lunes, 28 de julio de 2008

Viaje de vuelta


Ignoro si la ciencia tendrá la respuesta a esta absurda pregunta que me invade, cuando el hastío me sorprende y me deja enmarañado en la tela de la estupidez y el vacío: ¿por qué esa insensata costumbre de los insectos de dar vueltas alrededor de una luz? Dice Antonio Muñoz Molina que para escribir en prosa hay que mirar a la luz del día y con los ojos muy abiertos. Quizá tenga una gran parte de razón pero, para estar escribiendo esto, solo me ha bastado la noche y mirar a una pequeña palomita como caía al suelo después de quemarse con el foco al que daba alocadas vueltas, caer al suelo y, como si la quemadura y el golpe no le afectasen, volver al campo de sus juegos e idioteces, remontando el vuelo hacia la luz.

Nunca un padre le hablará mal a su hijo. Al mío lo oigo dándome consejos sobre amigos, mujeres y responsabilidades, o preguntando alguna duda que solo unos estudios pueden resolver, le veo sentado frente a mi en las eternas sobremesas de mi adolescencia, vestido de blanco, salpicado de colores, con sus perpetuas canas en las sienes y ese bigote que a veces pinta de risa y otras de seriedad, discutiendo sobre alguna noticia del telediario, con tanta efusión que parecía que nuestras voluntades serían las que iban a arreglar el mundo, o metiéndose con su mujer, mi madre, sobre alguna de esas palabras tan extrañas que con frecuencia suele decir; lo recuerdo ahora, con mis lejanos ojos de jovenzuelo alocado, mirándome fijamente y exorcizando esa espinita que tenía en su corazón, la de no disfrutar conmigo de todas sus aficiones y amores. Aquellas veces que me invitaba a ir de caza y prefería quedarme leyendo un libro, o el caballo que compró para que lo montara y solo he acariciado, o esos cien olivos de los cuales ignoro hasta la tierra en la que enraizaron; las infinitas ocasiones en que silenció una ayuda para no molestar mis estudios, mi deporte, mis devaneos.

Como todas las noches de estos fines de semana laborales, he abandonado este tecnológico habitáculo en el que me encuentro para saborear el aire fresco de la madrugada; pero la brisa no estaba preñada de esa soledad que me hace sentir un rey sobre la tierra; hoy la brisa me ha sumido en la realidad del tiempo y el espacio, y aunque el silencio dijera lo contrario, he oído las millones de voces que habitan esta molécula que habitamos. He sido participe del paso del tiempo, este que hace rato solo cuento por días y noches, oyendo a mi padre decir las mismas cosas que cuando yo fui adolescente: hoy no las he tomado con la ligereza de la juventud y he sentido la amargura y la tristeza de no haber compartido esos momentos con él: quizá esa misma amargura y tristeza que él siente cuando aún me cuenta sus sueños y yo, ahora, siento acariciarme entre los dedos aquel tiempo que desperdicié lejos de él. Anhelo algo que no tuve: la experiencia de vivir lo que a mi padre le gusta y que mis devociones truncaron en el pasado.

Ignoro si la ciencia tendrá la respuesta a los absurdos vuelos de la palomita de esta noche, del por qué volver a la luz si quema y cansa y mata. Antonio Muñoz Molina lleva razón, porque los sueños no llegan a recordarse y cuando los vas a describir se olvidan: porque a la luz de un día artificial he abierto mucho los ojos y he podido describir el vuelo de este ingrato insecto que cuando había caído al suelo, deleitándose con la brisa de la madrugada y el afable alimento de imaginarse con su padre en un pasado, ha alzado nuevamente el vuelo, en un viaje de vuelta, camino de este foco del ordenador y esta luz de la literatura que a veces quema, que a veces cansa pero nunca llega a matar.

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