miércoles, 18 de junio de 2008

El viento de Mágina


Terminaba la EGB en mi apreciado Juan Pasquau, aún inmerso en los libros de aventuras de héroes, tan lejanos ya, como Tom Sawyer o aquella Silvia y su máquina Qué, mientras empezaba a fascinarme por los recursos literarios que me atropellaban en los versos de Garcilaso de la Vega, o en el romance del Cid, en el Conde Lucanor de Don Juan Manuel o intentando desenmarañar la delicada obra de García Lorca, cuando don Alfonso, mi profesor de Lengua, nos contó la historia de un estudiante de Safa y la convicción de uno de sus maestros de que ese chico llegaría muy lejos; a la Luna, pensé. Don Alfonso me descubrió, cosa que habría hecho mi curiosidad de no haber sido así, al que, con el paso de los años, ha sido el amigo fiel de mis estanterías, de mis noches y de mis sueños.

Mis historias sobre las historias que él me contaba dejaban con una sonrisa en su cara a mi madre, que descubría en ellas el apego por su infancia y las canciones que su madre le cantaba de pequeña, ay mama mía, quién será… cállate hija mía que ya se irá, y el anhelo de escribir sin faltas de ortografía hizo emocionarse cuando a la luz de un Plenilunio consiguió su graduado escolar a su cuarenta y cinco años, y entonces fue ella la que me contaba la historias que él le narraba. Ya no hubo libro que no comprara para ella, con la excusa de haberlo adquirido porque el autor era el preferido de su hijo.

Y es que he crecido caminando por las calles de sus novelas, sí, caminado, porque cualquier habitáculo en el que siempre ocurre su lectura se transforma en una ciudad en la que transitar por sus caminos es la mejor forma de perderse y la excelsa prosa se eleva sobre tu ser como los enormes rascacielos que ahora puede que él esté viendo; he crecido porque en cada época de mi vida siempre ha estado impregnada por la esencia de uno de sus libros: las noches de adolescente, escondido tras las sábanas de mi cama, mientras mi abuelo dormía a mi lado, surcando los tejados de la Plaza de San Pedro en un Beatus Ille que derrumbó el muro de Berlín que nos separaba, ese muro de la infancia que va sucumbiendo a nuevas curiosidades y nuevos retos y que a cada piedra que deja caer va abriendo nuevos horizontes, y en uno de ellos lo encontré; los veranos de hastío y sudor en las siestas me transportaron al misterio de Madrid en busca de un nazareno de Viernes Santo de una Mágina de incienso y adoquín, de silencio y de alboroto; el invierno frío y seco se humedeció acompañado de una copa en algún local de la extraña Lisboa y descubrí lo que es la novela negra, tintada por una eminente prosa, en las páginas de Beltenebros; en la singladura, no la de Lorencito Quesada, que me llevó desde Mágina a Sevilla encontré a un Jinete Polaco que me suavizó la nostalgia por el pueblo que me vio nacer y supe lo que era el servicio militar, que no hice, por un Ardor Guerrero que nunca tuve. Carlota Fainberg, El dueño del secreto… Sefarad y Ventanas de Manhattan.

Desde la Puerta de la Consolada, de esa Santa María que tanto me duele, he oteado los balcones que hay enfrente en busca de una monja que espera a la noche que le traiga a ese dios de carne y hueso para sentirse mujer o paseando por la Puerta de Granada me he asomado a sus vergeles adivinando el camino que llevaba a la huerta de su padre, aquel que mi madre me presentó en una mañana de Mercado de Abastos, pintándola de pasado con muertos en sus cunetas con las cuencas de los ojos vacías, y me he visto en la plaza del General Orduña inmerso entre el gentío de su Mágina republicana o en el silencio de San Lorenzo a la sombra de la espadaña viendo a su barrio treinta años antes. Cuántas veces he mirado el espejo de Sierra Mágina donde se refleja Úbeda esperando a algún anciano venir desde donde gritan los juancaballos, con una burra vencida por el barro y el peso de la aceituna. Aún recuerdo mis paseos por la bohemia Granada del estudiante sin tiempo, paseando por donde él paseaba y mirando las mismas cosas que a él le inspiraban. Y ahora, desde hace unos días no dejo de mirar hacia la Luna porque quizá sea el único lazo tangible, no del mundo irreal de nuestra mente y nuestra memoria, que nos une, la única Mágina que miramos a destiempo.

No será una llamada a deshoras, en un lejano piso de New York, la que despierte mis recuerdos porque de tus recuerdos está llena mi realidad. Serán tus recuerdos, tus páginas y tu prosa, amigo Antonio, las que me lleven a ese lejano piso de New York donde te encuentras ahora para charlar de esta Úbeda que llevamos dentro.

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