El día anterior al del extraño
suceso, como cada año, se había iluminado de manera extraordinaria la ciudad.
No hubo un rincón que dejara de ser coloreado por una ristra de leds.
Colgaderas en más calles que años anteriores, infinidad de abalorios adornaban
plazoletas y callejones que en un par de horas inundaban las historias de los
ubetenses en sus redes sociales. Un universo de luz que hizo enfadar a la luna
que justo aquel día estaba en un plenilunio inmenso y claro, plenilunio que
duró toda la Navidad. Pero se hizo la oscuridad.
Ocurrió al día siguiente, en
pleno apogeo de turistas provenientes de las ciudades colindantes a Ibiut. No
llevaba la tarde ni media hora sin el asomo del sol, cuando la ciudad entera
quedó sumida en una vasta tiniebla. Un hecho dentro la normalidad si hubiese
sido un incidente aislado, esporádico y no consecutivo a otro de iguales
características. No fue así, a la misma hora de las posteriores jornadas
vespertinas, ocurrían los mismos oscuros incidentes.
Así se lo contaron a Miguel durante
el recreo en el colegio mientras acababa su desayuno sentado bajo la acacia:
Miguel, se queda todo a oscuras, todas las luces de Navidad, los adornos, los
muñecos, incluso las coronas de los Reyes Magos allí abajo en el Alcázar; todo
macho, todo: las tiendas, las cafeterías, los soportales, todas las farolas. Es
rarísimo, tío, porque parece una avería de la red eléctrica pero no es así:
todo aparato eléctrico que no despide luz sí funciona; es como si la noche se
tragara cualquier lumen que saliera de la ciudad, ni los móviles, ni las luces
en las casas que dan a las ventanas, incluso los faros de los coches se quedan
vacíos y los conductores tienen que regresar con cuidado a sus casas bajo la
luz de la luna. Macho, qué bien lo estamos pasando, las calles, todas, para
nosotros.
En cierto sentido nunca fueron
para ellos. Las calles, lejos de quedar desiertas, empezaron a tener un
trasiego nunca antes visto en el tiempo. Pero todo estaba más ordenado, las
conversaciones eran mucho más afables y silenciosas, las sonrisas eran
verdaderas y allí donde surgían iluminaban de un modo cálido y seductor. Los
niños tropezaban una y otra vez al correr a oscuras, pero eran tales las
sombras que amortiguaban los golpes contra el suelo y se alzaban desarmándose
de la risa. Todo el mundo empezó a conocerse uno a uno, se quedaron sin rostro
en tales negruras y las miradas tenían todas el mismo candor. Cuando las luces
volvían e pintaban de nuevo la ciudad ya era la hora de dormir y todos, como
saliendo de un hermoso y cándido sueño, se dirigían a sus hogares entre abrazos
y besos de despedida que surgían en los encuentros más inesperados a la luz de
las candelas.
Miguel nunca salió a jugar con sus
amigos para disfrutar de lo que estaban narrando. Él, todas las tardes, cuando
las luces aún no habían sufrido su persistente apagón, se encaramaba al barrio
de San Pedro, desde los hornos de San Millán, para pasar la tarde con su abuela;
quiso mitigar la soledad en la se había sumido tras la muerte de su abuelo.
Él lo sabía todo, él estaba al
tanto del apagón de cada tarde. Coincidía en el momento cuando su abuela
encendía la tenue luz de la estrella en un pequeño y humilde portal de Belén,
mientras, en el calor del hogar de aquella casa, acunaba a su nieto con sus
historias, cuentos y retahílas de las navidades de su niñez. Él se quedaba
adormilado viendo el rostro iluminado de un pequeño niño Jesús arropado entre
jirones de tela, virutas de madera y musgo arrancado de la fuente de la
Alameda.
Aún recordaba aquel año como si
fuera ayer, como si su abuela aún siguiera en aquella casa, como si aquella
estrella estuviera a punto de iluminarse y dejar de nuevo la ciudad a oscuras. La
luna empezaba a nacer, esta Navidad no estaba regida por el plenilunio. En sus
ojos tambaleaban las luces de colores que iluminaban cada centímetro de la plazoleta
y aquel niño Jesús ahora siempre pasaba la Navidad en su bolsillo, siempre al
alcance de su mano, siempre al alcance de su recuerdo. La Navidad, al fin y al
cabo, es un zurrón que pesa más a medida que lo llenamos con ellos.
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