La muerte no existe. Para hacerlo necesita de un tiempo, de un
lapso, de una unidad de medida que demuestre su existencia. Existe la vida y la
nada, que está detrás de este continuo mirar por la supervivencia, que se llena
de creencias esotéricas, de reencuentros y eternidades, o del vacío del que
piensa que esa nada es como su nombre indica, nada. Los cristianos la llenamos
con la promesa de la vida eterna, con la esperanza en la resurrección; con todo
aquello que Jesús auguró que vendría con Él. Pero la muerte no existe, lo
reitero, porque con ella no tendría sentido la vida. La muerte es un invento humano para
poder defender conceptos tales como nostalgia, pena, tristeza y dolor. La
muerte se queda entre los vivos, en la habitación del duelo, en el rostro
macilento de la primera noche de ausencia, en el aliento hediondo de las
conversaciones de funeral; cerramos los ojos y vemos la muerte en el ataúd
engullido por la tierra, por la cal blanca del frío nicho. La muerte es el
nombre que le ponemos a la eterna despedida, al silencio infinito, al recuerdo
imborrable. La muerte es la irreverencia de la vida dejando un adiós sin
respuesta. La muerte, esa que no existe, nos engaña cada primero de noviembre,
volviendo a desandar el camino de cipreses, cruzando las puertas del cementerio
de San Ginés; la muerte, esa que no existe, nos arrodilla ante el mármol y nos
hace sentir su frialdad; y de frío vestimos a la muerte, la que no existe; y
limpiamos el rostro de la muerte, la que no se encuentra; y lloramos el
recuerdo que nos instauró la muerte, la que no se halla. Noviembre nos regresa
a la muerte, esa que no está. En noviembre, podemos, tras tanto dialogar con la
muerte, la que sólo es idea, aseverar que lo único que se hace es la vida, en
esta vida o en la otra.
jueves, 30 de octubre de 2025
La muerte de noviembre
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