viernes, 25 de julio de 2008

Músicas arrebatadas


Unos soportales, tan parecidos a los de cualquier lugar de esta ciudad, cobijaban la guitarra y el violín que ponían música a una transitada calle de Santiago de Compostela, tan parecida a cualquier otra de esta ciudad. Aquellas notas musicales surcaban el aire de un verano tan distinto a este que ahora me agobia: un verano que parecía primavera u otoño, y merecieron la generosa propina que de mi bolsillo salió, quizá porque me encontraba en un mundo tan de leyenda que hasta me creí noble. Me traje la melodía en la maleta de los recuerdos.

Pero hay lugares, tan llenos de vida, que no necesitan de las cuerdas de un violín o de una guitarra; lugares tan llenos de vida en los que uno puede escuchar deliciosas músicas, percibiéndolas con los sentidos ciegos a ellas. Es así cuando escuchas la cadencia con la que el Sella acaricia tus pies, sentado en una de sus orillas, a su paso por Cangas de Onís, mientras rompes esa delicadeza con las ondas que vas dejando en el agua con las piedras que deseas sean piraguas en descenso; la sinfonía sin hombre que la dirija que la naturaleza regala a estos sentidos en la virginidad del mundo allá por Covadonga. Y los sentidos del alma, los que trascienden a lo tangible, los que descienden de la magnitud social del hombre inteligente, los históricos, los que nos hacen eternos, esos que se crean a través de la consciencia de ser una mota de polvo que se posará en un suelo donde el viento no corre, dejando paso a los que nos van empujando desde arriba; nos dejan paralizados al entregarnos la estética música de un paseo por Santillana del Mar, mientras narras a tu compañera la historia y los siglos de las calles que os sostienen y tocas la fría piedra de edificios con más vida que uno mismo. Esas músicas las olvidas en el mismo momento que dejas Santander y las frías aguas del Atlántico, alejándote de allí durante mucho tiempo, años tal vez en los que volverás pero no podrás identificarlas; quizá para siempre. Las notas de una gastronomía extraña que se apoderan de tu ser en la medieval Potes, sentado en algún mesón al abrigo del río.

Ahora escucho música de capilla, esa que José Carlos me regaló para mis días y noches de escritura, evadiéndome del soporífero ambiente de este cuarto donde escribo, en busca del inalcanzable tesoro musical de la Plaza del Obradoiro, donde entré dejando atrás aquellos soportales empañados de notas musicales de aquella calle tan parecida a cualquiera de esta ciudad, cuando sentí morriña – esa que dicen solo sienten los gallegos – por un paseo por la Plaza Vázquez de Molina, por esas canciones tan mías sonando al ritmo de mis pasos. Ahora ha mutado esta morriña con la única diferencia de saber que en Santiago de Compostela fui feliz porque estaba en la certeza de que volvería a bailar entre el Salvador y Santa María, y ahora me doy cuenta de que una parte de mi corazón se quedó dormitando en algún rincón de aquella plaza, mecido por la dulces notas que llegaban de aquellos soportales, de aquella calle tan parecida a cualquiera de esta ciudad que fluía en aquella plaza, y quizá no vuelva nunca a recogerlo. O cuando vuelva no pueda reconocerlo. Como aquella música con la que dos jóvenes desaliñados me describieron Santiago de Compostela en aquel verano en el que fui muy feliz.

Cuando el calor te postra ante el altar de la ansiedad, sumiéndote en esta senda del cansancio que nunca llega al bosque del sueño, solo nos queda bajar los párpados y sumergirnos en un onírico arrebato que nos arrastre a tiempos mejores, donde cualquier brisa sea mejor que esta letanía del desierto.

1 comentario:

Alberto Román dijo...

Aunque casi nadie lo sabe (y aunque me siento ubetense), yo nací en Santander. He tenido la posibilidad de conocer la ciudad a fondo y sus alrededores en viajes posteriores, porque recuerdos de infancia tengo muy pocos. Y realmente en el norte de este país hay mucho por conocer.

Merece la pena. Y nunca se olvida. Hoy me has hecho recordar. Gracias por ello.

Saludos montañeses.