miércoles, 4 de diciembre de 2024

Pregón Semana Santa de Úbeda 2021

 


PRÓLOGO

Hágase en mí según tu voluntad. Hágase en mi la paciencia para deambular entre este océano de extrañas certezas que soplan en este destierro. Me entrego fiel, rendida, servicial a la contemplación silenciosa, a la oración perfecta que perciba el verdadero encuentro contigo, mi Dios, mi Señor, mi Anhelo. Cierras mis puertas para abrir las tuyas, enséñame que hay otro camino, el verdadero camino que me arrima a tus cercanías, una senda de letanías, de bisbiseos y persignaciones que no se perderán entre el jaleo de lo extraordinario y el júbilo callejero abierto cada Domingo de Ramos. Tus puertas, las mías, las abres y las cruzo.

Hágase en mí según tu Palabra, he aquí tu esclava. Me entrego al bálsamo de tu Verbo, al frío tacto de un reclinatorio de iglesia mientras calientas mi Fe con la candela de tu aliento. Recuérdame que hay otro Evangelio, negro sobre blanco, que calmará mi sed cuando llegue a Ti cansada, tras perderme entre las calles abiertas de mi memoria buscando ese evangelio de cera y madera, de incienso y lamento, ataviado del jaleo de lo extraordinario y el júbilo callejero abierto cada Domingo de Ramos. Mis palabras, tu Verbo, las dices y las escucho.

Hágase en mí según tu silencio. En él quedo rendida cuando las dudas me asaltan, cuando desfallezco ante mis obligaciones y me olvido de dar el Amor que soy a lo demás. Me agarro a su quietud, a su calma y divido las palabras de mi Credo en infinitas jaculatorias que siembren de Esperanza este tiempo asolado y en derribo. Enséñame a gritar sin reserva las enseñanzas en tus silencios escondidas. Quedo mirándome cara a cara, compartiendo contigo el Pan y el Vino en el cenáculo, acompañándote en todos los dolores, burlas y escarnios de tu Pasión, bajo la Cruz de nuestra salvación, preparando los ungüentos y perfumes de tu entierro, esperando confiada en tu Resurrección que no vendrá ataviada del jaleo de lo extraordinario y el júbilo callejero abierto cada Domingo de Ramos. Tus silencios, mi camino, me lo marcas y lo sigo.

Pero yo tengo una lengua de trapo, una piel que se eriza y unos pies que se cansan, y aunque este alma que te habla ate mi vida a ti, tengo miles de cicatrices con forma de pecado, que se cerraron en cada encuentro con ese Dios que se desciende a esta ciudad cuando el olivo descansa sus brazos, los vencejos bajan a beber agua de las fuentes en los atardeceres y se cubre de juventud el Aznaitín.

Yo tengo una noche azul y blanca que empieza a oscurecerse a las seis de la tarde, al compás de la sombra que crece sobre la torre del reloj. Yo tengo unas zapatillas blancas pintadas con sal y cal, sal del barrio de San Lorenzo y cal del callejón del Pozo, que zapatean, desde su cárcel de madera, al compás de una salve misericorde y el quebranto gitano y nazareno que entonan los vientos de Mágina. Yo tengo una luna loca que me espera sentada en la muralla mora, vistiendo con blancos tules su cara oculta, como una novia plantada ante el altar esperando cortarse el cielo con la figura tintineante de un palio. Yo tengo un confesionario de terciopelo donde se quedan los pecados que guardo en los bolsillos, purificados a golpe de madera. Yo tengo unas calles por andar, donde se escuchan eternamente en el silencio del tiempo, los golpes de la forja sobre la acera, el llanto de un niño en brazos de su madre, la pregunta de un niño de la mano de su padre. Yo tengo un aire revoltoso escondido en la esquina jugando a llevarse las sombras que surgen desde lo absoluto. Yo tengo las cuentas de un Rosario en el péndulo perfecto de una bambalina, rezadas en un balcón entre varales al que se asoma la belleza de Luz Divina. Yo soy de una tribu penitente que vive en perpetua anacronía, convirtiendo la existencia en Lunes Santo,  por más que el calendario tache sus días. Yo vivo en el zaguán de aquella cuesta donde el torrente de agua se crea en vino, y sordo de saetas enloquezco, y sin el rechinar de dientes deliro. Yo tengo costalero de apellido, mi madre es una faja de clausura, mi padre es un costal arrepentido, muero y resucito a media altura. Yo tengo al cruzar la Consolada, un verbo herido sin conjugación, ocurre cuando escucho sus palabras, rozando el dintel de Adoración. Yo tengo un cuerpo rociado de molienda, cuando el palio eclipsa ya la cruz, y Ella rebuscando en la trastienda, manda Belleza, Misericordia y Luz. Tengo un zanco traicionero, quiere quedarse en la puerta, y roza indeciso el suelo porque quiere dar otra vuelta. Como quieres que me entregue, a este tan largo destierro, si llevo dos años muriendo sin mi Gracia y su Consuelo; que está el claustro preñado de niños oliendo a incienso y una Virgen callejera que llora por ver el cielo.

 

OREMOS

Acógeme entre  el primer  cirio que te ilumina  y Tú,  María.  En el espacio sin  distancias,  donde no existe el tiempo;  en el vacío  insondable donde guardas  todas  las  plegarias  del  mundo. En  la  gravedad  infinita   donde recoges la Amargura, las Penas y Lágrimas  que derramamos, los Dolores que  padecemos;  en la habitación sin ventanas  donde  reside la verdadera Soledad,  a veces tan  necesaria; entre  la primera  luz y tus ojos, en esa Paz auténtica,  donde no  tiene  significado  la Angustia;  donde  oscilan  en  tu Rosario las virtudes  de la Fe, la Esperanza y la Caridad; en la Concepción del Verbo,  donde   ilumina el Amor,  nuestro   único  Auxilio.  Entre  Tú, María de Nazaret,  y la luz del primer  cirio de tu palio, donde  se contiene todo el Universo. En ese espacio me reclino, Señora, acógeme en tu Gracia y llena de humildad mis palabras.

 

SALUDAS

Señor Arcipreste de la Ciudad D. Antonio Vela Aranda, Señor Presidente de la Agrupación Arciprestal de Cofradías y Hermandades del Arciprestazgo de Úbeda, Don Juan Tito Navarrete, Señor Presidente de la Unión de Cofradías de Semana Santa de Úbeda Don Felipe Torres Villalba, Hermanas y Hermanos Mayores de las Cofradías y Hermandades de Pasión, Patrona y Glorias, Pleno de la Unión de Cofradías de Semana Santa de Úbeda, Señora Alcaldesa de la Ciudad Doña Antonia Olivares Martínez, Autoridades Civiles, hermanos y hermanas. Buenas noches.

 

LOS SILENCIOS

Hay un silencio oculto en el abismo de mi alma. Un silencio escondido tras el rítmico tictac del corazón; profundo, hondo, insondable y sibilino. Una nada sonora, una cumbre profunda y oscura que consume todos los conceptos del sonido. Un sonido inerte, un silencio orgánico.

No es un silencio de sigilosos pasos sobre los adoquinados escenarios de la ciudad nocturna, ni es el falso mutismo al que la limpia belleza de la Luna nos entrega en la contemplación de las diáfanas bóvedas celestiales. No es un silencio de almohada donde la sangre describe el camino de la vida, ni la elipsis contenida en los versos de un poema. Es un silencio más fuerte, un silencio más alborotador. Un silencio que viene de Dios, creado por Él. Un silencio de Dios: Dios.

Actúa como la sombra sobre el asfalto. Asusta por el tamaño en su nacimiento. Se vuelve amable al compás del tiempo. Desaparece cuando la luminaria que le da vida se encuentra en su cenit. Se aleja por más que los pasos no quieran separarse de ella tras la primera cita. Se marcha para dejarme con la eterna duda, con la firme pregunta que solo encuentra respuesta en la monotonía de nuevos encuentros.

E incapaz de aprehender tan insondable concepto, lo humanizo en mi Semana Santa, esta que vengo a pregonar. Dios, el Silencio, la Luz se acerca en un madero clavada, cualquiera, toda vez que cierro los ojos. Me anuncia su llegada golpeando las entrañas con un báculo hiriente, con un timbal destemplado, impregnando con sus ecos cada impulso vital, se acerca como la sombra sobre el asfalto, como la forzosa inspiración de aire que culmina en una ausencia de tiempo, en un instante invisible. La vida se desprende del madero y permanece la muerte de sangrientas comisuras, de húmeda cabellera, laceradas coyunturas; permanece en mí y todo desaparece por sí. La gubia ese Jesús para mí, para quedarme a solas con Ellos, para quedarse a solas con Úbeda. Todo desaparece: la madera, la cera, las flores, sus hombres, sus mujeres, su mortuorio cortejo, el incienso, las piedras del casco antiguo, las balconadas del casco nuevo, los globos del fondo y el murmullo que, como el cauce de un río escondido tras la espesa fronda, merodea en el aire; desaparece el ruido de tascas y tabernas que, al paso de Cristo muerto, deberían quedarse sin vino; todo acaba y queda una inmensa oscuridad rota por la Cruz, una infinita nada que no es nada donde Él muere. A esa cruz se aferra mi silencio, a esa cruz que se mimetiza con la oscuridad envolvente del cielo lozano de la noche del Martes, o el firmamento exhausto del comienzo del Viernes Santo, dejando dibujados los perfiles de un Cristo donde se transfiguran todos los Cristos de Úbeda, todas las afonías enmudecidas, todos los ruidos inaudibles que envolverán el paso de cada Dios de madera que cada ubetense tiene engubiado en el alma.

Ese es mi silencio oculto, un Dios de versos y rezos que se escapa a lomos de dos estirpes soñolientas, que dejan impreso en la calle el bisbiseo endémico de un pueblo que lleva toda una víspera implorando estar a los pies de la Cruz.

 

LAS VÍSPERAS

Al todo lo acallan las vísperas. Unas vísperas que anuncian su llegada como aquellos Juancaballos de leyenda. Allende nuestras fronteras regresan los quejidos del attrezzo de esta escena escrita que volverá a estrenarse inevitablemente entre las murallas de esta capitana de vientos y olivos: la zapatilla y el beso y el beso y la madera, el suspiro de la arpillera cediendo al lozano amor de la trabajadera; los lamentos de trompeta, los corros de hombres buenos escondidos en cualquier plazoleta; cornetas de eternos niños anunciando que viene el Hombre a lomos de la Cuaresma; los tambores, sus redobles y los redobles del silencio, y el tiempo eterno prendido entre dos notas de timbales altaneros; la tela rajada, la tela compuesta, la tela planchada, la túnica en la puerta; tronos crujiendo de miedo, los palios ¡fuerte y al cielo!; la cera que arde en el templo, el templo que huele a incienso, las flores engalanando altares, altares que añorarán a los muertos; el tilín de la campanilla anunciando en la calle al Verbo en labios de algún penitente con un Vía Crucis al cuello; el canto de todas las lunas mientras que mudan su atuendo, hasta que llega la novia e inunda con su silencio la bóveda del paraíso que albergará el Evangelio.

Pero que enmudezca todo, si las vísperas que hoy languidecen solo son artificios para disimular las carencias de una sociedad laxa, ajetreada en las cosas que no son de Dios, aumentando así la distancia entre el Verbo y la carne. Callen sus racheos las zapatillas de esos costaleros perdidos en las sendas y caminos donde no ha predicado Cristo; callen sus compases los músicos cuyas notas musicales se escriben fuera del pentagrama donde la palabra de Dios rehíla los sonidos; callen los lamentos si no son los reflejos del corazón y sus latidos de un mundo en duelo por la Pasión y Muerte de nuestro Señor; callen los tambores, los bombos, la tañidos de campana, si no creen en la Resurrección del Hijo del Hombre que concederá sentido a la tragedia anunciada en sus repiques; callen sus cantos los vencejos que principian a volar sobre nuestras calles y plazuelas, no solo a volar deben aprender de sus mayores, sino a entonar los Aleluyas que acompañaran a la Semana Santa en nuestras calles; callen las oraciones exhortadas hasta el paroxismo cuando ni siquiera se han filtrado en la conciencia; que se callen las calles en las noches de Cuaresma, se está abriendo un Sagrario dorado de piedra etérea y plateado de olivos viejos y bronceado de arcilla tierna. Que callen, Mari Tere, tus vísperas, las mías también, y las vuestras. ¡Que callen, por Dios que callen, si no estremecen sus signos el Silencio que nos grita en los adentros!

 

 

LA MUERTE

He muerto.

He muerto de tal manera que no puedo reprocharte nada. Con el alma en tus vientos y tus vientos llenando mi ausencia. He muerto, sí, muerto como en mis sueños: con la certera sensación de haberte legado hasta el último resquicio de mi casa; no había otra posibilidad de hacerlo desde que te juré aquel amor eterno que espero hayas recibido. A cambio de esta muerte, mi amada, he obtenido todas las primaveras que florecían en todos los días vividos, porque mi vida ha sido siempre una espera esperándote, con un ramillete de flores en las manos y una proposición de amor por hacerte. Y el amor y la eternidad solo convergen en el delta de la muerte.

He muerto, sí, y aquí reposo, entre estas cuatro paredes, con una túnica por mortaja y la capa atada a un cuello ya sin palpitaciones: mudo, frío, yerto. La madera inerte de este ataúd que me acoge certifica el fin de la Semana Santa que procesionaba en mis venas: se apagó el timbal, desapareció el cortejo, se extinguió la llama titilante, la ofrenda de mi vida, ya ni siquiera puedo oler el incienso que ordené quemar en este velatorio.

He muerto. Con la llegada de esta Semana Santa, la naturaleza nos pone un espejo ante los ojos, como el que refleja nuestra imagen todas las mañanas; en ella descubrimos, como en los caminos sobre la piel, la nieve sobre la cabellera y el tiempo contenido en la mirada con la que nos auto-contemplamos; el paso de la vida que quedó interrumpida. La vida se nos quedó, como muerta en un sepulcro, en un armario del último Domingo de Resurrección. Cerramos sus puertas y dejamos, a modo de blanca naftalina, la esperanza de iluminar sus fibras en un día de Cuaresma resurgida. Esta Semana Santa es un arrimo irremediable hacia la muerte. Lo notamos en la proliferación de contrastes que se van acumulando en la conciencia. Sobre esta primavera se nos hacen menos negros los negros y más mortecinos los blancos, la profusión de colores con la que Jesús y su Madre dejan huérfanas nuestras calles, se sombrea con la oscurana que anega el cercano horizonte crepuscular.

En el barro de cada Domingo de Ramos se añadía una nueva arruga al acopio de gestos esculpidos en tiempo de Pasión. Se amontonaban los recuerdos en un zurrón que deforma nuestro cuerpo con su peso. Percibíamos que el río llegaba a su desembocadura al compás de las añoranzas que penetran la razón. Ser niño, querer serlo, volver a la infancia, es la mayor de ellas: volver a navegar entre humanos fiordos en busca de una procesión anunciada por su estruendo, buscando el tesoro de nuevos tonos sobre las túnicas, capas y capiruchos de los penitentes que acompañan a Jesús; ser adolescente, querer serlo, volver a la juventud: descubrir el amor, los besos, los paseos agarrados de la mano buscando a Dios en los callejones. Y resurgían todos en la contemplación de los niños jugando en la plaza Vieja a ser penitentes con trompetas doradas y roncos tambores. Es la pureza inmersa en la mirada de mi Daniela, mirando a cada uno de los nazarenos que pasan a su lado mientras ondea al viento su pequeña mano, mendigando un saludo o acariciando el raso de una capa mecida por el viento; es ahí donde he muerto, en la notas del clarinete de mi Gabriel, las que suenan a Madrugá o a Lunes Santo, e intuyo la eternidad que separa ese instante y el otro de un futuro muy lejano, donde esas notas de clarinete alienten el ajado cuerpo de costalero de su padre.

Contrastes que albergan el entendimiento de la vida y la muerte. Una calle Montiel en las postrimerías del Viernes Santo o en los albores ya del Sábado de Gloria; allí también se concibe la estrecha frontera entre este mundo y el venidero. La broncínea penumbra de la bocana al centro histórico alumbra el hábito penitencial negro de un penitente que sostiene entre sus manos la barroca cruz de guía, la borla de blanco encaje es la tétrica sonrisa pregonera del cuerpo muerto de Jesús. Lejano se oirá el repique de la campanilla con remembranzas de Stabat Mater, mientras un barrio se abre de nuevo como un útero para alojar en su seno a la Madre de Dios, la sanmillanera, el consuelo de los albañiles y el destello que prende la llama en los hornos alfareros de la calle Valencia. Muda de saetas, la Cruz de Hierro es testigo de la victoria de la vida sobre la muerte. El Evangelio se reescribe a grito de “¡Ya, es nuestra!”, la Cuesta de la Merced, en pie a pesar de la diáspora de un barrio horas antes, sostiene a la Virgen de la Soledad que poco a poco va abriendo de par en par las casas, inundándolas de nuevo con su olor y su credo. Ya, el cortejo, desarbolado, carece de penitencia y plegaria, el barrio se adueña de la soledad ante la muerte y la torna en abrigo para sus hogares, en abrevadero donde saciar la sed de todos los días, en Madre eterna, Madre en quien confiar alegrías y calvarios. La Soledad es la eterna lozanía de la tradición ubetense, es la oración que permanece cuando se cierran los templos, es la imagen que de Dios ha forjado el pueblo para llorarle, implorarle e incluso cantarle las verdades del barquero. Mientras Úbeda le hace una oda a la vida en San Millán, la calle Montiel acoge sobrecogida el cortejo fúnebre de la Cofradía del Santo Entierro. El repique de la campanilla con remembranzas de Stabat Mater encendió la fragua; el martillo y el yunque empezaron a fulgurar sobre los tambores y bombos de una banda que truena a tránsito espiritual. Úbeda desaparece. Ni somos turba, ni parte del enjambre de miradas; ahora, en íntima reflexión, acomodamos la cansada espalda sobre la fría piedra renacentista y dirigimos la mirada al suelo mientras cuatro antorchas flamígeras anuncian el tétrico paseo de la muerte. María de Nazaret abre con su desolación el último habitáculo de la Pasión y Muerte de Jesucristo, desacomodada en un Misterio colmado de miradas vacías y vacuas expresiones, y entrega la espada que le ha atravesado el alma. Acompañando al Yacente en el inmenso páramo desolado de la Plaza 1º de Mayo, Úbeda camina con las manos en los bolsillos, con desgarbada figura y corazón desganado encaramándose en silencio a una plaza vaciada de los ruidos y la algarabía propios de la hora azul del atardecer del Viernes Santo. Desemboca la muerte en la plaza de la Transfiguración: huyen los ecos de las bandas que arrastraron guiones de hermanos cofrades dispuestos a hacer posible el milagro de la Procesión General y se adueña de ese espacio el lúgubre grito de los timbales del Santo Entierro; aquella plaza pintada con miles de colores de túnicas, capas, capiruchos, lirios adormecidos, rosas sin espinas, aterciopelados palios, galas de tambores, dorados de trompetas, plateados de candelabros, llamas de etéreos cirios, rojos de pirulís, aquella plaza se mancha del triste negro y del dolor florecido; las renacentistas fachadas de los vetustos monumentos que sirvieron de descanso para cruces de guía, estandartes, báculos y hachones, aguantan el peso de las sombras de la noche, el relente nocturno de la primavera y la desolación del final de la Semana de Pasión vertiéndose en el corazón de la ciudad. Y todo lo engulle Santa María, un sepulcro abierto de puertas hacia adentro que va apagando cada vela con el soplo de su claustro; que sosiega los trasiegos en el trajín de su historia y le pone fin a la Semana Santa ubetense con un implacable portazo de su puerta de la Adoración.

Úbeda muerta, Úbeda yerta, Úbeda inerte; entre cuatro paredes, con una túnica por mortaja y la capa atada a un cuello ya sin palpitaciones. Ya todo es la nada, ya todo es su ausencia.

 

LAS AUSENCIAS

Se esconde y no la busco. Me cita y llego tarde. La convoco y se retrasa. Y en estos juegos del gato y el ratón afianzamos nuestro romance, prorrogamos nuestras promesas y seguimos aprendiendo el uno del otro. El amor es eterno si evoluciona en las ausencias. Como el amor del cristiano que vive perpetuamente en pena por no haber compartido con Dios los tiempos en los que se hizo Carne, y habita esa vacuidad con la Caridad de su Palabra, la Esperanza de su encuentro y la Fe en su presencia tras la Consagración del Pan y el Vino en la Eucaristía; así me lleno de ti: sin ti; en tus ausencias.

Cuando eres tú y aún no eres tú: te haces penitente de dorada capa, en la ansiada tarde del Domingo de Ramos, y sales a mi encuentro al torcer alguna esquina, o al abrirse de par en par el zaguán de alguna casa-puerta. Con solo entregarme a un anónimo nazareno, abres el cofre de mis recuerdos, dejando escapar la cálida luz instalada en los portalillos, frente a la puerta de Juan de Mata. ¿Qué más da lo que nos depare el cielo? Con el primer nazareno de verde túnica de paño, coloreas el pueblo convocado en la Corredera con la explosión de la primavera imperecedera, que emana de las emociones sufridas cada Domingo de Ramos. Eres tú y aún no eres tú, solo se escuchan tus pasos en las sandalias de un creyente anónimo tras el capuz blanco, y cada golpe retumba en el silencio de mis adentros, como las de las manos que llaman a la Semana Santa en el portón de la Trinidad. Eres tú comenzando a latir tras un hábito penitencial, como el corazón de un niño recién concebido; aún no eres y ya eres, aún no estás y ya te intuyo; parece que no eres nada y de repente lo eres todo, alabando con palmas y estruendos festivos el alumbramiento de un Dios sobre un borriquillo que se empeña en seguir naciendo a pesar de los tiempos actuales, convulsos e irreverentes. Aún eres ausencia, en un nazareno sin nombre, y ya confluyen, en la encrucijada junto a la lonja, una demasía de nostalgias y llantos, tantos como ubetenses desterrados, con el alma embargada; no han podido entregarse en tus brazos, no cumplen años, pierden primaveras y ocupan en su memoria, en la distancia, su sitio en la acera, frente a la Puerta de la Misericordia de la Jerusalén ubetense mientras la obra de Palma Burgos, el malagueño de Úbeda, el ubetense de Málaga, comienza a evangelizar la ciudad.

Y cuando estás presente y te has marchado: porque cómo te explico con esta pluma de andrajo, esa obsesión tuya por quedarte grabada en cualquier recoveco que acoge tu prestancia. Encadenado a ti, durante toda mi vida, vago por las arterias de este pueblo de leyenda y, ya sea noble invierno, ya un zafio y desesperante verano, tu espíritu sale a mi encuentro, recreando en mi imaginación el paso de tus cristos y tus vírgenes bajo el dintel de la historia. ¿Cómo te explico? No hace falta codearme con la turba impaciente, apostada en la calle Gradas, para saber que has estado y los encantos que no he gozado. Estás pero ya has marchado, cuando llego al Claro Bajo de San Isidoro y ya solo queda de ti la distancia; pero cómo te explico que solo un beso me bastó para reconocerte. Parece vacía la plaza y hasta mí llegan los ecos de tus sones en el espacio abierto de la plaza Vieja, pero te has quedado con un Cristo herido atado a la columna bajo el arco gótico de San Isidoro. Allí no se respira aire, allí se abren los pulmones al Desconsuelo atrapado en las copas de los naranjos; allí solo se escuchan los arañazos del incienso en la caliza de los muros de la casa de Dios; allí caminan las sombras a cada segundo envueltas en el color cardenal retenido en los balcones; allí te empeñas en quedarte enredada. Grandeza la tuya, aunque camines levantando terrazas y bares en las calles hurañas del Real y la plaza 1º de Mayo, sobreexpuesta a un turismo voraz y desmandado, reventando callejones con la belleza imponente del paso de la cofradía de la Columna, alumbrando la noche venida con el sol atardecido preso en los faroles del trono del doliente Cristo flagelado; grandeza la tuya que aunque convocas a tu vera a un hervidero de penitentes espectadores deseosos de tenerte estos días, has sido capaz de erigir bellos inmuebles de arte y oración absolutos, para vivirlos cuando nos plazca, en las vueltas-esquinas, en las sinuosas callejuelas, en las cuestas inhumanas, en rincones ensombrecidos; grandeza la tuya en la Cuesta de Granada, grandeza la tuya bajo la placa de Don Victoriano, grandeza la tuya en el callejón donde rezan mis monjitas, grandeza la tuya en los balcones de la Fuente Seca; grande por abrirnos Mágina cada vez que bajamos por el Rastro y nos ponemos a silbar el “Chato con la nariz” o “los Voluntarios”; grandeza la tuya, mi Semana Santa, al quedarte impresa de negro y cardenal, sobre papel de incienso, en la calle Nueva de todas las tardes soleadas de la eternidad.

Y cuando ya no estas y aún te quedas: sí, te existes; como un Cristo anónimo, de rostro velado que muerto cae sobre el regazo universal de una madre y aparenta recuperar la vida en cualquier instante, para acallar la pena majestuosa y adolescente del rostro de la dolorosa de Nicolás Prados. Si no supiera que tienes un Cristo Resucitado encerrado en San Nicolás, podría aventurarme y aseverar que en los brazos de tu Madre es donde se redimen todos nuestros pecados. Con un puñado de cruces de raso negro te escondes del ambiente febril que empieza a diluirse desde el Gólgota trinitario a la hora nona, mientras resuenan en el cielo las Siete Palabras de la despedida. Te haces recoleta y cercana en la feligresía de San Isidoro, porque no hay nada más humilde y precioso que el parto de la cofradía y su Angustias, donde la memoria de Marcelo Góngora abre el balcón y contemplará eternamente su tributo a tu Evangelio. A la vera de sus gentes, te haces a su imagen y semejanza, y te muestras como el abalorio que cada uno ha traído de su casa para ser ofrendado. Surges íntima, brotas bella, y no hay prisas; el tiempo se queda suspendido en la partitura del maestro de Xátiva. Pero, ¿a qué hora vienes?, que Úbeda está jugando al escondite, guardándose en los fogones del ayuno y llegas con izquierdos de flamenco y música que anuncia la mortaja; mortaja para un muerto son las calles que arropan la Piedad, silencio y frío; y el tiempo sin piedad, ¿a qué hora vienes?, que Úbeda adormece en sus olivos. A ti poco te importa, te desparramas en la Plaza Vázquez de Molina y frente a la puerta de la Adoración esperas con lágrimas en los ojos el paso del último Misterio capaz de arrancar una lágrima de pena y dolor. Por la tarde, en breves momentos, vendrá el ajetreo de la General, con sus inquietudes; la Soledad  que es otra cosa y el Santo Entierro, que el Santo Entierro es la muerte y la muerte es un vacío de sentimientos. Casi las cinco de la tarde, levitando esperas sobre la plaza más bonita del mundo para caer con la gravedad de las emociones que consigo arrastrará un ejército de soldados dispuestos a pintar en las arterias ubetenses una magistral y pedagógica Jerusalén de Pasión y Muerte. Casi las cinco de la tarde y cuando ya no estás aún te quedas en el testamento que la memoria quiere rescatar. En este impasse de espera, la del bostezo de la tarde, hay una ausencia tuya que retumbará por más que los años se empeñen en acallar, casi a las cinco de la tarde una procesión de rasos blancos y cruces negras retorna desde Santa María a San Isidoro para rememorar la salida, con mayúsculas, de casi las cinco de la tarde. Porque Las Angustias tiene notas en el pentagrama que solo se hacen audibles a las casi las cinco de la tarde; porque la sobriedad y el estremecimiento inmersos en el patetismo de tus Misterios, tienen mayor esplendor a las casi las cinco de la tarde; porque solo hay un cielo incapaz de soportar tanto dolor sobre la tierra, el dolor de Ella por Él, como el que se rompía a llantos y piropos a las casi las cinco de la tarde de las tardes de aquella Semana Santa que no se quedaba revoloteando como un pájaro despistado en los tejados de Santa María.

 

LA BODA

Úbeda es una anciana sentada en su loma. Vestida de bronce, protege las pantorrillas con unas calcetas color de arcilla y deja libres al viento sus ajadas rodillas. Con los brazos cruzados bajo sus grandes senos, moviendo sus piernas entre campos de olivos, cual colegial en su pupitre, recita coplillas y narra chascarrillos, rociando con su viejo aliento las agrestes sierras y mansos valles, eternamente atentos a las moralejas escondidas en sus historias; aunque ellos al mirarla solo vean a una mujer hermosa de talle fino es sus espadañas, oigan la voz incitante de sus campanas y pequen por desear la caricia de la acuosa piel de sus murallas. Y de esa mujer eres, como todos nosotros necesitamos hacernos a cada momento. Ubetense es aquel que anda preguntándose cómo ha tenido la suerte de nacer en esta Mágina de novela y responde echando sus pies a la calle, o mirando a través del cristal del hogar, o regresando cada tiempo a su pueblo, para descubrir una torre escondida al final de un callejón, o el escudo ancestral sobre el dintel de una puerta, o a Pepe “el Loro” navegando en alguna calle con sus velas en las manos. Ubetense solo es aquel que siente la necesidad impetuosa de reafirmarse ubetense perdiéndose constantemente en los callejones del casco antiguo, o de quedarse sentado frente al Salvador en las silenciosas noches sin viento, o creer ser dueño del mundo asomado a cualquiera de los miradores de la ciudad. Y siendo de esta ciudad, no te queda otra opción que salir a la calle cuando dejas de serlo; con tus Rosarios y tus rezos, tus cruces de Mayo o en las procesiones infantiles; apareces en las bocas de tus cofrades en la imborrable noche atracada en el Santuario de Nuestra Chiquitilla. No puedes quedarte encerrada esperando a que Úbeda te regrese con la llegada de otro Domingo de Ramos. Tú y ella, su Semana de Pasión y Úbeda, necesitáis reencontraros cuando nadie os espera para seguir acordando una nueva cita al amanecer del Viernes Santo. Allí lleváis siglos echándoos el Amor al hombro y mirándoos como si el tiempo fuera el padre de una novia que pierde a la mujer de su vida. La oscuridad es testigo de vuestros esponsales: en tu dote entregas la macilenta luz de las tulipas portadas por los hermanos de una cofradía que trae comprimido en su guion los sagrados estatutos de tu idiosincrasia; Úbeda aporta una puerta a la Gloria, un rinconcito del cielo y un Miserere que, más que tuyo, ya se ha hecho himno de un pueblo. Ni hay pintor ilustre, ni fotógrafo experto, capaz de plasmar el acaramelado color que embadurna las miradas de cada uno de los ubetenses citados para tan magno casamiento. Un color que no es del mundo, solo aparece en los sueños; es la mezcla de ese todo con las almas de los muertos, que desde San Ginés regresan para ver al Nazareno abrir las puertas del alma y pellizcar los recuerdos que afloran como saetas sin voz y sin consuelo. Sé que cuando la muerte venga a ajustarme las cuentas, serán otra vez las siete de una mañana serena y un ciego habrá golpeado tres veces la fría madera, pero no hará falta que abra el Nazareno la puerta, porque yendo al Padre Eterno llevaré toda una vida de Viernes Santos meleros saboreando la dicha de haberme muerto muriendo vestido con mis recuerdos, el Miserere por réquiem y en brazos de mis muertos.

 

LA TRADICIÓN

 

Regresa cuando  quieras, pero hazlo como siempre, colmando a esta ciudad de bendiciones. Echa las persianas de los comercios en la calle Nueva, pero no por derribo  como  está ocurriendo en esta maldita  pandemia, sino con la abundancia de los días gloriosos de la Semana Santa. Echa las persianas con  estruendo, cuando los toques  de  la  banda  de  la Santa  Cena  así lo ordenen,   que   no   suenen    toques   de   queda,    sino   dianas   floreadas convocando a los penitentes de las aceras. Regresa con tus tradiciones,  las de siempre,  glorificando  la llegada de los dos días jubilosos que la Pasión, Muerte y Resurrección  de Cristo ha marcado  a fuego como la tradición  de tradiciones  ubetenses per secula seculorum. Nosotros, como los Apóstoles, estamos apostados  en la puerta  gótica de San Nicolás,  esperando  el santo instante glorioso de la salida del Amor, en la instauración de la Eucaristía, encaminándose  entre   calles  ordenadas,  a  la  noche   cuando   Úbeda   se transfigura  en el Monte Tabor, la noche que se rompe  con la Gloria de la mañana del Jueves Santo, comienzo por antonomasia de la Pasión ubetense que  desembocará, casi sin  darnos  cuenta,  en la Resurrección  del Señor. Regresa al Jueves Santo  oliendo  a pan doble y a huevo cocido de hornazo, despertando la mañana con sones de corneta vieja. Regresa y llena de verde Esperanza  la desolación  y el cansancio  que  se ha  instalado en  nuestra pupilas;  regrésate en la procesión  de la historia,  de la tradición  ubetense, en el desfile altanero y sobrio de la Oración en el Huerto; y regrésanos a los que estando  faltamos  y a los faltan  por  no estar. Regresa la alegría del reencuentro con aquellos que llevan demasiado tiempo sin regresar. Hombres y mujeres que volverán a mirar desde las ventanas de sus hogares, reviviendo en cierta manera, el calvario que todos sufrimos el año pasado. Ellos, los que no pueden volver a su tierra, sufrirán de nuevo sin el consuelo de poder encontrarse físicamente con el Cristo de madera que aman en sus adentros.  Hoy me acuerdo de ellos, de los cofrades  ubetenses en el exilio. ¡Qué  Dios os ayude a beber de este cáliz que vais a volver a beber! Mi fuerza y mi oración en vosotros.

 

 

LA CAÍDA Y EL CALVARIO

Nos dejaste sin el crujir de las trabajaderas cuando los zancos volaban hacia los días grandes, nos dejaste sin la música cercana de las noches de Cuaresma, nos quitaste las baquetas y mazas de las manos y le quitaste la boquilla a nuestra corneta, nos dejaste sin la voz del capataz, sin el golpe del martillo, sin el mimo del vocero, sin revirás de barrio, sin el alimento terreno que suple al verdadero nutriente divino. Nos dejaste cerrados los templos, celando el nexo de unión contigo sobre altares que se quedaron esperando todos esos encuentros contigo que te llevaste. Ni la luz pudo alumbrar los Sagrarios porque solo quedó abierta una rendija por la que solo se admitía el paso de la tristeza. Nos dejaste un camino hacia el Calvario donde empezamos a tropezar y en el que aún seguimos cayendo. Como el Cristo de Benlliure nos tambaleamos ante el peso de la cruz que empezaba a enturbiar nuestros caminos. Nos observábamos, en las eternas horas que ocupaban los días, y observábamos al Cristo de Benlliure caminar sobre el gentío de las mañanas de Viernes Santo, en la soledad de nuestros adentros, cayendo constantemente ante el desánimo y la desolación de ver como la vida quedaba en suspenso, como la vida se perdía en los hospitales y en los refugios de nuestros mayores; y veíamos al Cristo de Benlliure, ese cristo que a veces parece que cae, y que a otras se levanta, alzarse aún en un dolor inmenso para consolar a las mujeres que no pudieron despedir a sus hijos, a los hijos que no pudieron despedir a sus padres, a los abuelos que no pudieron ver a sus nietos; el Cristo de Benlliure, en su firme decisión de llevar a cabo su misión salvadora, se hizo presente en el espíritu de los profesionales sanitarios que como el Simón de Cirene de la pandemia, cogieron firme la cruz que advertía con derrumbarse y aún hoy siguen aliviando el camino de los que han caído en esta vía dolorosa. La vida quedó suspendida como se suspende el tiempo entre dos golpes de timbal de la banda de la Caída, aún estamos esperando que cese esta melancolía inagotable, esta cruz que nos aplasta, esta amargura de días, que cesen con el sonido del segundo golpe de timbal.

Te quitaste las sandalias, entraste en nuestras casas y comenzaste a compartir la mesa con nosotros. Bajaste de los altares, abriste todos los Sagrarios y te pusiste a barrer los rincones, a hacer las camas y a alisarnos el pelo al salir de la ducha. Te metiste en los fogones y se hicieron ciertas las palabras de Santa Teresa. De repente se desnudaron nuestros cuerpos y descubrimos la base que sostiene nuestra carne y nuestros huesos. Fue de domingo a domingo, desde tu llegada en una humilde borriquilla, hasta que abandonaste el sepulcro dejando doblado el pañolón sobre la fría piedra advirtiéndonos de tu vuelta; de domingo a domingo agarrados a las balaustradas, llorando sobre unas calles que no podíamos pisar, envidiando el sol que no podíamos tomar, añorando el aire que no podíamos respirar, apurando cada oportunidad que nos ofrecían para acercarnos al Dios de la calle que se nos iba escapando entre los barrotes. El mundo estaba encerrado y la Gloria nos llamaba con suaves golpes sobre la ventana. Porque, aunque no existías, estabas en la ingravidez de todos los segundos que existieron de Domingo a Domingo, porque mirar al cielo era ver el cielo de los días entre los dos Domingos, porque nadie caminaba y venías tú con tus pasos y tus gentes en las notas de alguna marcha de Semana Santa liberada desde algún balcón, porque estábamos solos y venías tú entre redes y nos congregabas al calor de la conversación entre hermanos. De Domingo a Domingo ocupaste el Calvario ubetense, de Domingo a Domingo fue como la hora nona en la Calavera de la Trinidad; de Domingo a Domingo, mirando hacia el cielo, el aliento solo nos daba voz para gritar “Dios mío, ¿por qué nos has abandonado?”, y ahí estabas Tú en la cotidianeidad de las rutinas instaladas en los hogares, para calmarnos la Sed de ti, sin mayúsculas, estabas Tú con tu mayúscula, y lo hacías sin darnos cuenta, como se suceden los toques de tambor de los penitentes de negro raso en la sobremesa del Viernes Santo, sin cortes, ni estruendos, como el agua clara de un río del que bebíamos agua besando la cruz que cuelga del cuello, o besando la cruz veladora del sueño, o besando la cruz en la frente de nuestros hijos, o besando la cruz a la que se nos clavaba clamando hágase tu voluntad y no la mía; pero la cruz ansiada, la cruz deseada, la cruz perseguida, quedó en el Gólgota de la Plaza Vieja, de Domingo a Domingo, quedó en los versos gastados del Padre Nuestro rezado en cada lágrima derramada que suspiraba por escuchar de tus labios, Señor, el bálsamo que cura nuestras heridas cansadas de aquellas Semanas Santas: todo se ha consumado.

 

LA BÚSQUEDA

Entre las acuarelas que dejaste olvidadas en mi retina tendré que buscarte. Surcar el mar de colores sobre los que navega mi memoria para salir a tu encuentro en esta cita a ciegas donde hemos quedado para reconocernos. Tienes esa capacidad divina de la omnipresencia del Dios que me muestras, cuando en cada momento de cada día de cada mes de cada estación del año te haces presente en los matices que surgen sobre las calles de esta atalaya llamada Úbeda. Porque hay momentos de Semana Santa todos los días del año; como las tardes en las que el sol calienta la fría escultura de Juan de Mata; o los frescos despertares en la plaza de Santa María cuando en la calma y el silencio, unos pasos lejanos tamborileando sobre las losas me transportan a la mañana madura del Viernes Santo donde se mezclan los tambores lentos de la Caída y el tañido lastimero de la campana del guion de Jesús. Te encontraré, seguro que lo haré, a la caída de la tarde del Jueves Santo, en la Corredera de San Fernando, cuando el sol, despidiendo el día sobre los lejanos tejados de la Plaza Vieja, convierta el empedrado en una era sin gavillas, ni sombras de penitentes con norte en la Cruz de Hierro; te encontraré en los fulgores, en esos cabos que se deshilachan del cielo buscando corazas romanas como dorados espejos. Estaré allí presente, mirando hacia poniente atento, hasta que surja entre tinieblas, en un contraluz perfecto, la imagen de un Ecce Homo, de un Cristo guapo y sereno, hendiendo con su triste figura la soledad de este destierro, mientras callan, y al callar matan, las notas de El presidente ha muerto. Será una Fe inquebrantable, Señor, la que me pondrá un rosario en las manos y letanías en los labios, y con ellos me vestiré de mantilla de esta acuarela de Jueves Santo de cálidos contrastes desdibujados con incienso. Te seguiré hasta que la noche me despierte con su miel en un escorzo del pueblo.

La noche es el diván donde retoñan tus secretos. Pasear entre las callejuelas de la ciudad, bajo la luz acaramelada de sus candiles, revuelve en los anaqueles del ubetense toda la entelequia cofrade que guía su existencia. Es así en las noches de vísperas, al asomar nuestros sentidos al pertinaz viento preñado de sones que nos avisan y redobles que nos estremecen, o cuando paseando entre penumbras aparece una parihuela rancia con achaques de anciano y al rozar su brisa explotan algunas de las yemas que guardábamos celosamente para el Domingo de Ramos. En la noche, a la luz alicaída de las candelas, hemos caminado cabizbajos hacia casa con una bandolera el hombro, mirándonos las manos encallecidas de ilusión y valentía. Hemos mimado la plata, encendido la cera y trasnochado al invierno. Mañana seremos la sombra de lo que fuimos, vagaremos cabizbajos con las manos en los bolsillos, será vagar en plena Semana Santa como si aún fuera la víspera. Y todo a la luz macilenta de las mil luminarias, las mismas que el Martes Santo endulzan, si más se puede, el paso quieto y doliente del Sagrario Primero de todo cristiano. Mater mea de ojos verdes, serás una sombra atrapada en desamparados balcones, en los dinteles labrados, en las cancelas dormidas. Sin golpes de llamador, sin capataces ni contraguías, sin rezos bajo el capuz, caminarás sin más mira, de luz a luz de las farolas por callejones sin vida. Sobria y doliente, sonarán las bambalinas del palio que aún no luces, te perderás de recogida en los meandros del barrio de San Nicolás, entre un vacío henchido de incienso se escuchará el racheo aterciopelado de tus costaleros, tus nazarenos de cola recogida estarán allí contigo, en la cera adherida en los poros de los adoquines.

En Úbeda se garabatea una procesión allí por donde se pasee un cofrade envuelto en sueño; en la Úbeda de la noche, la del cirio y la tulipa, hay una procesión eterna en el blanco y negro de la memoria. El Rastro del Borriquillo, la Gracia en Juan Pasquau, Costaleros en Corazón de Jesús, ese Cristo en su Noche Oscura, Lágrimas entre Nadal y Arjona, Santa Cena sobre Montiel, Prendimiento en el callejón de Santiago, Huerto en la quietud de Corredera volviendo de la General, Columna por sus Cronistas, Humildad en los Carpinteros, el Convento con su Buena Muerte, Santa Clara, sin prisas, el Real y su guion imborrable, la Caída en Santa María, los Dolores y Expiración subiendo el Calvario de la lonja, la Ancha sonando a Angustias en la General, y la Soledad que ella trae la noche, y el Santo Entierro que de la noche es final. Y todo, a la luz macilenta de las mil luminarias que velan este sagrario de piedra donde oramos la espera. Le instamos, diciendo: “Quédate, porque está atardeciendo, y el día ya ha declinado.” Y la Semana Santa entró a quedarse entre nosotros.

 

EL PASO DEL TIEMPO

Tengo elegido el traje que vestiré el día del reencuentro. Está tejido con retazos de lienzos de aquellas primeras citas en las que aprendimos a amarnos. En la soledad de mi alcoba cuelga tras la puerta, como cuelgan todos los hábitos de penitencia en nuestros hogares, esperando a que abran las flores de azahar y nos regresen el aroma vedado estas dos últimas primaveras. Es un traje de talla pequeña cuyas costuras se adhieren a la piel, hiriéndola con los recuerdos de la infancia, con las punzadas de zozobra que sentías en la acera al oír en lontananza el eco de los tambores y que te separaban de tus padres en una carrera entre el gentío, cuya meta era la cruz de guía que abría la procesión; es un traje de raso de mil colores, uno por cada capa zarandeada por el viento que rozaron tus manos escondiéndose de las enigmáticas miradas de aquellos seres de rostro oculto tras el capuz; el traje de los recreos donde jugabas a ser penitente de todas las cofradías de la ciudad entre donceles cofrades de babero y caras lozanas; es el traje que iba cediendo a las primeras pasiones de la adolescencia, cuando el paladar se hinchaba en las mañanas de Jueves Santo entre el olor a incienso y el perfume nuevo de la mujer que apretaba tu mano; o el que te oprimía el alma mientras sonaba el Miserere a las siete de la mañana, mientras que rodeando con tus brazos su cintura y apoyando la barbilla sobre su hombro, titilaban las tulipas, de un guion infinito a la vera de su Nazareno, en el brillo caliente de los ojos de dos enamorados. Es un traje al que le van sobrando tallas con el paso de los años, o al que le van faltando las emociones de antaño, que esto de cumplir primaveras es como viajar en un tren del que se van apeando los pasajeros y cuando llega a su destino se ha hecho de noche y en el reflejo del cristal descubres que solo te acompaña la soledad. Un traje ajado y que se va llenando de jirones por cada palio que vemos perderse al final de la calle, por cada perfil de Cristo que se pierde tras la puerta, por cada tarde de Domingo de Resurrección que se clava en las entrañas. Es el traje de nuestra particular pasión, las certezas ingobernables del destino nos irán despojando de él, como a Nuestro Señor Jesucristo lo despojaron de sus vestiduras al pie de la cruz. Definitivamente, contemplar el rostro de Santísimo Cristo de la Pasión, en el contraste de la noche del Lunes Santo, nos debe servir para atizar las ascuas de nuestras vivencias cofrades, compromisos y complacencias, y no dejarnos nada para luego. Él nos llama a callejear entre la angostura de nuestros días, entre el ruido sosegado de los tambores de la Caridad, de la Esperanza y de la Fe, nos invita a ocupar un lugar junto a Él, sobre la fría roca de nuestro calvario particular, embaucándonos con la dulzura de su mirada, y nos muestra todas las bonanzas que al mundo, al prójimo y, por ende, a nuestro yo, va aportando el trabajo callado y anónimo del cofrade ubetense. Hoy sin procesión, ayer sin nada;  nos desvistieron de todo esto que nos rodea, ¿qué nos quedó? Nos quedó nuestra dignidad como cristianos, nuestra lealtad con nuestros semejantes, nuestra fortaleza, nuestra Fe en Jesús y en su Santa Madre; el mayor regalo que Él nos dejó: sentirnos Iglesia, sentirnos Amor. Desvistámonos pues, y hagamos de nuestra vida en unión cofrade, el cuerpo más hermoso con el que evangelizar. Él nos llama a despedirlo siempre bajo el arco gótico del Real Convento de Santa Clara, con la promesa de comportarnos como auténticos cristianos, como auténtico costaleros de la vida: humildes, generosos y anónimos.

 

LA REVIRÁ

Mis pasos aguardan en sus zapatos. Aunque parezca que la nada nos espera acechando fuera cuando crucemos esta puerta, tengo guardados mis pasos en sus zapatos y una papeleta de sitio escondida en el corazón. Encontraré las veredas labradas por el paso de las Semanas Santas de nuestro pasado. Sí, tenemos el derecho de convivir con este nudo en la garganta que no hay agua bendita capaz de aclararlo, es nuestra esta tristeza pandémica que nos aboca a una desolación moral de tinieblas sin estrellas y hueros amaneceres, pero también estamos ante la exigencia espiritual de estar en paz con el cofrade que nos ha escrito la vida. Tenemos el deber de echar los candados de nuestras casas y despojar de sus trancas las cancelas que guardan las calles y estrenar ropajes nuevos cuando despierte el Domingo de Ramos; tenemos el deber de mancharnos las manos con la pringue de un pirulí de caramelo; tenemos el deber de esperar a que prendan chisca a los fuegos de artificio que arderán en el reflejo de nuestra memoria; tenemos el deber de comprar arrezú de a euro el corte, que nos dure el tiempo preciso que tardan en llenarse las plazas en la noche del Lunes Santo, y descubrir a la Luna llorando en San Lorenzo, buscando un palio; tenemos el deber de seguir el Vía Crucis del Martes Santo y de ir puliendo adoquines con las cuentas de un rosario;  tenemos el deber de comprar, en la espera del Miércoles Santo, los hornazos y torrijas, las viandas de los días sagrados, de elaborar en nuestras cocinas el potaje de vigilia, el bacalao con tomate y los roscos de Jesús, y desempolvar en la bodega la botella de anís para bebernos la palomilla con sabor a guion clandestino en la madrugada; el deber de citarnos a las siete de la mañana allá donde canten los vencejos y entonar el Miserere fecundo de sentimientos, debemos emocionarnos con el vasto repertorio musical de nuestra Semana Santa que seguirá interpretándose en la doble dimensión del espacio contenido entre los puntos cardinales de nuestros templos, y del tiempo que levita entre el tañido de las campanas en los torreones de la ciudad, estamos obligados a abrir de par en par las ventanas de la mañana del Jueves Santo, airear los malos humores y llevarnos al cofrade a subir la cuesta tras la procesión inagotable que es Úbeda en Semana Santa.

Porque Úbeda, Ciudad de Semana Santa, se viene a la vuelta de la esquina, como la noche interminable. Anunciándose a golpe de palermo, vienen ciñendo la cruz de guía de una procesión inevitable, unos niños somnolientos con el rostro fresco, el vientre fértil y los andares arrugados; yo era uno de ellos. Porque a la vuelta de la esquina, como el mar ingobernable, viene gallarda la procesión inmortal que nos legaron los padres de ayer; yo seré uno de ellos; pero mira como viene la procesión a la vuelta de la esquina, quiere ser la esquina rincón para quedársela en su entraña, mírala que viene con aleluyas en las cornetas y harmonías divinas en los pasos de sus costaleros; es una procesión de años, como la fundición de los metales y el crujir de la madera, como el dolor del hombre sobre la tierra, como el Auxilio materno que siempre es eterno. Asómate a la vuelta esquina, que aún no se dibuja esa revirá eterna, por la calle desahogada viene Jesús maniatado con gavillas de un arroyo, empujando las fachadas en cada costero del zanco, viene sobre los pies, racheando, viene en la sangre suspenso y en un Do se va de largo, viene en la garganta rajada de un soniquete flamenco que se llama saeta, otro talante del rezo.  Son criaturas de luna y olivo, entregando con un beso a la vuelta de la esquina, la procesión que se quedó prendida del olvido con la última llamada del capataz. Asómate a la esquina, aunque suena la calle a Traición, guía un patero a la voz, la revirá prometida. Es un grito, ¡Siempre alegres!, un lenguaje salesiano que nos infunde Esperanza y nos lleva de la mano a la vuelta de la esquina donde espera Úbeda paciente, para regresar en Imagen y Palabra, Verbo y Rezo, Incienso y Pentagrama. Úbeda, Ciudad de Semana Santa.

 

 

Grande era el mundo que se iba descubriendo ante mis ojos. Yo era el pretérito perfecto de un pasado que me traía de la mano desde un barrio de la periferia hasta la Jerusalén de cristianos campanarios y murallas árabes donde acontece el perfecto Evangelio. Grandes eran las calles abiertas de par en par en la mañana de aquel Domingo de Resurrección que sucedió porque soy. Era grande la mano de mi padre atracando mi balandra en un corro de grumetes blanquirrojos que empezaban a navegar gobernados por un viento cálido de bonanza. Era inmenso recordar a mi madre acercarse con un chicle en la mano, para recolocarme la capa que se descolocaba en mis juegos de superhéroe. En el esplendor de la inocencia fui entendiendo que aquel torrente de sandalias rojas y pies descalzos se llamaba cristiandad y que en ella, tras de mí, venía un hombre medio desnudo, con un ángel arrodillado a sus plantas, sobre marmórea losa levitando, acariciándome la nuca con su soplo; Jesús amigo mío, eras Tú. Subyugado por el misterio de tus llagas encarnadas, fui entendiendo que tras la última cancela que se cierra dejando a Úbeda sin penitentes, en la vida después de la Semana Santa, estabas presente en la sístole y diástole que bombea todo lo bello. Habitabas y me escapaba y fui conociendo tus templos y fui entendiendo tu vida y me mostraste que estaba impresa en las páginas de una Biblia y, como Tú siempre llevas una cosa a la otra, supe que estabas presente en la Consagración del Pan y del Vino, cerraba fuerte los ojos cuando decías “haced esto en conmemoración mía”, para imaginarme que estaba contigo en aquella Pascua judía. Mecías el columpio el día de mi primera comunión, no Tú, sino Tú, mi Cristo Resucitado, que a esas edades uno necesita del barro y la madera para pensar el Infinito. Y del corro pasé a la fila, solté la mano y me oculté tras el capuz, y en el anonimato de un nazareno miraba hacia atrás y estabas Tú, y de la fila germiné en la banda y escogí la maza y era para estar más cerca de ti y en el parón de algún requinteo mirar hacia atrás y ver que venías Tú. Ya eras Tú en todo porque en todo quise que estuvieras Tú. Eras Tú en las noches de invierno de los fríos cajeros de banco y en los portales ; eras Tú quien iluminaba mi oscura cueva con la luz de tu Substancia; eras Tú en cada herida abierta sobre la piel en el calvario del cerrillo del Aire; eres Tú en el brillo de la plata que se limpia; el que salpica de cera en mis vestidos, eres Tú; Tú estabas cuando se dividió en dos mi vida, en cada beso de mis hijos, en el cansancio; eres Tú todas mis querencias, mis bondades y mis dudas, también en mis dudas eres Tú, y en ellas me vas haciendo grande. En mi ser estas Tú, mis circunstancias son tuyas. Creo en Ti, soy de Ti, moriré en Ti, me pescaste con la redes de la Semana Santa, con el anzuelo de mi Cristo Resucitado, y cuando llegas es aquel pretérito perfecto de un pasado, con ropajes blancos de Pureza y rojos de Pasión, en un corro de niños nazarenos. Allí morirán mis días con tu mirada en la mía, y será una luminosa mañana de Domingo de Resurrección, con tañidos de campanas revoloteando en las espadañas; antes de que se pose la tarde huraña, la de Resurrección, la del domingo.

 

DE RECOGÍA

Vengo cansado, Señor, déjame que me siente en este banco y te cuente este ratito. No sé si te escuchas, pero ya vienes de recogida, parece una eternidad en la trabajadera y solo es el tiempo presente entre dos latidos. Te traigo un trocito de vigilia de tus monjitas, se quedaron llenas al verte llegar inundando de estruendos la clausura del convento; algunas, las más jóvenes, incluso se pusieron de puntillas intentando alargar el beso de la despedida. ¡Medi, Medi! Me despertó Alfonso. Soñaba feliz, ya sabes que ver el sillón de Pilatos salir de la plaza de Santa Clara es un alivio, sabes que hay dudas todas las Madrugadas por si perdemos en el camino la Fe para traerte de vuelta, no voy a mentirte. Pero ya estabas revirando hacia Narváez, la recogida se hace llevadera. ¡Medi, Medi, que no hay nadie en el zanco! Persignarme y a la madera; sí, persignarme, lo sabes, a veces no sabe uno hacia dónde va, pero sí de dónde viene, que coger la pata después del descansito es como quedarse sin santos a los que rezar, bien lo sabes Tú, eres el primero que cito.

Este año en el patio había menos nervios. No digo que hayamos matado las mariposas, pero amansarlas, las hemos amansado. Los primeros años sonaba la banda En Orfila y éramos capaces de irnos a Sevilla. Y una cosa lleva a la otra: menos nervios, más tranquilos; el trabajo se amolda bien a la cerviz y, las veces que te he visto, pues Paciencia pura y bien avenía. Me he escapado con Santi en el relevo de la Trinidad, lo hago no porque una vez casi me gano una placa de homenaje en la fachada de Correos, sino porque necesito tragarme el nudo que me ahoga desde que te veo zapatear la rampa. Y en la derecha me coloco, hacia donde miras con esa Mansedumbre que me guía sentenciado a quererte hasta la muerte. Verte y subir a mi relevo en la décima farola de la Trinidad si las cuentas desde abajo. Eso, hemos bajado tranquilos, llevábamos a Don Ildefonso envuelto en tabardillos. Pronto se le olvidan: revira el palio en la calle Juan Pasquau y empieza a lucir la sonrisilla. Poco más, Señor. La tribu de recogida y la ciudad recogiendo sus ecos. Tú saliendo al Guarda de la Porra y tu Madre remangándose las faldillas para encumbrar roneando en tres marchas las veintiocho farolas de la calle Trinidad. Han visto el zanco cansado, me han puesto un cigarro en los labios y han dicho que venga a verte.

Vengo cansado, Señor, necesitaba verte. Sentarme aquí contigo, en este banco del Molino de Lázaro, para encontrar la calma y el amor a los pies de la espadaña. Necesitaba verte partir, cerrar las heridas de este corazón abierto en canal que lo ha entregado todo. Vengo cansado, Señor, no puede seguir el tiempo colgado en una despedida, es necesario cerrar esa puerta, no ves que es una pupa viva, una sima abierta que se está tragando nuestros sueños. Está golpeando Manolo tu llamador, es la última llamada. Tres golpes. ¡Tós por igual! ¡A esta es! ¡Al cielo! ¿Escuchas la queja de la madera, el cansancio de la arpillera y la llama de tus cirios ir perdiendo su fuerza? ¿Escuchas llorar la primavera? Revira rápido, no alargues la agonía; para volver a encontrarnos, Señor, hay que escribir una despedida, un adiós, un último verso con rima. Esta es nuestra plaza, este es nuestro banco, por aquí volveremos con el cuerpo lozano a seguir hablando de nuestras cosas contigo: de las vísperas, los ensayos, las mudás, nuestros achaques y las fuerzas que se van apocando, de las primaveras vivas que nos quedan por sentir, de nuestra Semana Santa. Me voy, están tocando martillo en el palio, no te preocupes, ya cierra Ella la puerta; Ella está acostumbrada a sofocar tanta pena inmersa en esta injusta condena. Volveremos.

Paz y Bien.  

 

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