miércoles, 18 de diciembre de 2024

Musgo arrancado de la fuente de la Alameda

 


El día anterior al del extraño suceso, como cada año, se había iluminado de manera extraordinaria la ciudad. No hubo un rincón que dejara de ser coloreado por una ristra de leds. Colgaderas en más calles que años anteriores, infinidad de abalorios adornaban plazoletas y callejones que en un par de horas inundaban las historias de los ubetenses en sus redes sociales. Un universo de luz que hizo enfadar a la luna que justo aquel día estaba en un plenilunio inmenso y claro, plenilunio que duró toda la Navidad. Pero se hizo la oscuridad.

Ocurrió al día siguiente, en pleno apogeo de turistas provenientes de las ciudades colindantes a Ibiut. No llevaba la tarde ni media hora sin el asomo del sol, cuando la ciudad entera quedó sumida en una vasta tiniebla. Un hecho dentro la normalidad si hubiese sido un incidente aislado, esporádico y no consecutivo a otro de iguales características. No fue así, a la misma hora de las posteriores jornadas vespertinas, ocurrían los mismos oscuros incidentes.

Así se lo contaron a Miguel durante el recreo en el colegio mientras acababa su desayuno sentado bajo la acacia: Miguel, se queda todo a oscuras, todas las luces de Navidad, los adornos, los muñecos, incluso las coronas de los Reyes Magos allí abajo en el Alcázar; todo macho, todo: las tiendas, las cafeterías, los soportales, todas las farolas. Es rarísimo, tío, porque parece una avería de la red eléctrica pero no es así: todo aparato eléctrico que no despide luz sí funciona; es como si la noche se tragara cualquier lumen que saliera de la ciudad, ni los móviles, ni las luces en las casas que dan a las ventanas, incluso los faros de los coches se quedan vacíos y los conductores tienen que regresar con cuidado a sus casas bajo la luz de la luna. Macho, qué bien lo estamos pasando, las calles, todas, para nosotros.

En cierto sentido nunca fueron para ellos. Las calles, lejos de quedar desiertas, empezaron a tener un trasiego nunca antes visto en el tiempo. Pero todo estaba más ordenado, las conversaciones eran mucho más afables y silenciosas, las sonrisas eran verdaderas y allí donde surgían iluminaban de un modo cálido y seductor. Los niños tropezaban una y otra vez al correr a oscuras, pero eran tales las sombras que amortiguaban los golpes contra el suelo y se alzaban desarmándose de la risa. Todo el mundo empezó a conocerse uno a uno, se quedaron sin rostro en tales negruras y las miradas tenían todas el mismo candor. Cuando las luces volvían e pintaban de nuevo la ciudad ya era la hora de dormir y todos, como saliendo de un hermoso y cándido sueño, se dirigían a sus hogares entre abrazos y besos de despedida que surgían en los encuentros más inesperados a la luz de las candelas.

Miguel nunca salió a jugar con sus amigos para disfrutar de lo que estaban narrando. Él, todas las tardes, cuando las luces aún no habían sufrido su persistente apagón, se encaramaba al barrio de San Pedro, desde los hornos de San Millán, para pasar la tarde con su abuela; quiso mitigar la soledad en la se había sumido tras la muerte de su abuelo.

Él lo sabía todo, él estaba al tanto del apagón de cada tarde. Coincidía en el momento cuando su abuela encendía la tenue luz de la estrella en un pequeño y humilde portal de Belén, mientras, en el calor del hogar de aquella casa, acunaba a su nieto con sus historias, cuentos y retahílas de las navidades de su niñez. Él se quedaba adormilado viendo el rostro iluminado de un pequeño niño Jesús arropado entre jirones de tela, virutas de madera y musgo arrancado de la fuente de la Alameda.

Aún recordaba aquel año como si fuera ayer, como si su abuela aún siguiera en aquella casa, como si aquella estrella estuviera a punto de iluminarse y dejar de nuevo la ciudad a oscuras. La luna empezaba a nacer, esta Navidad no estaba regida por el plenilunio. En sus ojos tambaleaban las luces de colores que iluminaban cada centímetro de la plazoleta y aquel niño Jesús ahora siempre pasaba la Navidad en su bolsillo, siempre al alcance de su mano, siempre al alcance de su recuerdo. La Navidad, al fin y al cabo, es un zurrón que pesa más a medida que lo llenamos con ellos.

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