lunes, 25 de enero de 2010

Febrero sin voces


No puedo creerme la cantinela de que hay que escribir lo que la gente espera: lo fácil, lo sentimental, lo superfluo, la rima tosca melódicamente bien medida; no puedo afirmar lo que no me gusta: odio los repertorios bonitos, vacíos de carga social, repletos de miedos ante el que juzga, en fin, en conclusión, banales. No puedo creerme un repertorio que he escrito yo.

Que suceda esto, que llegue a gustar a los que este mes de febrero nos escuchen, no me importaría, incluso me alegraría por las alegrías que acarrearía a todos mis compañeros de comparsa, pero afianzaría aún más mis convicciones: no vale la pena implicarse en una nave que no me lleva a ningún destino.

A mi el carnaval me tira, me gusta, por la potencialidad que puede llegar a tener, las criticas y los mensajes que pueden enloquecerse en la tinta del que los escribe y en las voces de aquellos que los cantan; reniego de un carnaval pensado y añorado por los días de fiesta y desenfreno en los que cualquier cosa es válida con tal de erigirse en protagonista de noches de parranda y patetismo nocturno. Si no está permitido volverse mordaz y cruel con aquello que entristece y enfurece a esta sociedad, si sólo está permitido adular al que se lo merece y acariciar la cara de aquellos que nos insultan, tomando esto como pretexto para tomarse unas cuantas copas con gente a la que le gusta disfrazarse, entonces me quedaré en mi casa, ideando un disfraz para mi familia que dé rienda suelta al gusanillo carnavalesco de cada año.

Me pregunto si serán los años, mis treinta, o la consolidación de unos principios que hasta este momento no habían aflorado a la superficie del mar de mis convicciones, los que me han hecho recapacitar sobre la verdadera carga de mi tren carnavalesco, pero, si he de seguir disfrazando mi pluma con flores de mayo, entonces me revelaré en silencio en el retiro de mi hogar.

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