jueves, 5 de junio de 2008

En la frontera


No es que el tiempo haya anclado en la frontera de la ciudad por el miedo al naufragio en el abismal mar de la noche, es que el tiempo no susurra en mis oídos prendado por el tintineo de las estrellas que relucen en la oscura inmensidad de la bóveda huérfana de Apolo; y, si no fuera por este nocivo teléfono móvil, diría que la noche dura lo que tarda en borrarla del cielo el amanecer del Este: una noche. Pero ha sido hermoso reencontrarme con ella: con aquella amante silenciosa de mi cuarto de Granada, o con la diosa que me acaricia mientras surge la tinta que dará a luz un pasodoble, o esa que se queda en silencio mientras no pienso en nada, al calor de la lumbre de un cigarro, dándole vueltas a todo; me he reencontrado con ella sin la molesta compañía de la ciudad, en su estado natural.

“La noche es para dormir, no para leer ni escribir”, me dice mi mujer cuando mi frío cuerpo desvela sus cálidos sueños; “es que como no has tenido tiempo todo el día”. Pero el día es para “vivir”, para ocupar las horas sin la noche con tareas sociales que no drogan mi espíritu, con rutinas impuestas por el devenir de las generaciones: el día no es que me aburra sino que carece del tedio jocoso que las noches me regalan.

Y estas hermosas noches que han vuelto a mi vida me dan el beneplácito de quedarme atontado, de brazos cruzados, sin nada que poder hacer, escuchando el mar arbóreo movido por la brisa fresca de la madrugada, dándole vueltas a esta novela de mis sueños en la que sigo inmerso, buscando oxígeno para salir a flote. Es un gozo esta paz que me hace temblar de emoción, recreándome en la felicidad de un hogar nuevo junto a la mujer que amo, o en la inminente boda de un amigo de los de siempre, o en una escultura en San Pedro y los amigos que representa, o en el amor que mis padres han ido gastando en estos veintiocho años de mi existencia, o en mis abuelos apurando los años al calor del cariño de una familia. Y leyendo o escribiendo, como hago ahora, o dejando en libertad mi ser paso las horas en las que acompaño a esta solitaria cerrazón que me rodea, hasta que el piar de los mañaneros gorriones me transporta a esa mañana, junto a Ibáñez y Alameda, en la playa de Suances viendo como el mar se iba vistiendo de luz; o a los domingos de resaca paseando hasta mi casa tras una noche de zambra; o al despertar morado de cada Viernes Santo; a esos momentos de mi cuarto de Granada en los que el cansancio me vencía cuando esos gorriones mañaneros pregonaban el despertar de un nuevo día.

Amaneceres que son eternos con su cíclico andar, llenos de belleza robada de Oriente y que ahora veo como van pintando de sombras el suelo que, hasta hace un instante, había sido vedado a mis ojos. Aquí, en la frontera, imagino las plazas de la ciudad que van vistiendo sus cielos con los primeros vuelos de las palomas, y oigo en la lejanía los despertadores que exorcizan con la realidad al fantasma aletargado de los sueños. Amaneceres que empujan a la noche hacia otras ciudades y otras vidas, y abren esta frontera que me ha mantenido en el exilio de la noche. Ahora, cuando todos empiezan a “vivir”, dormiré a las claritas de la mañana, ajeno al trasiego que trae consigo el febo, y soñaré con los cuentos que la noche me susurró hasta el amanecer.

1 comentario:

Alberto Román dijo...

Uffff. La noche. ¿Qué tendrá?. Cómo te entiendo, amigo. Caí rendido a ella en mi época de Granada (las clases eran por la tarde) y ya no he podido cambiar, sólo restarle algunas horas para ganárselas al día. Pero mínimo, hasta las 4 de la madrugada me mantengo fiel todos los días. No se.... me centra, me activa, me permite trabajar, ordenar ideas, crear....

La noche no tiene nada que envidiar al día. La noche puede ser luminosa frente a un libro, ardiente junto a quien amas, bulliciosa ante los recuerdos de tantas personas... Gracias a la noche podemos decir: «mañana será otro día».

Saludos, y buenas noches.