a las primeras pasiones de la adolescencia, cuando el paladar se
hinchaba en las mañanas de Jueves Santo entre el olor a incienso y el perfume
nuevo de la mujer que apretaba tu mano; o el que te oprimía el alma mientras
sonaba el Miserere a las siete de la mañana, mientras que rodeando con tus
brazos su cintura y apoyando la barbilla sobre su hombro, titilaban las
tulipas, de un guion infinito a la vera de su Nazareno, en el brillo caliente
de los ojos de dos enamorados. Es un traje al que le van sobrando tallas con el
paso de los años, o al que le van faltando las emociones de antaño, que esto de
cumplir primaveras es como viajar en un tren del que se van apeando los
pasajeros y cuando llega a su destino se ha hecho de noche y en el reflejo del
cristal descubres que solo te acompaña la soledad. Un traje ajado y que se va
llenando de jirones por cada palio que vemos perderse al final de la calle, por
cada perfil de Cristo que se pierde tras la puerta, por cada tarde de Domingo
de Resurrección que se clava en las entrañas. Es el traje de nuestra particular
pasión, las certezas ingobernables del destino nos irán despojando de él, como
a Nuestro Señor Jesucristo lo despojaron de sus vestiduras al pie de la cruz.
Definitivamente, contemplar el rostro de Santísimo Cristo de la Pasión, en el
contraste de la noche del Lunes Santo, nos debe servir para atizar las ascuas
de nuestras vivencias cofrades, compromisos y complacencias, y no dejarnos nada
para luego. Él nos llama a callejear entre la angostura de nuestros días, entre
el ruido sosegado de los tambores de la Caridad, de la Esperanza y de la Fe,
nos invita a ocupar un lugar junto a Él, sobre la fría roca de nuestro calvario
particular, embaucándonos con la dulzura de su mirada, y nos muestra todas las
bonanzas que al mundo, al prójimo y, por ende, a nuestro yo, va aportando el
trabajo callado y anónimo del cofrade ubetense. Hoy sin procesión, ayer sin
nada; nos desvistieron de todo esto que
nos rodea, ¿qué nos quedó? Nos quedó nuestra dignidad como cristianos, nuestra
lealtad con nuestros semejantes, nuestra fortaleza, nuestra Fe en Jesús y en su
Santa Madre; el mayor regalo que Él nos dejó: sentirnos Iglesia, sentirnos Amor.
Desvistámonos pues, y hagamos de nuestra vida en unión cofrade, el cuerpo más
hermoso con el que evangelizar. Él nos llama a despedirlo siempre bajo el arco
gótico del Real Convento de Santa Clara, con la promesa de comportarnos como
auténticos cristianos, como auténtico costaleros de la vida: humildes,
generosos y anónimos.
LA REVIRÁ
Mis pasos aguardan en sus zapatos. Aunque parezca que
la nada nos espera acechando fuera cuando crucemos esta puerta, tengo guardados
mis pasos en sus zapatos y una papeleta de sitio escondida en el corazón.
Encontraré las veredas labradas por el paso de las Semanas Santas de nuestro
pasado. Sí, tenemos el derecho de convivir con este nudo en la garganta que no
hay agua bendita capaz de aclararlo, es nuestra esta tristeza pandémica que nos
aboca a una desolación moral de tinieblas sin estrellas y hueros amaneceres,
pero también estamos ante la exigencia espiritual de estar en paz con el
cofrade que nos ha escrito la vida. Tenemos el deber de echar los candados de
nuestras casas y despojar de sus trancas las cancelas que guardan las calles y
estrenar ropajes nuevos cuando despierte el Domingo de Ramos; tenemos el deber
de mancharnos las manos con la pringue de un pirulí de caramelo; tenemos el
deber de esperar a que prendan chisca a los fuegos de artificio que arderán en
el reflejo de nuestra memoria; tenemos el deber de comprar arrezú de a euro el
corte, que nos dure el tiempo preciso que tardan en llenarse las plazas en la
noche del Lunes Santo, y descubrir a la Luna llorando en San Lorenzo, buscando
un palio; tenemos el deber de seguir el Vía Crucis del Martes Santo y de ir
puliendo adoquines con las cuentas de un rosario; tenemos el deber de comprar, en la espera del
Miércoles Santo, los hornazos y torrijas, las viandas de los días sagrados, de
elaborar en nuestras cocinas el potaje de vigilia, el bacalao con tomate y los
roscos de Jesús, y desempolvar en la bodega la botella de anís para bebernos la
palomilla con sabor a guion clandestino en la madrugada; el deber de citarnos a
las siete de la mañana allá donde canten los vencejos y entonar el Miserere
fecundo de sentimientos, debemos emocionarnos con el vasto repertorio musical
de nuestra Semana Santa que seguirá interpretándose en la doble dimensión del
espacio contenido entre los puntos cardinales de nuestros templos, y del tiempo
que levita entre el tañido de las campanas en los torreones de la ciudad,
estamos obligados a abrir de par en par las ventanas de la mañana del Jueves
Santo, airear los malos humores y llevarnos al cofrade a subir la cuesta tras
la procesión inagotable que es Úbeda en Semana Santa.
Porque Úbeda, Ciudad de Semana Santa, se viene a la
vuelta de la esquina, como la noche interminable. Anunciándose a golpe de
palermo, vienen ciñendo la cruz de guía de una procesión inevitable, unos niños
somnolientos con el rostro fresco, el vientre fértil y los andares arrugados;
yo era uno de ellos. Porque a la vuelta de la esquina, como el mar
ingobernable, viene gallarda la procesión inmortal que nos legaron los padres
de ayer; yo seré uno de ellos; pero mira como viene la procesión a la vuelta de
la esquina, quiere ser la esquina rincón para quedársela en su entraña, mírala
que viene con aleluyas en las cornetas y harmonías divinas en los pasos de sus
costaleros; es una procesión de años, como la fundición de los metales y el
crujir de la madera, como el dolor del hombre sobre la tierra, como el Auxilio
materno que siempre es eterno. Asómate a la vuelta esquina, que aún no se
dibuja esa revirá eterna, por la calle desahogada viene Jesús maniatado con
gavillas de un arroyo, empujando las fachadas en cada costero del zanco, viene
sobre los pies, racheando, viene en la sangre suspenso y en un Do se va de
largo, viene en la garganta rajada de un soniquete flamenco que se llama saeta,
otro talante del rezo. Son criaturas de
luna y olivo, entregando con un beso a la vuelta de la esquina, la procesión
que se quedó prendida del olvido con la última llamada del capataz. Asómate a
la esquina, aunque suena la calle a Traición, guía un patero a la voz, la
revirá prometida. Es un grito, ¡Siempre alegres!, un lenguaje salesiano que nos
infunde Esperanza y nos lleva de la mano a la vuelta de la esquina donde espera
Úbeda paciente, para regresar en Imagen y Palabra, Verbo y Rezo, Incienso y
Pentagrama. Úbeda, Ciudad de Semana Santa.
TÚ
Grande era el mundo que se iba descubriendo ante mis
ojos. Yo era el pretérito perfecto de un pasado que me traía de la mano desde
un barrio de la periferia hasta la Jerusalén de cristianos campanarios y
murallas árabes donde acontece el perfecto Evangelio. Grandes eran las calles
abiertas de par en par en la mañana de aquel Domingo de Resurrección que
sucedió porque soy. Era grande la mano de mi padre atracando mi balandra en un
corro de grumetes blanquirrojos que empezaban a navegar gobernados por un
viento cálido de bonanza. Era inmenso recordar a mi madre acercarse con un
chicle en la mano, para recolocarme la capa que se descolocaba en mis juegos de
superhéroe. En el esplendor de la inocencia fui entendiendo que aquel torrente
de sandalias rojas y pies descalzos se llamaba cristiandad y que en ella, tras
de mí, venía un hombre medio desnudo, con un ángel arrodillado a sus plantas,
sobre marmórea losa levitando, acariciándome la nuca con su soplo; Jesús amigo
mío, eras Tú. Subyugado por el misterio de tus llagas encarnadas, fui
entendiendo que tras la última cancela que se cierra dejando a Úbeda sin
penitentes, en la vida después de la Semana Santa, estabas presente en la
sístole y diástole que bombea todo lo bello. Habitabas y me escapaba y fui
conociendo tus templos y fui entendiendo tu vida y me mostraste que estaba
impresa en las páginas de una Biblia y, como Tú siempre llevas una cosa a la
otra, supe que estabas presente en la Consagración del Pan y del Vino, cerraba
fuerte los ojos cuando decías “haced esto en conmemoración mía”, para
imaginarme que estaba contigo en aquella Pascua judía. Mecías el columpio el
día de mi primera comunión, no Tú, sino Tú, mi Cristo Resucitado, que a esas
edades uno necesita del barro y la madera para pensar el Infinito. Y del corro
pasé a la fila, solté la mano y me oculté tras el capuz, y en el anonimato de
un nazareno miraba hacia atrás y estabas Tú, y de la fila germiné en la banda y
escogí la maza y era para estar más cerca de ti y en el parón de algún
requinteo mirar hacia atrás y ver que venías Tú. Ya eras Tú en todo porque en
todo quise que estuvieras Tú. Eras Tú en las noches de invierno de los fríos
cajeros de banco y en los portales ; eras Tú quien iluminaba mi oscura cueva con
la luz de tu Substancia; eras Tú en cada herida abierta sobre la piel en el
calvario del cerrillo del Aire; eres Tú en el brillo de la plata que se limpia;
el que salpica de cera en mis vestidos, eres Tú; Tú estabas cuando se dividió
en dos mi vida, en cada beso de mis hijos, en el cansancio; eres Tú todas mis
querencias, mis bondades y mis dudas, también en mis dudas eres Tú, y en ellas
me vas haciendo grande. En mi ser estas Tú, mis circunstancias son tuyas. Creo
en Ti, soy de Ti, moriré en Ti, me pescaste con la redes de la Semana Santa,
con el anzuelo de mi Cristo Resucitado, y cuando llegas es aquel pretérito
perfecto de un pasado, con ropajes blancos de Pureza y rojos de Pasión, en un
corro de niños nazarenos. Allí morirán mis días con tu mirada en la mía, y será
una luminosa mañana de Domingo de Resurrección, con tañidos de campanas
revoloteando en las espadañas; antes de que se pose la tarde huraña, la de
Resurrección, la del domingo.
DE RECOGÍA
Vengo cansado, Señor, déjame que me siente en este
banco y te cuente este ratito. No sé si te escuchas, pero ya vienes de recogida,
parece una eternidad en la trabajadera y solo es el tiempo presente entre dos
latidos. Te traigo un trocito de vigilia de tus monjitas, se quedaron llenas al
verte llegar inundando de estruendos la clausura del convento; algunas, las más
jóvenes, incluso se pusieron de puntillas intentando alargar el beso de la
despedida. ¡Medi, Medi! Me despertó Alfonso. Soñaba feliz, ya sabes que ver el
sillón de Pilatos salir de la plaza de Santa Clara es un alivio, sabes que hay
dudas todas las Madrugadas por si perdemos en el camino la Fe para traerte de
vuelta, no voy a mentirte. Pero ya estabas revirando hacia Narváez, la recogida
se hace llevadera. ¡Medi, Medi, que no hay nadie en el zanco! Persignarme y a
la madera; sí, persignarme, lo sabes, a veces no sabe uno hacia dónde va, pero
sí de dónde viene, que coger la pata después del descansito es como quedarse
sin santos a los que rezar, bien lo sabes Tú, eres el primero que cito.
Este año en el patio había menos nervios. No digo que
hayamos matado las mariposas, pero amansarlas, las hemos amansado. Los primeros
años sonaba la banda En Orfila y éramos capaces de irnos a Sevilla. Y una cosa
lleva a la otra: menos nervios, más tranquilos; el trabajo se amolda bien a la
cerviz y, las veces que te he visto, pues Paciencia pura y bien avenía. Me he
escapado con Santi en el relevo de la Trinidad, lo hago no porque una vez casi
me gano una placa de homenaje en la fachada de Correos, sino porque necesito
tragarme el nudo que me ahoga desde que te veo zapatear la rampa. Y en la
derecha me coloco, hacia donde miras con esa Mansedumbre que me guía sentenciado
a quererte hasta la muerte. Verte y subir a mi relevo en la décima farola de la
Trinidad si las cuentas desde abajo. Eso, hemos bajado tranquilos, llevábamos a
Don Ildefonso envuelto en tabardillos. Pronto se le olvidan: revira el palio en
la calle Juan Pasquau y empieza a lucir la sonrisilla. Poco más, Señor. La
tribu de recogida y la ciudad recogiendo sus ecos. Tú saliendo al Guarda de la
Porra y tu Madre remangándose las faldillas para encumbrar roneando en tres
marchas las veintiocho farolas de la calle Trinidad. Han visto el zanco
cansado, me han puesto un cigarro en los labios y han dicho que venga a verte.
Vengo cansado, Señor, necesitaba verte. Sentarme aquí
contigo, en este banco del Molino de Lázaro, para encontrar la calma y el amor
a los pies de la espadaña. Necesitaba verte partir, cerrar las heridas de este
corazón abierto en canal que lo ha entregado todo. Vengo cansado, Señor, no
puede seguir el tiempo colgado en una despedida, es necesario cerrar esa
puerta, no ves que es una pupa viva, una sima abierta que se está tragando
nuestros sueños. Está golpeando Manolo tu llamador, es la última llamada. Tres
golpes. ¡Tós por igual! ¡A esta es! ¡Al cielo! ¿Escuchas la queja de la madera,
el cansancio de la arpillera y la llama de tus cirios ir perdiendo su fuerza?
¿Escuchas llorar la primavera? Revira rápido, no alargues la agonía; para
volver a encontrarnos, Señor, hay que escribir una despedida, un adiós, un
último verso con rima. Esta es nuestra plaza, este es nuestro banco, por aquí
volveremos con el cuerpo lozano a seguir hablando de nuestras cosas contigo: de
las vísperas, los ensayos, las mudás, nuestros achaques y las fuerzas que se
van apocando, de las primaveras vivas que nos quedan por sentir, de nuestra
Semana Santa. Me voy, están tocando martillo en el palio, no te preocupes, ya
cierra Ella la puerta; Ella está acostumbrada a sofocar tanta pena inmersa en
esta injusta condena. Volveremos.
Paz y Bien.