martes, 8 de julio de 2008

Memoria de verano


No se hasta que edad vivirán en la buhardilla de mis arraigos estos recuerdos que han despertado por la proximidad de un inminente viaje al lugar de mis veranos de infante, quizá no tengan la suficiente consistencia y algún día desaparezcan o mi memoria se verá tan ajada que los cubrirá con el velo de la enfermedad y ya no podré alimentarme de aquellos mágicos momentos de los veranos de antaño, cuando niño. Y es que somos lo que hemos vivido y, aunque nos moldean las invisibles manos de nuestra alfarera ciudad, siempre tendremos algún rinconcito en este mundo en el que nos hemos deformado al calor de un verano y al abrigo de miles de historias de Julio o de Agosto.

Desde los seis años, mi primera vez, hasta que la adolescencia, sus primeros amores y este desarmado enraizar por mi tierra, estuve viajando cada doce meses a través de la N-322 (como se nota mi nuevo trabajo) hasta los vergeles del levante español, más concretamente hasta un pueblecito del interior valenciano llamado Algemesí, a donde mis abuelos emigraron en busca de un mejor trabajo y al volver lo hicieron con dos hijas menos que decidieron dejar su tierra por el amor de unos adolescentes valencianos. Allí, en este pueblecito de siestas silenciosas y alpargatas para las acequias, fue donde dejé de usar el flotador en mis segundos baños rodeados de las turbias aguas de esas acequias de regadío que tanto abundan por esas tierras, con la ayuda de unos primos que hasta aquellos entonces no supe que existían y que fueron los culpables de que no haya sabido lo que es un verano en La Barrosa junto al Viejo. Esos veranos, ajenos al trasiego de playas y piscinas, en los que aprendí a ganarme la vida en sus tardes de calor y humedad, entre los naranjos que tanto me recordaban al olivo, recogiendo “taronchetas” que son las naranjas pequeñas que se caen de los árboles y que usan para la fabricación de colonias, esas que se pagaban a cien pelas el kilo y que nos sustentaban los helados de las tardes o las noches en los recreativos. Allí me hice un Tom Sawyer cabalgando sobre las aguas del río Magro en busca y captura de cangrejos de río que luego vendíamos a nuestros padres, y aprendí a pescar, algo que no llevo haciendo muchos años, saboreando las mieles de la paciencia y la tranquilidad o haciéndome mayor en las noches de redada, en el mismo río, con los mayores, a la luz de las linternas, cuando echábamos las redes que a las horas sacábamos llenas de anguilas, cangrejos y otros habitantes de río. Eran veranos en los que no necesitábamos el tan codiciado dinero solamente para jugar algunas partidas al bingo en aquella casa junto al río porque la vega nos ofrecía un melocotón a media tarde, o algún níspero a media mañana o aquel pomelo que me ofrecieron y que me hizo vomitar al comérmelo caliente. Qué sería del verano sin las bicicletas, o mejor dicho, sin aquella bicicleta que nos servía de medio transporte a mi primo y a un servidor. Aquella que nos trasladaba del pueblo al río, del río al chalet, o en la que hacíamos decenas de kilómetros simulando a nuestro Indurain de aquellas tardes; los dos, ambos, uno pedaleando y otro sentado en el barrote que forrábamos con trozos de colchón para hacer más llevaderos los viajes.

En aquellos veranos, en aquel pueblecito que pisaré dentro de pocas horas, supe lo que es pasar la vida sin un reloj al que mirar, o un libro que leer porque fui dueño de mis propias historias, esas que cualquier Mark Twain pudo escribir si nos hubiera observado. No fueron típicos, de pelota, de sombrilla, de playa, de protección solar, sino más bien de nocturnas duermevelas envuelto en el nerviosismo de un mañana llena de aventuras con nuevos paisajes que iban llenando los capítulos de esa leyenda que se ha hecho en mi memoria. Ahora, con la consciencia bajo el brazo, viajaré más allá del pasado y ya no saborearé la experiencia pasada porque muchas cosas habrán cambiado. Ahora, mañana o pasado me sumiré en un minuto de silencio, brindando con la soledad por aquel calor que me deformó y me moldeó, en cierta medida, como ahora soy. Ya no viviré aquellas aventuras pues me queda lo peor: resurgir de mi memoria y ser consciente de que aquellos veranos no volverán.

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